4/11/2018, 16:42
Lo primero que sintió fue la lluvia sobre su piel. Lluvia fina, débil, que acariciaba su cuerpo con delicadeza. Abrió los ojos y vio el cielo nublado por encima de su cabeza. Respiró, captando el olor húmedo del aire y la fragancia de la vegetación que la rodeaba. La fragancia de la libertad. Sin embargo, entrecerró los ojos con una extraña sensación y sacudió la cabeza mientras se reincorporaba. Se detuvo momentáneamente al sentir el dolor en su maltrecho, pequeño y débil cuerpo y se miró. Manos. Tenía manos. Y dos piernas. Y las heridas se cerraban y curaban a toda velocidad con un débil silbido. A su alrededor había bosque, pero no era aquel bosque de hojas caducas caídas sumido en un perpetuo atardecer al que estaba acostumbrada. Aunque también era cierto que conocía aquel sitio: Era el Valle del Fin, donde los humanos la habían destruido una vez.
—Bienvenida, Kokuō-sama.
Ella alzó la barbilla hacia su interlocutora. Una mujer pálida, de cabellos tan oscuros como sus ojos y como sus labios que vestía con una larga túnica blanca. No fue su presencia lo que llamó su atención, sino el sentimiento que la embargó cuando miró más allá de sus iris y se encontró con algo completamente inesperado.
Nueve.
«Con que aquí estabas.» Meditó, entrecerrando aún más los ojos.
En completo silencio, y sin aparente dificultad ante su nueva condición, Kokuō pasó por delante de la mujer sin prestarle demasiada atención, avanzó hasta la orilla del lago y se agachó para confirmar sus sospechas: Tal y como había temido, no había rastro de colas, ni de cascos, ni de cuernos, ni de pelaje. Era humana. Era una maldita humana. Y no una humana cualquiera. El rostro que le devolvía la mirada desde el agua era demasiado conocido para ella, pero al mismo tiempo era diferente. Era su propia captora, pero con una apariencia a la que no estaba acostumbrada a vislumbrar. Aunque seguía manteniendo aquella redondeada cara infantil, sus cabellos se habían vuelto albos con las puntas de crema, los ojos fría aguamarina en lugar de cálido chocolate y los párpados inferiores carmesíes. Era su propia apariencia mezclada con la de aquella chiquilla.
Y cuando cerró los ojos momentáneamente y miró hacia su interior...
—¿Qué significa esto? —habló, volviéndose hacia la mujer que guardaba en su interior al Nueve.
Al menos su voz seguía siendo la suya.
—Bienvenida, Kokuō-sama.
Ella alzó la barbilla hacia su interlocutora. Una mujer pálida, de cabellos tan oscuros como sus ojos y como sus labios que vestía con una larga túnica blanca. No fue su presencia lo que llamó su atención, sino el sentimiento que la embargó cuando miró más allá de sus iris y se encontró con algo completamente inesperado.
Nueve.
«Con que aquí estabas.» Meditó, entrecerrando aún más los ojos.
En completo silencio, y sin aparente dificultad ante su nueva condición, Kokuō pasó por delante de la mujer sin prestarle demasiada atención, avanzó hasta la orilla del lago y se agachó para confirmar sus sospechas: Tal y como había temido, no había rastro de colas, ni de cascos, ni de cuernos, ni de pelaje. Era humana. Era una maldita humana. Y no una humana cualquiera. El rostro que le devolvía la mirada desde el agua era demasiado conocido para ella, pero al mismo tiempo era diferente. Era su propia captora, pero con una apariencia a la que no estaba acostumbrada a vislumbrar. Aunque seguía manteniendo aquella redondeada cara infantil, sus cabellos se habían vuelto albos con las puntas de crema, los ojos fría aguamarina en lugar de cálido chocolate y los párpados inferiores carmesíes. Era su propia apariencia mezclada con la de aquella chiquilla.
Y cuando cerró los ojos momentáneamente y miró hacia su interior...
—¿Qué significa esto? —habló, volviéndose hacia la mujer que guardaba en su interior al Nueve.
Al menos su voz seguía siendo la suya.