16/05/2019, 07:39
—Ir a ciegas y meterme en problemas raros ya es costumbre para mí...— Sonrió y se encogió de hombros ante el planteamiento del renegado. —Andando— Confirmó sus intenciones.
A mitad del pueblo, encontrarían una abarrotería regida por una anciana en miniatura de kimono rosa y verde. "¿Soy yo o hay demasiados ancianos por aquí? Podría jurar que la mitad de la población tiene más de cincuenta años." Quizás era producto de su imaginación, aunque cabía destacar que salvo Kiyoshi, Ōkawa y la niña del restaurante, no parecían haber más menores de edad en el pueblo tampoco. ¿Por qué? "No es momento para preocuparse por eso ahora." No, no lo era.
La abarrotería era enorme, teniendo latas, conservas secas, envasados. Bastante bien surtida para estar en un lugar aislado cabe decir. "¡Ahhhhhh! Quizás aquí pueda conseguir de esas barritas que Sagisō me regaló aquella vez." En Amegakure no había tenido suerte de conseguir. Ojearía de arriba a abajo el local, encontrando su pequeño capricho en un estante solitario. Y sin embargo, notaría que también tenían algunas figuritas que se asemejaban a las estatuas de los monjes que estaban desperdigadas por el camino.
—Ah, que buen ojito, jovencito— Se acercó la ancianita de lentes, la cuál no medía más de metro con cincuenta, peinada con un sólo moño que retenía sus cabellos. —Son recuerditos de Murasame, aunque tenemos muy pocos turistas. ¡Llévate ambas! ¡Los monjes de la protección y la destrucción! Te augurarán un buen futuro— Hablaba con voz de charlatana.
—¿Qué?— Abrió un ojo y alzó la ceja.
—Ellos no siempre fueron monjes, fueron dos ninjas que llegaron hace años a Murasame en búsqueda de la sabiduría de la Undécima Itako, hace ya casi setenta años. Se decía que uno podía hacer florecer la vida del bosque tras sus pasos, y el otro destruir todo delante de él abriendo la brecha a los infiernos en el suelo. Arrepentidos de sus pecados cometidos, buscaron a la Undécima para preguntarle si el Gran Yama les abriría las puertas al paraíso. Ella, les dijo que sus crímenes eran tan graves, que no les sería permitido el perdón, por usar un don de sangre para herir a los demas. En su lugar, les ofreció una alternativa: Que sus cuerpos mortales se quedaran en el mundo terrenal, sirviendo como sus escoltas, para que así sus almas, libres de la tentación de los poderes con los que fueron condenados, finalmente ascendieran como heraldos del Gran Yama. En el templo de la montaña Murasame, yacen aún las dos estatuas originales que representan a los monjes ascendidos, pero sólo pueden verse si se desea venerar la tumba de...
—Ah sí, muy buena historia. ¿Cuanto por las barritas?— cortó de golpe el genin. "Mierda, si no la freno ahora me va a retener aquí durante horas. Suspiró.
—Oh, bueno, cinco cada un- se cortó de nuevo cuando el niño le dejó el billete en mano.
—Acá tiene, muchas gracias...— Se alejó para acercarse donde Akame estuviese. —Pst— Le pasaría un único billete mientras susurraba. —Si puedes, guarda un poco, que me estoy quedando ya en la ruina... Iré a dar una ronda con el pueblo para ir esparciendo poco a poco el rumor. Nos vemos a la noche en el hotel— se iría corriendo.
A mitad del pueblo, encontrarían una abarrotería regida por una anciana en miniatura de kimono rosa y verde. "¿Soy yo o hay demasiados ancianos por aquí? Podría jurar que la mitad de la población tiene más de cincuenta años." Quizás era producto de su imaginación, aunque cabía destacar que salvo Kiyoshi, Ōkawa y la niña del restaurante, no parecían haber más menores de edad en el pueblo tampoco. ¿Por qué? "No es momento para preocuparse por eso ahora." No, no lo era.
La abarrotería era enorme, teniendo latas, conservas secas, envasados. Bastante bien surtida para estar en un lugar aislado cabe decir. "¡Ahhhhhh! Quizás aquí pueda conseguir de esas barritas que Sagisō me regaló aquella vez." En Amegakure no había tenido suerte de conseguir. Ojearía de arriba a abajo el local, encontrando su pequeño capricho en un estante solitario. Y sin embargo, notaría que también tenían algunas figuritas que se asemejaban a las estatuas de los monjes que estaban desperdigadas por el camino.
—Ah, que buen ojito, jovencito— Se acercó la ancianita de lentes, la cuál no medía más de metro con cincuenta, peinada con un sólo moño que retenía sus cabellos. —Son recuerditos de Murasame, aunque tenemos muy pocos turistas. ¡Llévate ambas! ¡Los monjes de la protección y la destrucción! Te augurarán un buen futuro— Hablaba con voz de charlatana.
—¿Qué?— Abrió un ojo y alzó la ceja.
—Ellos no siempre fueron monjes, fueron dos ninjas que llegaron hace años a Murasame en búsqueda de la sabiduría de la Undécima Itako, hace ya casi setenta años. Se decía que uno podía hacer florecer la vida del bosque tras sus pasos, y el otro destruir todo delante de él abriendo la brecha a los infiernos en el suelo. Arrepentidos de sus pecados cometidos, buscaron a la Undécima para preguntarle si el Gran Yama les abriría las puertas al paraíso. Ella, les dijo que sus crímenes eran tan graves, que no les sería permitido el perdón, por usar un don de sangre para herir a los demas. En su lugar, les ofreció una alternativa: Que sus cuerpos mortales se quedaran en el mundo terrenal, sirviendo como sus escoltas, para que así sus almas, libres de la tentación de los poderes con los que fueron condenados, finalmente ascendieran como heraldos del Gran Yama. En el templo de la montaña Murasame, yacen aún las dos estatuas originales que representan a los monjes ascendidos, pero sólo pueden verse si se desea venerar la tumba de...
—Ah sí, muy buena historia. ¿Cuanto por las barritas?— cortó de golpe el genin. "Mierda, si no la freno ahora me va a retener aquí durante horas. Suspiró.
—Oh, bueno, cinco cada un- se cortó de nuevo cuando el niño le dejó el billete en mano.
—Acá tiene, muchas gracias...— Se alejó para acercarse donde Akame estuviese. —Pst— Le pasaría un único billete mientras susurraba. —Si puedes, guarda un poco, que me estoy quedando ya en la ruina... Iré a dar una ronda con el pueblo para ir esparciendo poco a poco el rumor. Nos vemos a la noche en el hotel— se iría corriendo.