1/05/2019, 21:27
Yota y Daigo abandonaron el callejón dejando allí al sicario Ushi, inmovilizado por la baba pegajosa del arácnido que pronto comenzaría a perder consistencia. Los ojos del Toro observaba el papel que este ninja le había pegado con una mezcla de miedo y confusión; no sabía qué hacía —no tenía un extenso conocimiento del arsenal shinobi, después de todo— pero intuía que no le aguardaba nada bueno. Con sus brazos gruesos y fornidos trataba de liberarse, ignorante de lo que ocurriría si lo conseguía. Por un momento notó cómo aquella plasta viscosa iba cediendo, y jubiloso, redobló sus esfuerzos. Pobre diablo.
Cuando ambos kusajin habían doblado la esquina...
La explosión se sucedió al otro lado, dejando tras de sí una fina estela de humo y a un sicario probablemente malherido. Sin embargo, si los kusajin buscaban en los alrededores —desentendiéndose de Ushi—, no hallarían rastro alguno del Toro. Lo que sí encontrarían...
Lo que sí encontrarían sería a una auténtica hueste de sicarios, a simple vista media docena, encabezados por Ashi. El Junco alzó un dedo acusador desde el otro lado de la calleja nada más verles, advirtiendo al resto de sus compadres, y luego vociferó con aquella voz tan intensamente aguda suya.
—¡Ahí están! ¡Hijos de puta, ¿qué coño habéis hecho con Ushi?!
El resto de los sicarios les lanzaron miradas poco amistosas y se prepararon para pelear. Eran seis —sin contar con Ashi—, y llevaban en sus manos armas propias de los bajos fondos, como cachiporras, cuchillos, wakizashi y otros artilugios que les permitían ejercer su trabajo con cuanta dignidad y eficacia podían.
Cuando ambos kusajin habían doblado la esquina...
¡BOOM!
La explosión se sucedió al otro lado, dejando tras de sí una fina estela de humo y a un sicario probablemente malherido. Sin embargo, si los kusajin buscaban en los alrededores —desentendiéndose de Ushi—, no hallarían rastro alguno del Toro. Lo que sí encontrarían...
Lo que sí encontrarían sería a una auténtica hueste de sicarios, a simple vista media docena, encabezados por Ashi. El Junco alzó un dedo acusador desde el otro lado de la calleja nada más verles, advirtiendo al resto de sus compadres, y luego vociferó con aquella voz tan intensamente aguda suya.
—¡Ahí están! ¡Hijos de puta, ¿qué coño habéis hecho con Ushi?!
El resto de los sicarios les lanzaron miradas poco amistosas y se prepararon para pelear. Eran seis —sin contar con Ashi—, y llevaban en sus manos armas propias de los bajos fondos, como cachiporras, cuchillos, wakizashi y otros artilugios que les permitían ejercer su trabajo con cuanta dignidad y eficacia podían.