17/07/2018, 21:27
Ambos fueron capaces de liberar su mente con apabullante facilidad, una sencillez digna de un maestro en la disciplina. Era razonable barajar que un shinobi tan experimentado como Uchiha Akame bien podría serlo, pero Kojima Karma desde luego no lo era y gozó de la misma facilidad que su instructor.
El rumor característico de la ribera inundó sus pensamientos. En primera instancia goteó poco a poco, similar a una grieta aguada en un techo metafórico, pero no tardó en ahogarlos en su influencia con la inexorabilidad de un tsunami.
Entonces abrieron los ojos. O fue como si lo hicieran, porque en el mundo real sus párpados seguían igual de sellados.
Se encontraban en un lugar de su pasado, o puede que uno de su vida diaria. Estaban solos, no había rastro del otro. Ni siquiera recordaban haberse puesto a meditar o haber ido hasta el río acompañados. Para ellos estar en el lugar donde estaban en ese momento era lo razonable, lo normal. Las sensaciones eran idénticas a las del mundo real: el tacto, los olores, todo. A efectos prácticos estaban en el único mundo real. Cual Genjutsu avanzado: convincente y casi imposible de detectar.
En el caso de Karma era el salón de su casa, impregnado de ese inconfundible y dulce aroma a flores que provenía del jardín, contiguo a la estancia y conectado con ella por una puerta corredera doble. Se abrió otro acceso —el segundo de la habitación y que comunicaba con el pasillo central de la vivienda— y a través de este entró en escena Kojima Satoshi, el progenitor de Karma.
Ese mismo que estaba muerto y enterrado, o debía de estarlo.
—¡Zorra! ¡Rata! ¡Asesina! —espetó los insultos uno tras otro, sin pena ni gloria.
Para la kunoichi fueron como cuchillos, dañándola psicológicamente como tales y pesándole en el alma más que una de las estatuas del Valle del Fin. A eso se le sumó la confusión de no entender el porqué de su fragilidad emocional. Ya estaba más que acostumbrada a los ataques verbales gratuitos del desalmado, pero ahora se veía tan indefensa como frágil. Era como si hubiese sufrido un retroceso de defensas psíquicas hasta un estado infantil, cuando era una chiquilla que no comprendía el motivo por el que su padre la insultaba a diario con tanta crueldad.
Pero ella era la misma de siempre, la de la actualidad, ¿no? Echó un vistazo a su cuerpo, queriendo confirmarlo, presa del pánico. Sí, todo estaba ahí: su silueta de dieciséis años, sus ropajes, su equipamiento... incluso el hitai-ate de Uzugakure. Entonces, ¿por qué...?
—¡Tu madre era el mundo para mí y tú me la quitaste, puta! —el hombre se aproximó a Karma a zancada limpia y se detuvo frente a la joven, señalándola—. ¡Rata inútil! ¡Ojalá hubieras muerto tú! ¡El solo verte me produce asco!
No podía mantenerle la mirada, por lo que la pelivioleta ladeó el rostro y miró al tatami, buscando refugio. Las maldiciones y malas voluntades no cesaron, por supuesto. La genin no resultó capaz de soportar el asalto más de unos treinta segundos, tan débil de voluntad como se encontraba. Sus orbes estallaron en llanto, su aliento se transformó en sollozos. ¿Y cómo reaccionó Satoshi? Se puso a reírse como un demonio.
Karma también lloró en la realidad, de igual manera que sus facciones se contorsionaron en una mueca de angustia. Pero sus ojos siguieron cerrados.
—¡Eso es! ¡Solo sirves para llorar en una esquina, Karma! —el padre arrimó el rostro al de su hija hasta casi tocar el ajeno, gritándole al oído.
«¿Por qué...? ¿Por qué no puedo replicar, o simplemente levantarme y matarlo? ¡Ya lo maté una vez, maldita sea! ¡¿Por qué me siento tan débil?! ¿L-Lo maté... verdad? ¿No fue un sueño? ¡¿VERDAD?!».
El rumor característico de la ribera inundó sus pensamientos. En primera instancia goteó poco a poco, similar a una grieta aguada en un techo metafórico, pero no tardó en ahogarlos en su influencia con la inexorabilidad de un tsunami.
Entonces abrieron los ojos. O fue como si lo hicieran, porque en el mundo real sus párpados seguían igual de sellados.
Se encontraban en un lugar de su pasado, o puede que uno de su vida diaria. Estaban solos, no había rastro del otro. Ni siquiera recordaban haberse puesto a meditar o haber ido hasta el río acompañados. Para ellos estar en el lugar donde estaban en ese momento era lo razonable, lo normal. Las sensaciones eran idénticas a las del mundo real: el tacto, los olores, todo. A efectos prácticos estaban en el único mundo real. Cual Genjutsu avanzado: convincente y casi imposible de detectar.
En el caso de Karma era el salón de su casa, impregnado de ese inconfundible y dulce aroma a flores que provenía del jardín, contiguo a la estancia y conectado con ella por una puerta corredera doble. Se abrió otro acceso —el segundo de la habitación y que comunicaba con el pasillo central de la vivienda— y a través de este entró en escena Kojima Satoshi, el progenitor de Karma.
Ese mismo que estaba muerto y enterrado, o debía de estarlo.
—¡Zorra! ¡Rata! ¡Asesina! —espetó los insultos uno tras otro, sin pena ni gloria.
Para la kunoichi fueron como cuchillos, dañándola psicológicamente como tales y pesándole en el alma más que una de las estatuas del Valle del Fin. A eso se le sumó la confusión de no entender el porqué de su fragilidad emocional. Ya estaba más que acostumbrada a los ataques verbales gratuitos del desalmado, pero ahora se veía tan indefensa como frágil. Era como si hubiese sufrido un retroceso de defensas psíquicas hasta un estado infantil, cuando era una chiquilla que no comprendía el motivo por el que su padre la insultaba a diario con tanta crueldad.
Pero ella era la misma de siempre, la de la actualidad, ¿no? Echó un vistazo a su cuerpo, queriendo confirmarlo, presa del pánico. Sí, todo estaba ahí: su silueta de dieciséis años, sus ropajes, su equipamiento... incluso el hitai-ate de Uzugakure. Entonces, ¿por qué...?
—¡Tu madre era el mundo para mí y tú me la quitaste, puta! —el hombre se aproximó a Karma a zancada limpia y se detuvo frente a la joven, señalándola—. ¡Rata inútil! ¡Ojalá hubieras muerto tú! ¡El solo verte me produce asco!
No podía mantenerle la mirada, por lo que la pelivioleta ladeó el rostro y miró al tatami, buscando refugio. Las maldiciones y malas voluntades no cesaron, por supuesto. La genin no resultó capaz de soportar el asalto más de unos treinta segundos, tan débil de voluntad como se encontraba. Sus orbes estallaron en llanto, su aliento se transformó en sollozos. ¿Y cómo reaccionó Satoshi? Se puso a reírse como un demonio.
Karma también lloró en la realidad, de igual manera que sus facciones se contorsionaron en una mueca de angustia. Pero sus ojos siguieron cerrados.
—¡Eso es! ¡Solo sirves para llorar en una esquina, Karma! —el padre arrimó el rostro al de su hija hasta casi tocar el ajeno, gritándole al oído.
«¿Por qué...? ¿Por qué no puedo replicar, o simplemente levantarme y matarlo? ¡Ya lo maté una vez, maldita sea! ¡¿Por qué me siento tan débil?! ¿L-Lo maté... verdad? ¿No fue un sueño? ¡¿VERDAD?!».