4/11/2018, 00:33
Sus manos encontraron la roca, de un color negruzco, quemado. Ayame frunció el ceño, con su interés aumentando exponencialmente por momentos. Si la roca estaba quemada, y estaba claro que las rocas no se derretían con el fuego, eso sólo dejaba opción a...
—Aotsuki Ayame. —La llamó una voz femenina. La de la mujer encapuchada—. Aotsuki Ayame. Siento molestarte, pero tengo cierto asunto que tratar contigo.
Insistía, pero Ayame, paralizada en el sitio como estaba, tardó algunos segundos en responder. Se reincorporó con cierta lentitud, su corazón galopante en el pecho y la adrenalina bombeando en su sangre. Alzó la cabeza lo justo para clavar los ojos en la mujer. Todo en ella era un continuo contraste: tez pálida como la nieve y ojos tan oscuros como el fondo del océano. No la conocía, eso era algo que tenía muy claro. Pero, de alguna manera, ella sí la conocía a ella. Y no era la única.
—¿Aotsuki-san? —preguntó el de Kusagakure, pero la otra le interpeló:
—Shinobi de Kusagakure, por favor, márchate. Quiero hablar en privado con ella.
Pero él, lejos de hacer caso, arrancó una nueva pregunta:
—Sois... ¿compañeras?
Ayame respiró hondo un par de veces e intentó inculcar a su voz una calma que estaba lejos de sentir. ¿La conocerían del examen de chuunin? Si ese era el caso, tampoco era buena señal.
—Os estáis confundiendo de persona —cortó, tajante.
Y su mente ya estaba barajando a toda velocidad todas las vías de escape que tenía: el agua, el cielo, el bosque...