11/09/2015, 00:11
(Última modificación: 11/09/2015, 00:18 por Aotsuki Ayame.)
La primera víctima fue el primero de los jonin que intentaron enfrentarse a la bestia. La pezuña de aquel monstruo, que parecía una cruel hibridación con cuerpo de caballo y cabeza de cetáceo, le aplastó brutalmente contra el suelo como si no fuera más que un vulgar insecto.
—¡NO! Pobre Ieyasu... —se lamentó su compañero, algo más resguardo en la retaguadia del bijū. Pero ni siquiera él tuvo más suerte. Una de sus cinco colas le arrolló antes de que pudiera hacer nada por evitarlo.
Quemaba. Todo su cuerpo ardía.
No comprendía lo que estaba pasando, pero ni siquiera era capaz de pensar en ello. Dolía, cada fibra de su ser se retorcía con aquella abrasadora sensación. No era fuego, de eso podía estar segura. Era como si estuviese respirando el vapor de una olla con agua en plena ebullición. Se estaba incinerando desde el interior. Y ni siquiera era capaz de moverse o gritar para pedir ayuda. Su cuerpo, simplemente, no respondía. Era como si estuviese encerrada en una armadura de piedra. En un contenedor atrapado en un furioso torbellino. Todo era caótico a su alrededor. No comprendía nada. El color rojo quemaba sus retinas a través de sus párpados.
Y ella misma se estaba quemando sin poder hacer nada por evitarlo.
El aullido del Gobi había acuchillado los cielos sin piedad. Era un grito increíblemente agudo, antinatural. Parecía surgido de la más aterradora de las pesadillas de los ciudadanos que sin duda se habrían despertado con el estruendo producido. Y era probable que para muchos de ellos aquella noche fuera así. O lo sería, si es que conseguían sobrevivir a aquella desenfrenada destrucción.
Cundió el pánico. Entre chillidos y sollozos de terror, la gente salía de sus casas simplemente con lo puesto, buscando salvar su vida frente al monstruo que acababa de aparecer en el centro de la aldea. Muchos se preguntaban dónde estaba el Morikage para defenderlos, muchos se preguntaban dónde estaban los ninjas... Pero su primera reacción fue la más lógica, y un mar de personas se dirigió hacia la única salida de la aldea: un puente de madera de unos cien metros de largo que salvaba la zanja en forma de precipicio que hasta el momento había sido su única defensa. Bastó un simple coletazo para hacerlo saltar por los aires. Ninguno de ellos llegaría al otro lado jamás. Los que no habían muerto aplastados habrían caído inevitablemente al mar que se extendía decenas de metros más abajo. Los únicos supervivientes, los que no habían llegado a poner un pie en el puente antes de su destrucción, se dispersaron entre nuevos chillidos cargados de horror.
Y mientras tanto, el Gobi contemplaba el hormiguero que discurría junto a sus pezuñas mientras apretaba las mandíbulas con una rabia que jamás había sentido. Porque era libre. Era lo que más anhelaba en el mundo. Pero seguía sintiéndolo clavado en su pecho como una dolorosa astilla. No era libre del todo. Aquel maldito sello seguía encadenándola a aquella condenada cría. Y no veía la manera de destruirlo de una buena vez.
—¡Vamos, niños! ¡Tenemos que irnos!
—¡PERO PAPÁ ESTABA EN EL PUENTE!! ¡Tenemos que...!
Un nuevo bramido, más desgarrador que el anterior, acuchilló el aire. Y un láser de energía arrasó con un nuevo pelotón de gente. Entre ellos, aquella madre desesperada y los dos niños a los que trataba de arrastrar consigo hacia la salvación inalcanzable. Todos ellos fueron, literalmente, desintegrados. Y la energía prendió un fuego que no tardó en avivarse al alimentarse de los cuerpos restantes, los árboles que usaron como chimeneas para ascender a lo más alto del bosque y las casas de madera que estaban dispersas por toda la villa. Pronto, toda Kusagakure estaba envuelta en llamas.
Enloquecido por el humo y el olor a quemado, el Gobi arrancó a correr de manera frenética. En su desenfrenado movimiento corneó uno de los dojos académicos, dos dojos, tres dojos... Al cuarto le lanzó un nuevo láser de energía que prendió un nuevo foco y el quinto lo derribó de otro coletazo sin dejar de rugir a su paso.
El infierno se había abierto en Kusagakure. Y no parecía haber manera de detenerlo.
—¡NO! Pobre Ieyasu... —se lamentó su compañero, algo más resguardo en la retaguadia del bijū. Pero ni siquiera él tuvo más suerte. Una de sus cinco colas le arrolló antes de que pudiera hacer nada por evitarlo.
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Quemaba. Todo su cuerpo ardía.
No comprendía lo que estaba pasando, pero ni siquiera era capaz de pensar en ello. Dolía, cada fibra de su ser se retorcía con aquella abrasadora sensación. No era fuego, de eso podía estar segura. Era como si estuviese respirando el vapor de una olla con agua en plena ebullición. Se estaba incinerando desde el interior. Y ni siquiera era capaz de moverse o gritar para pedir ayuda. Su cuerpo, simplemente, no respondía. Era como si estuviese encerrada en una armadura de piedra. En un contenedor atrapado en un furioso torbellino. Todo era caótico a su alrededor. No comprendía nada. El color rojo quemaba sus retinas a través de sus párpados.
Y ella misma se estaba quemando sin poder hacer nada por evitarlo.
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El aullido del Gobi había acuchillado los cielos sin piedad. Era un grito increíblemente agudo, antinatural. Parecía surgido de la más aterradora de las pesadillas de los ciudadanos que sin duda se habrían despertado con el estruendo producido. Y era probable que para muchos de ellos aquella noche fuera así. O lo sería, si es que conseguían sobrevivir a aquella desenfrenada destrucción.
Cundió el pánico. Entre chillidos y sollozos de terror, la gente salía de sus casas simplemente con lo puesto, buscando salvar su vida frente al monstruo que acababa de aparecer en el centro de la aldea. Muchos se preguntaban dónde estaba el Morikage para defenderlos, muchos se preguntaban dónde estaban los ninjas... Pero su primera reacción fue la más lógica, y un mar de personas se dirigió hacia la única salida de la aldea: un puente de madera de unos cien metros de largo que salvaba la zanja en forma de precipicio que hasta el momento había sido su única defensa. Bastó un simple coletazo para hacerlo saltar por los aires. Ninguno de ellos llegaría al otro lado jamás. Los que no habían muerto aplastados habrían caído inevitablemente al mar que se extendía decenas de metros más abajo. Los únicos supervivientes, los que no habían llegado a poner un pie en el puente antes de su destrucción, se dispersaron entre nuevos chillidos cargados de horror.
Y mientras tanto, el Gobi contemplaba el hormiguero que discurría junto a sus pezuñas mientras apretaba las mandíbulas con una rabia que jamás había sentido. Porque era libre. Era lo que más anhelaba en el mundo. Pero seguía sintiéndolo clavado en su pecho como una dolorosa astilla. No era libre del todo. Aquel maldito sello seguía encadenándola a aquella condenada cría. Y no veía la manera de destruirlo de una buena vez.
—¡Vamos, niños! ¡Tenemos que irnos!
—¡PERO PAPÁ ESTABA EN EL PUENTE!! ¡Tenemos que...!
Un nuevo bramido, más desgarrador que el anterior, acuchilló el aire. Y un láser de energía arrasó con un nuevo pelotón de gente. Entre ellos, aquella madre desesperada y los dos niños a los que trataba de arrastrar consigo hacia la salvación inalcanzable. Todos ellos fueron, literalmente, desintegrados. Y la energía prendió un fuego que no tardó en avivarse al alimentarse de los cuerpos restantes, los árboles que usaron como chimeneas para ascender a lo más alto del bosque y las casas de madera que estaban dispersas por toda la villa. Pronto, toda Kusagakure estaba envuelta en llamas.
Enloquecido por el humo y el olor a quemado, el Gobi arrancó a correr de manera frenética. En su desenfrenado movimiento corneó uno de los dojos académicos, dos dojos, tres dojos... Al cuarto le lanzó un nuevo láser de energía que prendió un nuevo foco y el quinto lo derribó de otro coletazo sin dejar de rugir a su paso.
El infierno se había abierto en Kusagakure. Y no parecía haber manera de detenerlo.