19/05/2019, 20:03
—¡Oh! ¡Alguien que si aprecia la sabiduría ancestral!— dijo animada. —Te lo contaré mientras busco lo que me pediste. ¿Dónde está...?— La mujer se agachó y empezó a buscar entre las gavetas de un mueble.
—La tumba de la Undécima. Normalmente, cuando una de las itako muere, se la entierra en el panteón sagrado de la montaña. Sin embargo, cuenta la leyenda que ella decidió trascender al igual que los monjes. Desvistiéndose de la piel y la carne inmunda, dejando que su alma morase en un lugar más puro, vigilando Murasame aún hasta nuestros días. Su tumba, únicamente guarda lo que se dice es su piel seca, dónde además hay un recuadro pintado de ella en un santuario. Afuera las dos estatuas de los monjes le resguardan.
La mujer pareció no encontrar nada, pero seguía sin rendirse. Tomó una pequeña escalera y se dirigió hasta unos estantes altos en búsqueda del paquetillo de cigarros.
—Ninguna itako era cómo la Undécima. Ella podía ver en lo más profundo de las personas. Ella era jueza de los crímenes de las personas, pero nunca verdugo. Ella abogaba, que por muchas pruebas que se tuviesen para condenar a alguien, siempre era posible encontrar reconciliación. Quizás, algunos no lo mereciesen, pero decía que la gracia radicaba en ello. En un perdón, en un regalo de piedad. Sólo era necesario que el otro viese en sí mismo las consecuencias de sus actos, que sintiese sus culpas, y que se arrepintiese con el corazón.
La mujer seguía sin encontrar la mercancía, por lo que bajó las escaleras y caminó hasta el fondo de la tienda, levantando una pequeña puerta de lo que parecía ser un sótano. Apenas pudo introducirse, pues todo estaba lleno de cajas. Poco más, y ella terminaba sepultada de cabeza ahí dentro.
—¡Lotería!— Dijo alegre al dar con el tabaco, extendiéndoselo al vendado. —Sabía que me quedaba una. A decir verdad, casi no me las piden. Pasará mucho tiempo hasta que algún mercader me vuelva a traer más— Sonrió con ilusión. —¿¡Te llevarás un par de figuras de los monjes también!?— No se había esforzado en contar la historia por nada.
—La tumba de la Undécima. Normalmente, cuando una de las itako muere, se la entierra en el panteón sagrado de la montaña. Sin embargo, cuenta la leyenda que ella decidió trascender al igual que los monjes. Desvistiéndose de la piel y la carne inmunda, dejando que su alma morase en un lugar más puro, vigilando Murasame aún hasta nuestros días. Su tumba, únicamente guarda lo que se dice es su piel seca, dónde además hay un recuadro pintado de ella en un santuario. Afuera las dos estatuas de los monjes le resguardan.
La mujer pareció no encontrar nada, pero seguía sin rendirse. Tomó una pequeña escalera y se dirigió hasta unos estantes altos en búsqueda del paquetillo de cigarros.
—Ninguna itako era cómo la Undécima. Ella podía ver en lo más profundo de las personas. Ella era jueza de los crímenes de las personas, pero nunca verdugo. Ella abogaba, que por muchas pruebas que se tuviesen para condenar a alguien, siempre era posible encontrar reconciliación. Quizás, algunos no lo mereciesen, pero decía que la gracia radicaba en ello. En un perdón, en un regalo de piedad. Sólo era necesario que el otro viese en sí mismo las consecuencias de sus actos, que sintiese sus culpas, y que se arrepintiese con el corazón.
La mujer seguía sin encontrar la mercancía, por lo que bajó las escaleras y caminó hasta el fondo de la tienda, levantando una pequeña puerta de lo que parecía ser un sótano. Apenas pudo introducirse, pues todo estaba lleno de cajas. Poco más, y ella terminaba sepultada de cabeza ahí dentro.
—¡Lotería!— Dijo alegre al dar con el tabaco, extendiéndoselo al vendado. —Sabía que me quedaba una. A decir verdad, casi no me las piden. Pasará mucho tiempo hasta que algún mercader me vuelva a traer más— Sonrió con ilusión. —¿¡Te llevarás un par de figuras de los monjes también!?— No se había esforzado en contar la historia por nada.