4/02/2019, 19:25
«Lo suyo es puro masoquismo, señorita.»
Ayame no pudo evitar sobresaltarse, aunque lo cierto era que ya debería estar acostumbrada a las puntuales y fugaces intervenciones de Kokuō.
—¿Ocurre algo? —le preguntó Kōri, pero ella negó enérgicamente con la cabeza.
—No. Nada. Me había parecido escuchar algo, pero ha debido ser una ardilla...
«No puedo quitarte la razón, pero... necesitaba venir.» Le respondió al fin al Bijū, para sus adentros. Suspiró. Aquello de comunicarse por dos vías diferentes podía resultar terriblemente caótico a veces. Y más si además debía mantener en secreto su relación con el Bijū. Sólo esperaba no equivocarse y responder en voz alta algo que pretendiera dirigirle a Kokuō, o en pensamientos a una persona.
Desde que se había enterado de que la estatua de Sumizu Kouta había sido al fin reparada había deseado acudir a aquel lugar para contemplar el resultado. Aunque no era la única razón, pero eso era algo que jamás admitiría en voz alta. Y, pese a todo, su corazón se estremecía de terror con cada paso que daba. Por supuesto, a su padre no le había hecho ninguna gracia cuando le expresó su deseo, y se negó en redondo a que Ayame abandonara la aldea y acudiera precisamente al lugar donde le habían revertido el sellado sin la compañía de su hermano mayor. Ella no se negó, de hecho se sentía más segura si alguien la acompañaba. No era algo que hubiera confesado en voz alta, pero le aterraba la idea de alejarse sola de su hogar y que volviera a aparecer uno de aquellos Generales frente a sus narices.
No tardaron mucho más en llegar. Las eternas llanuras de las Tierras de la Llovizna se abrieron de repente a la base de unos escarpados acantilados y las tres estatuas de los tres Kage que se alzaban sobre las aguas del lago les dieron la bienvenida. Pero Ayame cerró los ojos con un terrible estremecimiento y a duras penas consiguió reprimir las lágrimas. Sus ojos, húmedos se alzaron hacia la silueta de Sumizu Kouta, el primer Arashikage de Amegakure, y repararon en su cabeza ya reconstruida. Pero lo que Ayame estaba viendo era otra cosa. Su mente, incapaz de estarse quieta, rememoraba el momento en el que se había encontrado con Kuroyuki en aquel mismo lugar. Y se echó a temblar sin poder evitarlo.
Kōri debió percibir sus sentimientos, porque apoyó la mano sobre su hombro y lo apretó con gentileza.
—¿Fue aquí?
Ella asintió, sin palabras.
Los gélidos de Kōri destellaron apenas un instante.
—Ya pasó. Lo importante ahora es que nos fortalezcamos para que algo así no vuelva a pasar.
—Sí...
Ayame desvió la mirada de la estatua y la devolvió al suelo. Y se sorprendió al descubrir que no estaban solos. Cerca de la orilla del lago un muchacho yacía tumbado sobre la hierba. Desde su posición le costó algunos instantes, pero aquella trenza rubia y aquella combinación de ropas negras y rojas eran inconfundibles...
—¿Cota-san?