7/05/2019, 00:22
—Ya lo sé, ya lo sé —respondió Yota, intentando recobrar la calma perdida—. Pero la puta araña esta del demonio aún no ha entendido que hay unos locos atrapabijuus que quieren dominar el mundo.
Ayame lanzó un largo y prolongado suspiro. Sin embargo, si creían que la tormenta ya había pasado, estaban todos muy equivocados. Incluida la araña, que no tuvo otra idea que la de saltar repentinamente desde su posición hasta el pecho de Ayame. La muchacha, que se había quedado rígida como una tabla y pálida como la luna, ni siquiera pudo responder a las últimas palabras de Kumopansa, ni de reprenderla porque la hubiese vuelto a llamar jinchuuriki. Ella no le tenía miedo a los bichos como otras personas, era cierto, pero aquella araña seguía midiendo sus generosos treinta centímetros. Una araña con ocho patas, armadura de dura quitina y ojos compuestos que parecían seguirte allá donde miraras. Una araña que distaba mucho de ser un perrito pese a querer comportarse como tal. Con los pelos de punta, Ayame dio un paso hacia atrás y su cuerpo chocó contra el altar casi derrumbado, que pareció hundirse aún más en el suelo.
—¿Has o...?
Pero la pregunta no llegó a ser formulada. El suelo se había abierto bajo sus pies, y antes de que pudieran comprender qué era lo que estaba pasando, la gravedad tiró de ellos hacia abajo y la tierra se los tragó. Y cayeron. Ayame gritó presa del pánico. Bajo sus pies una luz anaranjada ondulaba sutilmente y la muchacha cayó y preparó su cuerpo para el impacto.
El agua la engulló, y ella se hizo una con ella. No tardó en recuperar su forma corpórea, sin embargo, y pataleó y braceó hasta subir a la superficie.
—¡¿Yota?! ¿¡Arañita!? —gritó, y su voz se hizo eco entre las rocas de la caverna en la que habían caído—. ¿Estáis bien?
Un lago en miniatura había sido lo que había frenado su caída, pero si miraban hacia arriba se darían cuenta de que el mismo agujero por el que habían caído, allá a una decena de metros por encima de sus cabezas, se había vuelto a sellar en cuestión de segundos con una nueva trampilla de tierra. Ahora se encontraban en una especie de pozo de paredes verticales de roca con una única salida: un pasillo que serpenteaba más allá del agua, iluminado por varias toscas antorchas que pendían de las paredes.
Ayame lanzó un largo y prolongado suspiro. Sin embargo, si creían que la tormenta ya había pasado, estaban todos muy equivocados. Incluida la araña, que no tuvo otra idea que la de saltar repentinamente desde su posición hasta el pecho de Ayame. La muchacha, que se había quedado rígida como una tabla y pálida como la luna, ni siquiera pudo responder a las últimas palabras de Kumopansa, ni de reprenderla porque la hubiese vuelto a llamar jinchuuriki. Ella no le tenía miedo a los bichos como otras personas, era cierto, pero aquella araña seguía midiendo sus generosos treinta centímetros. Una araña con ocho patas, armadura de dura quitina y ojos compuestos que parecían seguirte allá donde miraras. Una araña que distaba mucho de ser un perrito pese a querer comportarse como tal. Con los pelos de punta, Ayame dio un paso hacia atrás y su cuerpo chocó contra el altar casi derrumbado, que pareció hundirse aún más en el suelo.
Click.
—¿Has o...?
Pero la pregunta no llegó a ser formulada. El suelo se había abierto bajo sus pies, y antes de que pudieran comprender qué era lo que estaba pasando, la gravedad tiró de ellos hacia abajo y la tierra se los tragó. Y cayeron. Ayame gritó presa del pánico. Bajo sus pies una luz anaranjada ondulaba sutilmente y la muchacha cayó y preparó su cuerpo para el impacto.
CHOOOOOOOOOOOOOOOOOFFFFF
El agua la engulló, y ella se hizo una con ella. No tardó en recuperar su forma corpórea, sin embargo, y pataleó y braceó hasta subir a la superficie.
—¡¿Yota?! ¿¡Arañita!? —gritó, y su voz se hizo eco entre las rocas de la caverna en la que habían caído—. ¿Estáis bien?
Un lago en miniatura había sido lo que había frenado su caída, pero si miraban hacia arriba se darían cuenta de que el mismo agujero por el que habían caído, allá a una decena de metros por encima de sus cabezas, se había vuelto a sellar en cuestión de segundos con una nueva trampilla de tierra. Ahora se encontraban en una especie de pozo de paredes verticales de roca con una única salida: un pasillo que serpenteaba más allá del agua, iluminado por varias toscas antorchas que pendían de las paredes.