15/07/2018, 21:47
Llovía a cántaros, como de costumbre. Aunque ésta era una noche pantanosa, húmeda, de aquellas que incluso un amejin de pura cepa no olvidaría en mucho tiempo. Kaido tampoco lo haría, desde luego. Y pronto os enteraréis del por qué, tiempo al tiempo.
Daban las ocho de la noche, minutos más minutos menos. El cielo temblaba con cada centella y las pequeñas bombillas que iluminaban aquella tétrica habitación de cuando en cuando tiritaban con cada falla proveniente de alguna de las plantas hidroeléctricas de la adelantada Amegakure. Entre la oscuridad y la luz tenue de un foco de racionamiento se encontraba Kaido, apoyado a una pared mohosa con semblante dubitativo. Los ojos entrecerrados apuntando a una pequeña gotera y el agite de su propia respiración siendo el único sonido perturbable, además de las gotas de lluvia que rompían sobre las placas de zinc y metal que hacían la de techo.
Parecía estar aguardando a que algo sucediera, o en su defecto; a que alguien atravesase el mismo umbral que de aquel galpón abandonado.
Porque esa noche no iba a actuar por su cuenta. Amekoro Yui se había encargado de proporcionarle las herramientas necesarias para que aquella limpieza transcurriera sin ningún inconveniente. No es que no confiara en Kaido, sino que la tarea apremiaba la participación de otros ninja. Más experimentados y también muchísimo más letales, que estuvieran a la par de los objetivos a neutralizar.
Y sólo existía un grupo selecto donde la experiencia y la letalidad abundaban en partes iguales. Los ANBU.
El estruendo del metal oxidado atizando los rieles corredizos chillaron a través de la habitación. El foco volvió a fallar y se hizo la negrura, y cuando ésta volvió a encenderse, ahora tres figuras yacían erguidas frente al gyojin. O más que figuras, eran tres demonios cubiertos con sendas capas negras abotonadas a nivel del pecho y que portaban máscaras de porcelana de un lúgubre color blanco como fondo. Adornos y marcas iban y venían entre las facciones, creando una perturbadora percepción de que se estaba frente a un oni o similar. Las tres líneas horizontales yacían talladas a nivel de la frente, y sólo se podía percibir de ellos alguno que otro rasgo aleatorio como un mechón de pelo, o el color de sus ojos.
Por las complexiones, se podía discernir que se trataban de dos hombres y una mujer. Curiosamente, fue ella la que dio un paso adelante y tomó la batuta de presentación. Una voz dulce y melodiosa salió de la nada —pues sus labios yacían ocultos tras su máscara— y escupió tres nombres.
—Umikiba Kaido —espetó. Dio un paso hacia adelante y los otros dos se dieron vuelta, cerrando el galpón tras suyo—. Netsu, capitán del escuadrón Kurīningu, de ANBU. Ellos son Ponpu y Kazan.
—Así que vosotros sois...
—La contingencia.
—Y tu seguro de vida, también.
Kaido tragó saliva.
—¿Cómo queréis hacerlo?
La sombra de Netsu se movió hasta una de las mesas oxidadas de metal y desenrolló lo que parecía ser un mapa. A simple vista, se trataba de un tumulto de trazos tipo plano que hacían referencia a una gran infraestructura. Si se le echaba un ojo crítico, cualquiera podría darse cuenta de que lo que el plano reflejaba era Amegakure en toda su extensión. Un pedazo de papel con información sumamente confidencial y privilegiada que nadie creería que existía. Mostraba todo tipo de accesos, túneles, salidas de emergencia, y enmarañados caminos que se entrelazaban entre sí.
La Aldea de la lluvia era más que sus inmensos rascacielos. Era toda una urbe de subterfugios.
—Decidnos cuántos de vosotros sois, y en dónde os escondéis. Qué rutinas tienen y cada cuanto se mueven. ¿Alguna base principal? ¿Miembros destacados? —soltó como un discurso que le sabía a rutina. Era parte del protocolo, hacerse con la información privilegiada de uno de sus internos. Miró a Kaido por el rabillo de su máscara—. ¿y bien?
Un nuevo trueno azotó el horizonte. Y con aquella señal, Kaido comenzó a cantar, consolidando así el inicio de su traición.
Y así también el de su deber.