4/11/2018, 12:21
Pero era inútil mantener aquella farsa. Aquella mujer sabía muy bien quién era en realidad, como si hubiera visto a través de su disfraz. ¿Pero cómo? Era la primera vez que salía de la aldea después de castigo, acababa de regresar de Tanzaku Gai de estar con Eri, y tanto a la ida como a la vuelta había guardado celosamente su identidad. ¿Cómo era posible? ¿Por qué la conocía? ¿Y qué intenciones tenía?
—¡Shinobi de Kusagakure! Si aprecias tu vida, te marcharás. Es mi último aviso —exclamó la desconocida, avanzando hacia ellos. Y Ayame tensó todos los músculos del cuerpo en respuesta cuando vio su mano derecha formular una larga secuencia de sellos a toda velocidad—. Aotsuki Ayame, libera lo que no es tuyo.
—¿Qué...? —balbuceó, confundida. Pero nunca llegó a terminar la frase.
Había esperado cualquier tipo de ataque ofensivo, pero no algo así. El suelo se escarchó de repente bajo sus pies y el ambiente a su alrededor se volvió gris y taciturno, como si hubiera perdido todo rastro de color. El frío del invierno se había visto opacado por uno aún más intenso que calaba como una garra a través de la ropa, haciéndola tiritar y castañear los dientes sin remedio, como si la Reina de las Nieves lo hubiese invocado. Pero había sido aquella desconocida, ella era la Reina de las nieves.
«Qué frío...»
En la misma mano de la Reina se materializó repentinamente una espada condensada a partir de la humedad del aire. Una espada que resplandecía con el color del hielo, pero que era negro como el ébano.
«Es Yuki... Como Kōri...» Pero aquel pensamiento no la animaba, más bien al contrario.
Porque aunque conocía muchas de sus técnicas, bien sabía y bien había experimentado en sus carnes una y otra vez que el agua no podía hacer nada frente al hielo. De hecho, era una de las cosas que podía apresarla.
Y el terror la invadió.
—Si no te resistes, esto será más fácil para todos.
—Para ti, querrás decir —replicó, obligándose a esbozar una sonrisa que no sentía—. Como que voy a dejar que me mates.
Sintió al muchacho de Kusagakure moverse cerca de ella, y entonces, como si alguien hubiera lanzado una bomba de humo, un vendaval cargado de polvo las envolvió. Ayame no perdió ni un solo instante. El shinobi le había brindado una oportunidad de oro y ella pensaba aprovecharla. Sólo esperaba que después de aquello decidiera huir. Se dejó ir hacia atrás. Se dejó caer por el borde, y la gravedad no tardó en tomarla y reclamar su cuerpo, haciéndola caer a toda velocidad hacia un suelo hambriento de su sangre que se acercaba a ella a toda velocidad. Pero Ayame giró sobre su propio eje en un tirabuzón para colocarse de cara al suelo, y tras entrelazar las manos en el sello del pájaro, una explosión de agua en su espalda arrancó la túnica de su cuerpo y la arrojó lejos de allí. No le importó perderla, en aquellos instantes era más importante no perder la vida. Ayame se apresuró en agitar sus alas de agua, frenar la caída y abalanzarse hacia el bosque para refugiarse entre sus árboles.
—¡Shinobi de Kusagakure! Si aprecias tu vida, te marcharás. Es mi último aviso —exclamó la desconocida, avanzando hacia ellos. Y Ayame tensó todos los músculos del cuerpo en respuesta cuando vio su mano derecha formular una larga secuencia de sellos a toda velocidad—. Aotsuki Ayame, libera lo que no es tuyo.
—¿Qué...? —balbuceó, confundida. Pero nunca llegó a terminar la frase.
Había esperado cualquier tipo de ataque ofensivo, pero no algo así. El suelo se escarchó de repente bajo sus pies y el ambiente a su alrededor se volvió gris y taciturno, como si hubiera perdido todo rastro de color. El frío del invierno se había visto opacado por uno aún más intenso que calaba como una garra a través de la ropa, haciéndola tiritar y castañear los dientes sin remedio, como si la Reina de las Nieves lo hubiese invocado. Pero había sido aquella desconocida, ella era la Reina de las nieves.
«Qué frío...»
En la misma mano de la Reina se materializó repentinamente una espada condensada a partir de la humedad del aire. Una espada que resplandecía con el color del hielo, pero que era negro como el ébano.
«Es Yuki... Como Kōri...» Pero aquel pensamiento no la animaba, más bien al contrario.
Porque aunque conocía muchas de sus técnicas, bien sabía y bien había experimentado en sus carnes una y otra vez que el agua no podía hacer nada frente al hielo. De hecho, era una de las cosas que podía apresarla.
Y el terror la invadió.
—Si no te resistes, esto será más fácil para todos.
—Para ti, querrás decir —replicó, obligándose a esbozar una sonrisa que no sentía—. Como que voy a dejar que me mates.
Sintió al muchacho de Kusagakure moverse cerca de ella, y entonces, como si alguien hubiera lanzado una bomba de humo, un vendaval cargado de polvo las envolvió. Ayame no perdió ni un solo instante. El shinobi le había brindado una oportunidad de oro y ella pensaba aprovecharla. Sólo esperaba que después de aquello decidiera huir. Se dejó ir hacia atrás. Se dejó caer por el borde, y la gravedad no tardó en tomarla y reclamar su cuerpo, haciéndola caer a toda velocidad hacia un suelo hambriento de su sangre que se acercaba a ella a toda velocidad. Pero Ayame giró sobre su propio eje en un tirabuzón para colocarse de cara al suelo, y tras entrelazar las manos en el sello del pájaro, una explosión de agua en su espalda arrancó la túnica de su cuerpo y la arrojó lejos de allí. No le importó perderla, en aquellos instantes era más importante no perder la vida. Ayame se apresuró en agitar sus alas de agua, frenar la caída y abalanzarse hacia el bosque para refugiarse entre sus árboles.