20/11/2018, 01:14
«Ni se te ocurra salir así a la calle.»
Kokuō ignoró deliberadamente la voz irritada de Ayame y ultimó los detalles en su peinado.
«¡Te lo advierto! Ni-Se-Te-Ocurra.»
—¿Y si no qué va a hacer, señorita? —terminó por ceder, irritada ante la insistencia de la muchacha—. Le recuerdo que este ya no es su cuerpo.
«Te pienso dar la tabarra todo el maldito día. ¡Gritaré todo el rato, hasta que te duela la cabeza! ¡Y sigue siendo mi cuerpo, por mucho que ahora tú lo controles! ¡Así que quítate eso ahora mismo!»
Cuatro coletas, ni más ni menos. Ni una. Ni dos. Ni tres. Cuatro. Kokuō se había peinado el pelo con cuatro malditas coletas que ahora caían hacia la parte posterior de su cabeza, como una burda imitación de sus cuernos perdidos. Y no le decía nada de la ropa porque ya era un caso perdido: había sustituido la habitual indumentaria de Ayame por un kimono blanco de mangas largas y amplias y rebordes de color crema, ceñido a la cintura por un cinturón rojo, y, cubriendo sus piernas, una falda larga dividida en cinco pliegues (tres por detrás y dos por delante) que quedaban por encima de unos shorts también de color crema.¡Pero las coletas no iba a consentirlas!
—Ah, ¿que iba a gritar más de lo normal? —Pero Kokuō terminó por resoplar, rendida ante la obstinación de Ayame y deshizo el peinado, liberando los largos cabellos níveos sobre sus hombros y su espalda.
Ayame debía haberse dado por satisfecha, porque no respondió más. Tras ultimar los detalles, Kokuō se separó del espejo y salió de la habitación. Bajó las escaleras, hasta la recepción de La Hoja Roja y tras una educada despedida dejó la llave de la habitación en la que se había estado hospedando y salió de la posada de camino al puerto.
Había pasado casi una semana desde lo ocurrido en el Valle del Fin y desde su encuentro con Datsue y Juro en el Bosque de Hongos del País de los Bosques. Después de huir precipitadamente para no ser capturada de nuevo, Kokuō había estado viajando de forma incansable hacia el este. El bosque enseguida se dispersó para dar lugar a los Arrozales del Silencio, y fue allí donde se dio de bruces con la realidad. Si quería llegar a su destino, tendría que tomar un barco. Cruzar las aguas andando o volando no era una opción, aquel débil cuerpo humano no soportaría una esfuerzo así. Ni siquiera nadando en su medio natural como Hōzuki que era. Así que su viaje se vio desviado hacia el sur, para adentrarse en el País de los Remolinos y desde ahí hasta Yamiria y después las Islas del Té, donde se encontraba ahora. Las primeras noches fueron las peores que había pasado nunca. En el silencio y la oscuridad, los fantasmas abundaban e invadían las mentes. Y Ayame no dejaba de llorar. Rendida a su destino a aquellas alturas, ya había dejado de suplicarle que la liberara y la dejara volver a Amegakure, pero Kokuō seguía escuchando sus silenciosos sollozos. Y ella era incapaz de descansar.
Era difícil pensar que aquella débil criatura era la misma criatura que la irritaba tanto en cuanto salía el sol.