1/06/2018, 17:13
El muro, debilitado por la constante caricia de las llamas, no tardó en venirse abajo ante el poder de Ayame, que se vio obligada a cruzar los brazos por delante del rostro para evitar que se le metiera aún más polvo en los ojos.
Afortunadamente, no fue todo en vano, pues al otro lado de la estructura se vislumbraba una silueta humanoide.
—¡Aguante! —exclamó Ayame, alzando la voz todo lo que su garganta, maltrecha por la ceniza y la humareda, le permitía.
Avanzó todo lo deprisa que pudo, aunque siempre poniendo cuidado de no tropezar con los escombros o vigilando que no se le fuera a caer nada encima. La mujer presentaba un aspecto lamentable: todo su cuerpo cubierto de heridas y quemaduras, sus cabellos largos y oscuros cayendo desparramados sobre el suelo y sus ropajes prácticamente carbonizados.
—Va... vamos a morir todos —murmuró.
—Aquí no va a morir nadie —respondió Ayame, agachándose junto a ella—. No mientras yo pueda evitarlo.
—Vale, pero larguémonos de aquí, no quiero morir aplastada como si fuese una araña vulgar —intervino Kumopansa, y, aunque le hubiera gustado apreciar el chiste del arácnido, las circunstancias obligaron a Ayame a simplemente asentir.
Con todo el cuidado que pudo, se cargó la mujer a la espalda y, tras respirar hondo una vez más, reunió las pocas fuerzas que tenía en las piernas e intentó alzarse. Miró a su alrededor. Tenían que salir de allí cuanto antes, y si no encontraba una manera más rápida de hacerlo tendrían que salir por el mismo camino por el que habían entrado.
Afortunadamente, no fue todo en vano, pues al otro lado de la estructura se vislumbraba una silueta humanoide.
—¡Aguante! —exclamó Ayame, alzando la voz todo lo que su garganta, maltrecha por la ceniza y la humareda, le permitía.
Avanzó todo lo deprisa que pudo, aunque siempre poniendo cuidado de no tropezar con los escombros o vigilando que no se le fuera a caer nada encima. La mujer presentaba un aspecto lamentable: todo su cuerpo cubierto de heridas y quemaduras, sus cabellos largos y oscuros cayendo desparramados sobre el suelo y sus ropajes prácticamente carbonizados.
—Va... vamos a morir todos —murmuró.
—Aquí no va a morir nadie —respondió Ayame, agachándose junto a ella—. No mientras yo pueda evitarlo.
—Vale, pero larguémonos de aquí, no quiero morir aplastada como si fuese una araña vulgar —intervino Kumopansa, y, aunque le hubiera gustado apreciar el chiste del arácnido, las circunstancias obligaron a Ayame a simplemente asentir.
Con todo el cuidado que pudo, se cargó la mujer a la espalda y, tras respirar hondo una vez más, reunió las pocas fuerzas que tenía en las piernas e intentó alzarse. Miró a su alrededor. Tenían que salir de allí cuanto antes, y si no encontraba una manera más rápida de hacerlo tendrían que salir por el mismo camino por el que habían entrado.