1/05/2019, 12:48
Ayame saltó un pilar derrumbado y aterrizó con suavidad sobre un lecho de hojas que la recibieron con un ligero crujido. Acalorada, la kunoichi levantó el antebrazo y se limpió el sudor que comenzaba a perlar su frente antes de pegarle tres buenos tragos a la cantimplora que llevaba consigo. El agua comenzaba a calentarse, pero poco le importó en aquellos instantes. El calor del verano comenzaba a resultar asfixiante, aún más tan lejos de su país natal y en aquel lugar tan húmedo y lleno de vegetación, donde se pegaba a la piel y la obligaba a sudar sin ningún tipo de compasión.
—Después de esto voy a necesitar un buen baño... —resopló, antes de volver a colgarse la cantimplora y echar a caminar de nuevo.
La luz del sol se filtraba entre delicados haces que sorteaban las ramas altas de los árboles del bosque y los arcos de piedra semiderruídos que se extendían por encima de su cabeza. Bajo sus pies, las hojas y las hierbas se entremezclaban con adoquines sueltos y tierra desmenuzada. Escombros, paredes prácticamente derrumbadas y columnas tumbadas complementaban el escenario. Lo que en antaño debía haber sido un esplendoroso templo, ahora no quedaba de él más que unas tristes ruinas que la naturaleza no había tardado en reclamar como suyas. Incluso las hiedras habían colonizado las pocas piedras que habían logrado sobrevivir y seguían alzándose victoriosas y ahora las habían esclavizado para utilizarlas como escalas para ascender a lo más alto, buscando aquella preciada luz que necesitaban para sobrevivir.
Ayame se adelantó, evitando varios obstáculos por el camino y se plantó frente a la pared del fondo, detrás de un altar de piedra resquebrajado. Milagrosamente, una buena parte de ella había sobrevivido al paso del tiempo y aún se adivinaba entre sus cimientos los trazos de unos dibujos tan antiguos como misteriosos: LO que parecían ser unos extraños animales desfigurados le devolvieron una emborronada mirada.
—¿Crees que son...?
Respondió la voz de Kokuō desde su interior. Y Ayame ladeó la cabeza, estudiando con cuidado aquellos extraños garabatos, en los que las formas quedaban desdibujadas y los rasgos completamente irreconocibles.
—Después de esto voy a necesitar un buen baño... —resopló, antes de volver a colgarse la cantimplora y echar a caminar de nuevo.
La luz del sol se filtraba entre delicados haces que sorteaban las ramas altas de los árboles del bosque y los arcos de piedra semiderruídos que se extendían por encima de su cabeza. Bajo sus pies, las hojas y las hierbas se entremezclaban con adoquines sueltos y tierra desmenuzada. Escombros, paredes prácticamente derrumbadas y columnas tumbadas complementaban el escenario. Lo que en antaño debía haber sido un esplendoroso templo, ahora no quedaba de él más que unas tristes ruinas que la naturaleza no había tardado en reclamar como suyas. Incluso las hiedras habían colonizado las pocas piedras que habían logrado sobrevivir y seguían alzándose victoriosas y ahora las habían esclavizado para utilizarlas como escalas para ascender a lo más alto, buscando aquella preciada luz que necesitaban para sobrevivir.
Ayame se adelantó, evitando varios obstáculos por el camino y se plantó frente a la pared del fondo, detrás de un altar de piedra resquebrajado. Milagrosamente, una buena parte de ella había sobrevivido al paso del tiempo y aún se adivinaba entre sus cimientos los trazos de unos dibujos tan antiguos como misteriosos: LO que parecían ser unos extraños animales desfigurados le devolvieron una emborronada mirada.
—¿Crees que son...?
«Si lo son, esos humanos no tenían ningún sentido de lo artístico.»
Respondió la voz de Kokuō desde su interior. Y Ayame ladeó la cabeza, estudiando con cuidado aquellos extraños garabatos, en los que las formas quedaban desdibujadas y los rasgos completamente irreconocibles.