25/11/2018, 13:14
Reika no volvió a responder a su contestación, y Kokuō lo tomó como carta blanca para poder marcharse al fin. Con una última inclinación de cabeza, el Bijū con forma humana giró sobre sus talones y comenzó a andar calle abajo.
«¡NO, NO, NO! ¡Kokuō, por favor, déjame hablar con ella! ¡Tengo que...!»
«No.» La interrumpió, tan cortante como el filo de una katana, y Ayame calló con una exclamación ahogada. «Es hora de que vaya aceptando que ya no pertenece a ese mundo, señorita. Ya no es una kunoichi de Amegakure.»
«¿Y qué soy entonces? ¿Tu prisionera...?»
Kokuō esbozó una sonrisa triste.
«Irónico, ¿verdad?»
El Bijū siguió calle abajo, con sus pasos resonando quedamente sobre el enlosado. Junto a ella pasaban multitud de personas, muchas de ellas con bolsas repletas de compras (en su mayoría de tiendas de té y de la lonja que se encontraba junto al puerto), pero ninguna de ellas parecía reparar en ella. Y los que la miraban, curiosos, abandonaban su interés al cabo de unos pocos segundos. Para sus adentros, Kokuō no pudo evitar reparar en lo curioso de la situación. Si una sola de aquellas personas supiera siquiera que estaba compartiendo calle con una de esas terribles Bestias con Colas que tanto odiaban y temían...
Llegó al puerto pocos minutos después, sin detenerse un instante siquiera a cotillear los escaparates de las tiendas que la rodeaban. Se trataba de una zona completamente llana, asfaltada, y repleta de diques paralelos que se adentraban en el mar y daban acceso a los diferentes barcos atracados allí. Había navíos de todas las clases, desde los pequeños botes que los pescadores más humildes utilizaban para faenar, hasta enormes cruceros que rivalizaban en tamaño con cualquier Bijū. A ojos de Kokuō, no eran más que colosales bestias de metal que no deberían poder flotar siquiera. Pero eran el único método de transporte que le permitiría llegar a su destino. Más allá, frente a un edificio de una sola planta y grandes dimensiones se formaba una cola inmensa. Por encima del constante murmullo de la gente pudo escuchar con claridad a los pescadores ofreciendo a los posibles clientes que se acercaran los productos más frescos a grito pelado. Kokuō lo ignoró, y tras mirar a su alrededor comenzó a pasearse por el puerto y se dirigió hacia los barcos más grandes que avistó.
—Disculpe, señor —le habló a un hombre de avanzada edad, barba negra como el carbón salpicada por las canas y barriga prominente—. ¿Cuál es el barco que viaja hasta el País del Agua?
El hombre señaló uno de los barcos más grandes, de varias platas de altura y dos chimeneas que expulsaban volutas de humo negro. En las paredes laterales llevaba grabado, en grande y en color azul, el kanji "agua".
—Es ese de ahí, niña, pero no va a salir hasta dentro de una hora. ¡Has llegado demasiado pronto!
Tal y como le habían advertido. Kokuō torció el gesto ligeramente, pero inclinó la cabeza respetuosamente.
—No importa. Muchas gracias.
Y así, el Bijū terminó por dirigirse hasta un montón de cajas vacías que había cerca de allí y se sentó sobre una de las más altas.