4/11/2018, 23:08
(Última modificación: 4/11/2018, 23:38 por Aotsuki Ayame. Editado 3 veces en total.)
Otra vez la rabia en su gesto. Kurama terminó de bajar la mano y clavó la mirada de sus ojos del color de la sangre en el suelo.
—Hablas de lo mal que nos trataron los humanos, luego pasas a decir que contradigo a Padre porque quería que colaborásemos con ellos, y luego vuelves a decir que no colaborarás con ellos. Ni con tu hermano. Hmpf. —Se rascó la coronilla con impaciencia—. Eres ilógica, Kokuō. Pues bien, haz lo que te de la gana. Pronto, Oonindo será mío, estés a mi lado o no. Y descuida, no me arrepiento de haberte liberado. Seas una estúpida arrogante o no, sigues siendo hermana mía. Si cambias de opinión, nos encontrarás al norte del País de la Tormenta, más allá de la Cordillera Tsukima. Puedes preguntar por Meimei, en un pequeño hotel al norte de Yukio llamado Alba del Invierno.
Kokuō no respondió. Ni siquiera pestañeó cuando el cuerpo de Kuroyuki dio una brusca sacudida y cayó al suelo de espaldas entre aullidos de dolor, agarrándose la cabeza. El negro había vuelto a sus ojos. Nueve se había ido.
Y ella también lo hizo. Pasó de largo junto al cuerpo de Kuroyuki sin apenas dirigirle una mirada y, paso a paso, se internó en el bosque que rodeaba el Valle del Fin. Rodeada de árboles, con la lluvia cayendo sobre su rostro y sus cabellos, y el aire soplándole en las mejillas, el bijuu no pudo evitar sonreír. Era libre. Libre de nuevo y de forma definitiva. Siguiendo un impulso primario, echó a correr. Corrió tan rápido como le permitieron las jóvenes piernas del cuerpo que ahora habitaba, disfrutando del golpe del viento en sus cabellos, de la velocidad, de la tranquilidad que le inspiraba correr así. Hacía tanto que no podía correr...
Aquella voz la sacó de su éxtasis, obligándola a detenerse en seco. Con un quedo suspiro, Kokuō apoyó la espalda en el tronco de un árbol cercano y cerró los ojos.
Allí estaba ella. Acuclillada en aquella pequeña jaula de madera que apenas le dejaba sitio para moverse. Kokuō se acercó con lentitud, con sus cascos levantando las hojas caídas de otoño y sus cinco colas levantando remolinos libremente. No tardó en sentir su presencia, y cuando lo hizo la muchacha se reincorporó todo lo que aquel espacio le permitía y se lanzó contra los barrotes.
—¡Gobi! ¿Qué es esto? ¿Por qué...? ¿Por qué estoy aquí? —preguntaba Ayame, de forma lamentable. Tenía las mejillas enrojecidas y los ojos inundados.
Ante sus ojos de bijuu, aquella muchacha no era más que una hormiga. Una hormiga a la que podría aplastar con un solo soplido si lo deseaba... si no fuera porque, aunque se hubiera revertido, el sello seguía manteniéndolas a ambas con vida.
—¡Gobi!
—Mi nombre es Kokuō, no Gobi —replicó, irritada—. Me temo que por azares del destino hemos intercambiado los papeles, señorita.
Ella palideció, y sus ojos castaños se inundaron de lágrimas rápidamente.
—Qué... ¿Qué quieres decir...?
—Que, a partir de ahora, usted será la que se quede encerrada, y yo seré la que lleve las riendas de su cuerpo. Eso es lo que quiero decir.
—¿QUÉ? ¡NO! ¡NO ES VERDAD! ¡ESTÁS MINTIENDO! —aullaba, sacudiendo los barrotes. Como si eso fuera a bastar para liberarse. Ella lo sabía muy bien—. ¡SÁCAME DE AQUÍ AHORA MISMO!
Kokuō entrecerró los ojos y lanzó un resoplido a través de sus fosas nasales que agitó los cabellos y los ropajes de Ayame, quien, angustiada, se dejó caer al suelo entre resuellos.
—Me temo que eso no va a ser posible, señorita —concluyó, dándole la espalda para dar por concluida la conversación.
Pero aquella terca muchacha no iba a dejarla marchar así por las buenas.
—¡No quiero estar encerrada aquí!
Las escápulas de Kokuō se estremecieron en una carcajada. El bijuu volvió a darse la vuelta para encararla, y bajó el cuello para que sus rostros quedaran cara a cara.
—Yo tampoco quería estarlo, señorita. Y nadie me preguntó al respecto. Ahora sabe lo que se siente, ¿verdad? Sabe lo que se siente encerrada dentro de un cuerpo que no es el suyo, un cuerpo que no podrá controlar a su antojo. Ahora sabe lo que se siente al estar encerrado. Inmovilizado. Apresado. Subyugado. Lo siento, señorita. Esto no ha sido obra mía, pero pienso disfrutarlo como me merezco.
—No... por favor, no... —suplicó ella, entre más lágrimas—. Mi familia, mis amigos... Daruu-kun... Por favor, no me hagas esto. ¡Por favor, no me arrebates mi vida!
—Es lo que el destino ha querido. Este bosque y esta jaula serán tu vida ahora. —culminó, reincorporándose de nuevo para marcharse.
Ayame, desesperada, estiró el brazo a través de los barrotes, tratando de contenerla.
—¡Kokuō! ¡ESPER...!
Pero Kokuō se había marchado. Ayame lanzó un grito desgarrador. Agitó los barrotes. Los embistió. Los golpeó. Siguió chillando y llorando. Pero todo fue inútil. Al final se rindió y se dejó caer sobre el suelo entre continuos sollozos. Se había creído morir, pero lo que le acababa de pasar era mucho peor que eso. Acababa de perder su vida, su hogar, su familia, sus amigos... No le quedaba ya nada, sólo dejarse pudrir ahí dentro.
«Y yo que me juré que no volvería a controlarme...» Se lamentó, maldiciendo mil y una veces su cruel destino.
—Soy... Aotsuki Ayame... kunoichi de Amegakure... Fracaso de guardiana de Kokuō... —Ayame se mordió el labio inferior, con la congoja y la más absoluta tristeza quemando sus entrañas—. Papá... Kōri... Daruu...-kun...
Abrió de nuevo sus ojos aguamarina, de vuelta en el mundo real. Y ahora que había rechazado la oferta de su hermano, ¿qué iba a hacer?
Refugiarse en el bosque más alejado de la humanidad posible y vivir una vida pacífica era la opción más tentadora. Quizás podría viajar al País del Agua, su lugar de origen. Estando las aldeas en el continente, allí no habría muchos shinobi que pudieran descubrirla.
—Sin embargo... —musitó, dirigiendo la mirada de sus ojos hacia el sur.
—Hablas de lo mal que nos trataron los humanos, luego pasas a decir que contradigo a Padre porque quería que colaborásemos con ellos, y luego vuelves a decir que no colaborarás con ellos. Ni con tu hermano. Hmpf. —Se rascó la coronilla con impaciencia—. Eres ilógica, Kokuō. Pues bien, haz lo que te de la gana. Pronto, Oonindo será mío, estés a mi lado o no. Y descuida, no me arrepiento de haberte liberado. Seas una estúpida arrogante o no, sigues siendo hermana mía. Si cambias de opinión, nos encontrarás al norte del País de la Tormenta, más allá de la Cordillera Tsukima. Puedes preguntar por Meimei, en un pequeño hotel al norte de Yukio llamado Alba del Invierno.
Kokuō no respondió. Ni siquiera pestañeó cuando el cuerpo de Kuroyuki dio una brusca sacudida y cayó al suelo de espaldas entre aullidos de dolor, agarrándose la cabeza. El negro había vuelto a sus ojos. Nueve se había ido.
Y ella también lo hizo. Pasó de largo junto al cuerpo de Kuroyuki sin apenas dirigirle una mirada y, paso a paso, se internó en el bosque que rodeaba el Valle del Fin. Rodeada de árboles, con la lluvia cayendo sobre su rostro y sus cabellos, y el aire soplándole en las mejillas, el bijuu no pudo evitar sonreír. Era libre. Libre de nuevo y de forma definitiva. Siguiendo un impulso primario, echó a correr. Corrió tan rápido como le permitieron las jóvenes piernas del cuerpo que ahora habitaba, disfrutando del golpe del viento en sus cabellos, de la velocidad, de la tranquilidad que le inspiraba correr así. Hacía tanto que no podía correr...
«¿Q... qué es esto...?»
Aquella voz la sacó de su éxtasis, obligándola a detenerse en seco. Con un quedo suspiro, Kokuō apoyó la espalda en el tronco de un árbol cercano y cerró los ojos.
. . .
Allí estaba ella. Acuclillada en aquella pequeña jaula de madera que apenas le dejaba sitio para moverse. Kokuō se acercó con lentitud, con sus cascos levantando las hojas caídas de otoño y sus cinco colas levantando remolinos libremente. No tardó en sentir su presencia, y cuando lo hizo la muchacha se reincorporó todo lo que aquel espacio le permitía y se lanzó contra los barrotes.
—¡Gobi! ¿Qué es esto? ¿Por qué...? ¿Por qué estoy aquí? —preguntaba Ayame, de forma lamentable. Tenía las mejillas enrojecidas y los ojos inundados.
Ante sus ojos de bijuu, aquella muchacha no era más que una hormiga. Una hormiga a la que podría aplastar con un solo soplido si lo deseaba... si no fuera porque, aunque se hubiera revertido, el sello seguía manteniéndolas a ambas con vida.
—¡Gobi!
—Mi nombre es Kokuō, no Gobi —replicó, irritada—. Me temo que por azares del destino hemos intercambiado los papeles, señorita.
Ella palideció, y sus ojos castaños se inundaron de lágrimas rápidamente.
—Qué... ¿Qué quieres decir...?
—Que, a partir de ahora, usted será la que se quede encerrada, y yo seré la que lleve las riendas de su cuerpo. Eso es lo que quiero decir.
—¿QUÉ? ¡NO! ¡NO ES VERDAD! ¡ESTÁS MINTIENDO! —aullaba, sacudiendo los barrotes. Como si eso fuera a bastar para liberarse. Ella lo sabía muy bien—. ¡SÁCAME DE AQUÍ AHORA MISMO!
Kokuō entrecerró los ojos y lanzó un resoplido a través de sus fosas nasales que agitó los cabellos y los ropajes de Ayame, quien, angustiada, se dejó caer al suelo entre resuellos.
—Me temo que eso no va a ser posible, señorita —concluyó, dándole la espalda para dar por concluida la conversación.
Pero aquella terca muchacha no iba a dejarla marchar así por las buenas.
—¡No quiero estar encerrada aquí!
Las escápulas de Kokuō se estremecieron en una carcajada. El bijuu volvió a darse la vuelta para encararla, y bajó el cuello para que sus rostros quedaran cara a cara.
—Yo tampoco quería estarlo, señorita. Y nadie me preguntó al respecto. Ahora sabe lo que se siente, ¿verdad? Sabe lo que se siente encerrada dentro de un cuerpo que no es el suyo, un cuerpo que no podrá controlar a su antojo. Ahora sabe lo que se siente al estar encerrado. Inmovilizado. Apresado. Subyugado. Lo siento, señorita. Esto no ha sido obra mía, pero pienso disfrutarlo como me merezco.
—No... por favor, no... —suplicó ella, entre más lágrimas—. Mi familia, mis amigos... Daruu-kun... Por favor, no me hagas esto. ¡Por favor, no me arrebates mi vida!
—Es lo que el destino ha querido. Este bosque y esta jaula serán tu vida ahora. —culminó, reincorporándose de nuevo para marcharse.
Ayame, desesperada, estiró el brazo a través de los barrotes, tratando de contenerla.
—¡Kokuō! ¡ESPER...!
Pero Kokuō se había marchado. Ayame lanzó un grito desgarrador. Agitó los barrotes. Los embistió. Los golpeó. Siguió chillando y llorando. Pero todo fue inútil. Al final se rindió y se dejó caer sobre el suelo entre continuos sollozos. Se había creído morir, pero lo que le acababa de pasar era mucho peor que eso. Acababa de perder su vida, su hogar, su familia, sus amigos... No le quedaba ya nada, sólo dejarse pudrir ahí dentro.
«Y yo que me juré que no volvería a controlarme...» Se lamentó, maldiciendo mil y una veces su cruel destino.
—Soy... Aotsuki Ayame... kunoichi de Amegakure... Fracaso de guardiana de Kokuō... —Ayame se mordió el labio inferior, con la congoja y la más absoluta tristeza quemando sus entrañas—. Papá... Kōri... Daruu...-kun...
. . .
Abrió de nuevo sus ojos aguamarina, de vuelta en el mundo real. Y ahora que había rechazado la oferta de su hermano, ¿qué iba a hacer?
Refugiarse en el bosque más alejado de la humanidad posible y vivir una vida pacífica era la opción más tentadora. Quizás podría viajar al País del Agua, su lugar de origen. Estando las aldeas en el continente, allí no habría muchos shinobi que pudieran descubrirla.
—Sin embargo... —musitó, dirigiendo la mirada de sus ojos hacia el sur.