14/07/2018, 01:19
—Yo te buscaba —respondió una mujer, a su lado. ¿Había estado allí desde el principio? ¿O simplemente había aparecido?—. Kaguya Hageshi —se presentó.
¿Cómo describirla? Era como tratar de dibujar con palabras la silueta de un Dios. Por mucho que enumeres cada rasgo, cada característica y cada poro de su piel, es imposible hacer justicia a su magnificencia. Al aura divina y de grandeza que le envuelve.
Con ella pasaba algo parecido.
Era una mujer de unos treinta años, de cabello negro y recogido en una corta coleta. De ojos oscuros, rasgos afilados y una tez lo suficientemente morena como para que resultase extraña al vivir bajo una eterna tormenta. Portaba la bandana ninja colgando del cuello, y la placa dorada que la identificaba como jōnin anudada al brazo derecho. Vestía una camiseta deportiva de tirantes, gris, y unos pantalones largos de camuflaje color azul. Se le marcaba cada músculo de sus brazos, y viejas cicatrices poblaban su piel.
Hasta ahí, la descripción sencilla, superficial, que le hacía tanta justicia como un párrafo de un libro de anatomía describiendo a un tiburón. Es decir, nada en absoluto.
Porque hay algo que va más allá de lo científico, incluso de lo físico. La sensación que tienes al ver las fauces de un tiburón abriéndose sobre ti no te la puede dar ningún libro, como tampoco ninguna palabra haría honor a lo que uno sentía cuando los ojos de aquella mujer se clavaban en los tuyos. Y es que aquella mujer le miraba…
Le miraba como si Kaido fuese una espina con la que poder quitarse ese resto de comida que se le había quedado entre los dientes. Su expresión corporal era tranquila, pero al mismo tiempo desprendía un aura peligrosa. ¿Contradictorio? ¿Eso crees? Bueno, imagínate estar frente a una leona, sin barrera ni rejas que os separen. Ella posa los ojos en ti, sin más motivo que la mera curiosidad, manteniendo ese aire tranquilo y sosegado. Pero, al mismo tiempo…
Al mismo tiempo cuidado con hacer algo que la moleste. Cuidado con que de pronto sienta hambre.
—Umikiba Kaido. Ven conmigo.
Giró sobre sus talones con una gracia felina, y se dirigió hacia un enorme armatoste de hierro. El ascensor. Cuando Kaido estuvo dentro, pulsó el botón del antepenúltimo piso. Tras un gran ruido metálico, el armatoste empezó a elevarse, renqueante, por el rascacielos que era el edificio de la Arashikage. Cuando al fin se detuvo, Hageshi abrió la puerta y se internó en un pasillo que daba a una enorme sala, con las paredes pintadas de azul, un enorme ventanal al frente, y una alargada mesa con sillas de cuero negro a su alrededor.
—Cierra la puerta —ordenó, mientras se sentaba a la cabeza de la mesa y se sacaba una bolsita de plástico con herramientas. Las herramientas necesarias para liarse un pitillo. Esto es, papel de liar, tabaco y un filtro. Se lo llevó a la boca y lo prendió con un mechero de color oro—. Siéntate —ordenó de nuevo, señalando con la mirada la silla de su diestra—. He leído tu informe, Kaido, y hay algunas cosas… —dio una calada…—, que quiero que me aclares —…y expulsó el humo lentamente por la boca.
¿Cómo describirla? Era como tratar de dibujar con palabras la silueta de un Dios. Por mucho que enumeres cada rasgo, cada característica y cada poro de su piel, es imposible hacer justicia a su magnificencia. Al aura divina y de grandeza que le envuelve.
Con ella pasaba algo parecido.
Era una mujer de unos treinta años, de cabello negro y recogido en una corta coleta. De ojos oscuros, rasgos afilados y una tez lo suficientemente morena como para que resultase extraña al vivir bajo una eterna tormenta. Portaba la bandana ninja colgando del cuello, y la placa dorada que la identificaba como jōnin anudada al brazo derecho. Vestía una camiseta deportiva de tirantes, gris, y unos pantalones largos de camuflaje color azul. Se le marcaba cada músculo de sus brazos, y viejas cicatrices poblaban su piel.
Hasta ahí, la descripción sencilla, superficial, que le hacía tanta justicia como un párrafo de un libro de anatomía describiendo a un tiburón. Es decir, nada en absoluto.
Porque hay algo que va más allá de lo científico, incluso de lo físico. La sensación que tienes al ver las fauces de un tiburón abriéndose sobre ti no te la puede dar ningún libro, como tampoco ninguna palabra haría honor a lo que uno sentía cuando los ojos de aquella mujer se clavaban en los tuyos. Y es que aquella mujer le miraba…
Le miraba como si Kaido fuese una espina con la que poder quitarse ese resto de comida que se le había quedado entre los dientes. Su expresión corporal era tranquila, pero al mismo tiempo desprendía un aura peligrosa. ¿Contradictorio? ¿Eso crees? Bueno, imagínate estar frente a una leona, sin barrera ni rejas que os separen. Ella posa los ojos en ti, sin más motivo que la mera curiosidad, manteniendo ese aire tranquilo y sosegado. Pero, al mismo tiempo…
Al mismo tiempo cuidado con hacer algo que la moleste. Cuidado con que de pronto sienta hambre.
—Umikiba Kaido. Ven conmigo.
Giró sobre sus talones con una gracia felina, y se dirigió hacia un enorme armatoste de hierro. El ascensor. Cuando Kaido estuvo dentro, pulsó el botón del antepenúltimo piso. Tras un gran ruido metálico, el armatoste empezó a elevarse, renqueante, por el rascacielos que era el edificio de la Arashikage. Cuando al fin se detuvo, Hageshi abrió la puerta y se internó en un pasillo que daba a una enorme sala, con las paredes pintadas de azul, un enorme ventanal al frente, y una alargada mesa con sillas de cuero negro a su alrededor.
—Cierra la puerta —ordenó, mientras se sentaba a la cabeza de la mesa y se sacaba una bolsita de plástico con herramientas. Las herramientas necesarias para liarse un pitillo. Esto es, papel de liar, tabaco y un filtro. Se lo llevó a la boca y lo prendió con un mechero de color oro—. Siéntate —ordenó de nuevo, señalando con la mirada la silla de su diestra—. He leído tu informe, Kaido, y hay algunas cosas… —dio una calada…—, que quiero que me aclares —…y expulsó el humo lentamente por la boca.