1/06/2019, 17:03
El alarido de dolor de Yota retumbó por todas y cada una de las paredes de aquellas ruinas. El muchacho sangraba copiosamente, sobre todo desde su mano y su pie; pero, afortunadamente, las agujas sólo habían arañado superficialmente sus ingles sin llegar a afectar a su órgano más sensible.
—¡Mierda, Yota, estás sangrando, joder! —exclamó Kumopansa.
—Me cago en la puta, ya veo que estoy herido, por lo menos estos putos pinchos no me han atravesado los putos ojos y ¡¡PUEDO PUTO VER!! —bramó él, roto de dolor.
Y Ayame gimió para sus adentros, con una terrible sensación de angustia atenazando su pecho. Ella no era médico como su padre, ni tenía una de aquellas píldoras milagrosas que tanto desdeñaba. ¡Maldita sea, si de milagro había logrado crear una técnica para curarse ella misma de las heridas! ¿Qué podía hacer en un caso así? Con lágrimas en los ojos, miró a su alrededor, como si esperara ver aparecer un médico girando la esquina.
«¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago?» Se preguntaba, a la desesperada. La vida de el de Kusagakure no parecía correr peligro, pero no podían dejar que se desangrara de aquella manera. Había que hacer algo al respecto, ¡y tenían que hacerlo pronto! «Sangre... ¡Hay que cortar la hemorragia! Pero no tengo vendas y necesitaríamos algo firme y duradero... ¡Oh, eso es!»
—Ku... ¡Kumopansa! Dicen que la tela de araña es más fuerte que el acero... ¿Puedes usarla para vendar sus heridas? —preguntó, volviéndose hacia el arácnido.