10/09/2015, 01:03
Eran aproximadamente las 8 de la noche. Kaido se encontraba en el estar de su hogar temporal y buscaba pacientemente en la estantería un libro que le llamara la atención. Y como uno de sus hobbies no realizados era viajar y conocer el mundo, cuando vio que uno parecía tener localizaciones famosas en su contenido no dudó en cogerlo con ambas manos. Porque sí, era pesado, grande y tenía un montón de páginas inútiles que no le interesaban en lo absoluto. Lo que importaba eran las imágenes y los dibujos, típico de aquellos a los que no les gustaba leer.
Terminó llevando el tomo hacia la mesa y lo abrió, para luego sumirse en la búsqueda de una localización de la cual había escuchado bastante. Un sitio de patrimonio histórico y cultural donde la voluntad de las tres grandes aldeas confluían en un solo punto. Era nada más y nada menos que la frontera divisional entre ellas y sobre la cual reposaba un verde edén sobre el cual caía una fluida catarata. Y en el punto más alto del risco, yacían erguidas las estatuas de los héroes de la gran guerra, aquella que causó tanto daño y que llevó al mundo a replantear sus costumbres. Hecho que se agradecía hoy en día por la paz latente que trajo consigo.
«El puto Valle del Fin, aquí está»
Sin embargo, eran las estructuras y no el trasfondo de las mismas lo que le llamaba la atención. Porque lo cierto era que Kaido había decidido en ese mismo instante que algún día tendría él su propia estatua, y para ello habría que tumbar las otras tres. O esa era su lógica, al menos. Sonrió ante la idea y cerró el libro después de revisar unas cuantas páginas.
Lo había decidido, al día siguiente visitaría el lugar para ir meditando sus planes para cuando pudiera construir su propia estructura a imagen y semejanza.
Kaido partió hacia su destino a tempranas horas de la mañana.
Llevaba consigo su particular termo con agua, sus utensilios shinobi y claro, su bandana bien atada en la frente, lo que le representaba como un shinobi de la Aldea de la Lluvia. Por suerte, Yarou-dono le había dado instrucciones específicas a seguir en su viaje a priori de no perder el rumbo correcto hacia su destino y el tiempo que habría perdido decidiendo que camino elegir, lo ganó para llegar al Valle poco después del mediodía. Una vez allí, tumbó la mochila sobre la rama de un árbol y observó la majestuosidad de aquellas grandes figuras que reposaban sobre la piedra.
Lucían poderosas, lo cual reflejaba la importante contribución que dieron al mundo shinobi con su muerte. Lo que para el tiburón no era importante, sino el hecho de que no estarían allí para cuando él decidiera usar una técnica y romper en pedacitos la cara de los ancestros.
Sin embargo, algo pareció llamar su atención poco tiempo después de su llegada. Fue el avance de un muchacho de edad similar a la suya, quien se acercó hasta la orilla del lago contiguo y se tumbó en el suelo como si tuviera frente suyo a una importante deidad. El tiburón enarcó una ceja y sintió un leve interés que le obligó a acercarse silenciosamente hacia la posterior de quien tenía las rodillas en el suelo, momento en el que escuchó una corta plegaria, rítmica y profunda, a la cual siguió un latente silencio.
Pero Kaido lo interrumpió, aunque lo hizo detrás de un tupido arbusto que lograría ocultar de momento su presencia.
─¡Te concederé tu deseo, muchacho! ─advirtió él con voz grave─. pero antes, necesito una ofrenda. Cien flexiones y habrás pagado el tributo.
Terminó llevando el tomo hacia la mesa y lo abrió, para luego sumirse en la búsqueda de una localización de la cual había escuchado bastante. Un sitio de patrimonio histórico y cultural donde la voluntad de las tres grandes aldeas confluían en un solo punto. Era nada más y nada menos que la frontera divisional entre ellas y sobre la cual reposaba un verde edén sobre el cual caía una fluida catarata. Y en el punto más alto del risco, yacían erguidas las estatuas de los héroes de la gran guerra, aquella que causó tanto daño y que llevó al mundo a replantear sus costumbres. Hecho que se agradecía hoy en día por la paz latente que trajo consigo.
«El puto Valle del Fin, aquí está»
Sin embargo, eran las estructuras y no el trasfondo de las mismas lo que le llamaba la atención. Porque lo cierto era que Kaido había decidido en ese mismo instante que algún día tendría él su propia estatua, y para ello habría que tumbar las otras tres. O esa era su lógica, al menos. Sonrió ante la idea y cerró el libro después de revisar unas cuantas páginas.
Lo había decidido, al día siguiente visitaría el lugar para ir meditando sus planes para cuando pudiera construir su propia estructura a imagen y semejanza.
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Kaido partió hacia su destino a tempranas horas de la mañana.
Llevaba consigo su particular termo con agua, sus utensilios shinobi y claro, su bandana bien atada en la frente, lo que le representaba como un shinobi de la Aldea de la Lluvia. Por suerte, Yarou-dono le había dado instrucciones específicas a seguir en su viaje a priori de no perder el rumbo correcto hacia su destino y el tiempo que habría perdido decidiendo que camino elegir, lo ganó para llegar al Valle poco después del mediodía. Una vez allí, tumbó la mochila sobre la rama de un árbol y observó la majestuosidad de aquellas grandes figuras que reposaban sobre la piedra.
Lucían poderosas, lo cual reflejaba la importante contribución que dieron al mundo shinobi con su muerte. Lo que para el tiburón no era importante, sino el hecho de que no estarían allí para cuando él decidiera usar una técnica y romper en pedacitos la cara de los ancestros.
Sin embargo, algo pareció llamar su atención poco tiempo después de su llegada. Fue el avance de un muchacho de edad similar a la suya, quien se acercó hasta la orilla del lago contiguo y se tumbó en el suelo como si tuviera frente suyo a una importante deidad. El tiburón enarcó una ceja y sintió un leve interés que le obligó a acercarse silenciosamente hacia la posterior de quien tenía las rodillas en el suelo, momento en el que escuchó una corta plegaria, rítmica y profunda, a la cual siguió un latente silencio.
Pero Kaido lo interrumpió, aunque lo hizo detrás de un tupido arbusto que lograría ocultar de momento su presencia.
─¡Te concederé tu deseo, muchacho! ─advirtió él con voz grave─. pero antes, necesito una ofrenda. Cien flexiones y habrás pagado el tributo.