16/06/2018, 00:14
Gracias a los esfuerzos conjuntos de Etsu y su can, el cadáver rodó y cayó frente a ellos y Karma, boca arriba. Estaba semi desnudo, tan solo llevaba unos calzones que cubrían sus vergüenzas. Era un poco pálido, bien gordo, y medía alrededor del metro ochenta. Su cara, ancha y con una pronunciada papada, era acorde con el resto de su anatomía. Tenía la nariz, los labios y las orejas pequeñas, pero sus mejillas eran generosas, al igual que sus verdosos ojos, ahora algo vidriosos. Estaba casi calvo, tan solo le quedaba un poco de pelo en el lado posterior del cráneo, de tono castaño. Lucía una barba incipiente de un día o dos como mucho, del mismo color.
Pero lo más vistoso del muerto era su estómago: lo habían eviscerado con saña. Varias secciones de su intestino delgado y grueso sobresalían entre las comisuras del grotesco boquete como si fuesen longanizas recién preparadas.
Por su parte, Karma tenía toda la cadera, trasero y buena parte de la espalda manchadas de sangre. Su mochila tampoco se había librado. El origen de la susodicha era obvio.
En cuanto sintió que le habían quitado ese peso de encima, la joven se arrastró hacia delante como una culebra. Apenas avanzó un palmo antes de detenerse. Se descolgó el petate, que aterrizó a ras de suelo, y se incorporó a toda prisa, apoyándose con las manos sobre el duro pavimento de la calle, mirando de reojo el cadáver como si fuese un monstruo.
Tardó en darse cuenta de que había alguien más allí y que le había lanzado una pregunta.
—Yo... ¿qué...? —miró a Etsu. Estaba llorando—. ¿Qué cojones ha pasado...?
No era el primer cadáver que veía. Había visto el de su padre, y el de muchos otros que habían donado su cuerpo a la ciencia para auspiciar los estudios de ninjas médico como ella. Sin embargo, aquello era distinto. En lugar del penetrante olor a antiséptico que dominaba la morgue de la escuela de medicina y acababa permeando a los difuntos, este olía a... bueno, a muerto.
Además, que a uno se le cayera encima un fiambre salido de la nada no era una experiencia sencilla de encajar, se mirase como se mirase.
Se le removió el estómago. Tuvo que contener una arcada, producida tanto por el mareo que sentía como por la dantesca visión del ensartado.
—Creo que... estoy bien. Algunas magulladuras, nada más —sirvió un diagnóstico puramente especulativo, en base al dolor generalizado que sentía.
Karma recuperó algo de recato en su semblante. Los impulsos le devolvieron la batuta a las decisiones conscientes, poco a poco. Se enjugó las lágrimas con el antebrazo, todavía resollante.
Entonces miró el edificio de apartamentos. Había un ventanal doble con el cristal partido perteneciente al que debía ser la vivienda de la primera planta. De allí había provenido su nuevo amigo.
Pero lo más vistoso del muerto era su estómago: lo habían eviscerado con saña. Varias secciones de su intestino delgado y grueso sobresalían entre las comisuras del grotesco boquete como si fuesen longanizas recién preparadas.
Por su parte, Karma tenía toda la cadera, trasero y buena parte de la espalda manchadas de sangre. Su mochila tampoco se había librado. El origen de la susodicha era obvio.
En cuanto sintió que le habían quitado ese peso de encima, la joven se arrastró hacia delante como una culebra. Apenas avanzó un palmo antes de detenerse. Se descolgó el petate, que aterrizó a ras de suelo, y se incorporó a toda prisa, apoyándose con las manos sobre el duro pavimento de la calle, mirando de reojo el cadáver como si fuese un monstruo.
Tardó en darse cuenta de que había alguien más allí y que le había lanzado una pregunta.
—Yo... ¿qué...? —miró a Etsu. Estaba llorando—. ¿Qué cojones ha pasado...?
No era el primer cadáver que veía. Había visto el de su padre, y el de muchos otros que habían donado su cuerpo a la ciencia para auspiciar los estudios de ninjas médico como ella. Sin embargo, aquello era distinto. En lugar del penetrante olor a antiséptico que dominaba la morgue de la escuela de medicina y acababa permeando a los difuntos, este olía a... bueno, a muerto.
Además, que a uno se le cayera encima un fiambre salido de la nada no era una experiencia sencilla de encajar, se mirase como se mirase.
Se le removió el estómago. Tuvo que contener una arcada, producida tanto por el mareo que sentía como por la dantesca visión del ensartado.
—Creo que... estoy bien. Algunas magulladuras, nada más —sirvió un diagnóstico puramente especulativo, en base al dolor generalizado que sentía.
Karma recuperó algo de recato en su semblante. Los impulsos le devolvieron la batuta a las decisiones conscientes, poco a poco. Se enjugó las lágrimas con el antebrazo, todavía resollante.
Entonces miró el edificio de apartamentos. Había un ventanal doble con el cristal partido perteneciente al que debía ser la vivienda de la primera planta. De allí había provenido su nuevo amigo.