29/06/2019, 12:59
(Última modificación: 29/06/2019, 13:13 por Aotsuki Ayame. Editado 2 veces en total.)
—Bueno, si no vas a darnos nuestras armas, me temo que no hay trato — replicó Yota—. Por otro lado, no puedo hacer nada si no me desatas.
Ayame se volvió hacia él, interrogante y confundida. ¿No podía desatarse? ¡Pero si era una técnica básica de la academia! Ella, como Hōzuki, no la había necesitado jamás, por lo que no se había molestado siquiera en aprenderla. Pero hasta el momento no había visto a nadie que no conociera el Nawanuke no Jutsu. Ella misma podría haberle desatado, y si las circunstancias habrían sido diferentes lo habría hecho sin pensar. Pero después de haberle escuchado afirmar que se enfrentaría a ella...
—No dejar opción. ¡Vosotros luchar! ¡Tributo de sangre! ¡Tributo de sangre! ¡Un chaca chaca un! —clamó la voz del chamán, desde todas partes y de ninguna.
Y entonces algo calló a los pies de Ayame. Una pequeña esfera de color oscuro que rebotó una sola vez antes de estallar. La kunoichi exhaló un grito de sorpresa cuando una nube de humo de color púrpura la envolvió y se enredó en torno a ella. La muchacha saltó hacia atrás en un intento por evitarla, pero enseguida comprobó con horror que debía de haber inhalado aunque fuera un poco de aquel humo. Se vio obligada a pararse en el sitio, con las piernas temblándole y la vista desenfocada.
—Ugh... —gimoteó, llevándose una mano a la cabeza en un vano intento por contener aquel súbito mareo.
«V... ¿Veneno...?» Si lo era, estaba condenada. El chamán les había despojado de todos sus objetos, y con ellos el antídoto que siempre llevaba consigo.
Pero aquella súbita debilidad se desvaneció tan rápido como había aparecido y se vio sustituida por un intenso quemazón en el pecho. Ayame se agarró el uwagi con un quejido de incomodidad, entrecerrando los ojos, pero aquel fuego abrasador se extendía rápidamente por sus extremidades y ascendió hasta su cabeza, embotando sus sentidos, nublando su visión y...
—¡¡¡RAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAGH!!!
Ayame rugió con toda la fuerza de sus pulmones y, como una bestia liberada, echó a correr a toda velocidad contra el inmovilizado Yota. A mitad de camino, su brazo derecho se infló de forma descontrolada, monstruosa, hasta casi triplicar su tamaño y dirigió el brutal golpe contra el pecho de su amigo. Un demoledor golpe que, de acertar, podría llegar incluso a arrancar el poste al que estaba atado el Kusajin de su sitio.
Y mientras tanto, la voz del chamán coreaba sin parar, cada vez más fuerte:
—¡Un chaca chaca un! ¡¡Un chaca chaca un!! ¡¡¡UN CHACA CHACA UN!!!
Y su clamor hacía eco entre las ramas del enorme árbol y las nueve estatuas, reverberando con todas sus fuerzas en la del zorro. El Padre Nueve que exigía su sangre.
Ayame se volvió hacia él, interrogante y confundida. ¿No podía desatarse? ¡Pero si era una técnica básica de la academia! Ella, como Hōzuki, no la había necesitado jamás, por lo que no se había molestado siquiera en aprenderla. Pero hasta el momento no había visto a nadie que no conociera el Nawanuke no Jutsu. Ella misma podría haberle desatado, y si las circunstancias habrían sido diferentes lo habría hecho sin pensar. Pero después de haberle escuchado afirmar que se enfrentaría a ella...
—No dejar opción. ¡Vosotros luchar! ¡Tributo de sangre! ¡Tributo de sangre! ¡Un chaca chaca un! —clamó la voz del chamán, desde todas partes y de ninguna.
Y entonces algo calló a los pies de Ayame. Una pequeña esfera de color oscuro que rebotó una sola vez antes de estallar. La kunoichi exhaló un grito de sorpresa cuando una nube de humo de color púrpura la envolvió y se enredó en torno a ella. La muchacha saltó hacia atrás en un intento por evitarla, pero enseguida comprobó con horror que debía de haber inhalado aunque fuera un poco de aquel humo. Se vio obligada a pararse en el sitio, con las piernas temblándole y la vista desenfocada.
—Ugh... —gimoteó, llevándose una mano a la cabeza en un vano intento por contener aquel súbito mareo.
«V... ¿Veneno...?» Si lo era, estaba condenada. El chamán les había despojado de todos sus objetos, y con ellos el antídoto que siempre llevaba consigo.
Pero aquella súbita debilidad se desvaneció tan rápido como había aparecido y se vio sustituida por un intenso quemazón en el pecho. Ayame se agarró el uwagi con un quejido de incomodidad, entrecerrando los ojos, pero aquel fuego abrasador se extendía rápidamente por sus extremidades y ascendió hasta su cabeza, embotando sus sentidos, nublando su visión y...
«Señorita, ¿qué os...?»
—¡¡¡RAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAGH!!!
Ayame rugió con toda la fuerza de sus pulmones y, como una bestia liberada, echó a correr a toda velocidad contra el inmovilizado Yota. A mitad de camino, su brazo derecho se infló de forma descontrolada, monstruosa, hasta casi triplicar su tamaño y dirigió el brutal golpe contra el pecho de su amigo. Un demoledor golpe que, de acertar, podría llegar incluso a arrancar el poste al que estaba atado el Kusajin de su sitio.
Y mientras tanto, la voz del chamán coreaba sin parar, cada vez más fuerte:
—¡Un chaca chaca un! ¡¡Un chaca chaca un!! ¡¡¡UN CHACA CHACA UN!!!
Y su clamor hacía eco entre las ramas del enorme árbol y las nueve estatuas, reverberando con todas sus fuerzas en la del zorro. El Padre Nueve que exigía su sangre.