4/07/2018, 02:20
Cada vez iban más profundo. Cada metro de agua que iban surcando era un metro más de distancia con su ansiada superficie, allá en donde podría recuperar el aire. No Kaido, por supuesto, sino aquel simple humano cuyos pulmones le pedirían a gritos una bocanada de oxígeno. Las branquias del escualo, sin embargo, palpitaban complacidas ante los litros y litros de agua que pasaban a través de ellas, permitiéndole al gyojin concentrar todas sus energías no en respirar sino en sostener al dragón.
Éste, sin embargo; no se iba a dejar estar. Con uno de sus brazos trazó un codazo que caló fuerte en el estómago del tiburón y la otra atizaba una especie de frasco diminuto cuyo contenido era un líquido rojo. No obstante, Katame realmente nunca sintió que le llegó a tocar. Quizás, porque cuando le golpeó, éste se deshizo en agua, ahora formando parte del gran océano que les envolvían, y dejándolo a la deriva a unas buenas leguas de profundidad.
A su alrededor, la nada. Las corrientes marinas exhaltadas por las mareas nocturnas. Aunque de pronto se el grisáceo lúgubre de las profundidades se tintaron de rojo tras la primera arremetida del tiburón.
No lo vio venir. Fue demasiado rápido. Muy ágil. O las dos. Pero Katame habría sentido una rápida mordida, de esas mortales, que le podría haber arrancado fácilmente la pantorrilla, de no haber sido tan fugaz. Tan limitada. Tan juguetona. Porque la realidad era esa: que Katame ahora era una presa.
El rey del océano desapareció en el acto, y volvió a acechar a su presa en clandestinidad.
Éste, sin embargo; no se iba a dejar estar. Con uno de sus brazos trazó un codazo que caló fuerte en el estómago del tiburón y la otra atizaba una especie de frasco diminuto cuyo contenido era un líquido rojo. No obstante, Katame realmente nunca sintió que le llegó a tocar. Quizás, porque cuando le golpeó, éste se deshizo en agua, ahora formando parte del gran océano que les envolvían, y dejándolo a la deriva a unas buenas leguas de profundidad.
A su alrededor, la nada. Las corrientes marinas exhaltadas por las mareas nocturnas. Aunque de pronto se el grisáceo lúgubre de las profundidades se tintaron de rojo tras la primera arremetida del tiburón.
No lo vio venir. Fue demasiado rápido. Muy ágil. O las dos. Pero Katame habría sentido una rápida mordida, de esas mortales, que le podría haber arrancado fácilmente la pantorrilla, de no haber sido tan fugaz. Tan limitada. Tan juguetona. Porque la realidad era esa: que Katame ahora era una presa.
El rey del océano desapareció en el acto, y volvió a acechar a su presa en clandestinidad.