26/11/2018, 19:36
Kokuō disfrutaba de la tranquilidad con los ojos perdidos en el horizonte. El azul claro del cielo seguía diferenciándose del azul del océano, más oscuro, casi aguamarina. El sonido de las olas rompiendo contra los diques llenaba sus oídos y aquella banda sonora quedaba completa con los chillidos de las gaviotas, que volaban de aquí para allá, buscando cómo robar los peces a algún pescador. Muchos de ellos trataban de defenderse con absurdos aspavientos, y las gaviotas parecían reírse de ellos con sus graznidos burlones y aleteando por encima de sus cabezas, y alguno llegó incluso a tomar una manguera para ahuyentar a las aves a base de chorros de agua. Kokuō entrecerró los ojos, perdida en su paz interior.
Podría quedarse allí eternamente, si no fuera porque...
—¿Hay una buena vista desde allí?
Los humanos. Siempre los humanos.
«Ya no.» Le habría gustado decir en voz alta, pero en lugar de eso tuvo que contentarse con cerrar los ojos momentáneamente y lanzar un largo suspiro.
—Agua. Mucho agua —respondió en su lugar, volviéndose hacia la muchacha que le había hablado.
No la conocía, y el hecho de que no fuera otra kunoichi de Amegakure como la anterior la relajó un tanto. Era una muchacha algo más alta que ella y de cara más bien bonita. Su cabello oscuro, largo hasta casi la mitad de la espalda y recogido en una coleta alta, contrastaba con la palidez de su piel, y llevaba un par de mechones teñidos de azul marino que caían a ambos lados de su rostro. Vestía con una capa de color azul celeste que cubría su cuerpo y al mismo tiempo la protegía del frío del invierno; sin embargo, lo más llamativo de aquella muchacha eran los extraños pasadores que llevaba a ambos lados de la cabeza: con forma de huesos esqueléticos humanos.
«Qué gustos más raros tenéis los humanos.»
La muchacha además cargaba con una bolsa que parecía contener una gran cantidad de paquetes, quizás similares al que llevaba en su mano libre y de donde extraía unos extraños palitos que mordisqueaba.
Lloriqueaba Ayame.
Podría quedarse allí eternamente, si no fuera porque...
—¿Hay una buena vista desde allí?
Los humanos. Siempre los humanos.
«Ya no.» Le habría gustado decir en voz alta, pero en lugar de eso tuvo que contentarse con cerrar los ojos momentáneamente y lanzar un largo suspiro.
—Agua. Mucho agua —respondió en su lugar, volviéndose hacia la muchacha que le había hablado.
No la conocía, y el hecho de que no fuera otra kunoichi de Amegakure como la anterior la relajó un tanto. Era una muchacha algo más alta que ella y de cara más bien bonita. Su cabello oscuro, largo hasta casi la mitad de la espalda y recogido en una coleta alta, contrastaba con la palidez de su piel, y llevaba un par de mechones teñidos de azul marino que caían a ambos lados de su rostro. Vestía con una capa de color azul celeste que cubría su cuerpo y al mismo tiempo la protegía del frío del invierno; sin embargo, lo más llamativo de aquella muchacha eran los extraños pasadores que llevaba a ambos lados de la cabeza: con forma de huesos esqueléticos humanos.
«Qué gustos más raros tenéis los humanos.»
«¡Eh, que a mí no me gusta el estilo gótico!»
La muchacha además cargaba con una bolsa que parecía contener una gran cantidad de paquetes, quizás similares al que llevaba en su mano libre y de donde extraía unos extraños palitos que mordisqueaba.
«Me encantan esos palitos...»
Lloriqueaba Ayame.