30/07/2019, 01:40
Uno de los chūnin de turno en vigilar la salida de la aldea se encargó de verificar el sello en el pergamino que portaba el genin, dándole el visto bueno con una monotonía adquirida tras una vida de cuidar una puerta donde no pasaba casi nada interesante. De ahí, Kouji debió encaminarse hasta su destino. Lo bueno de su temprana partida, es que podría llegar a buena hora del día sin demasiadas complicaciones. Los ANBU no parecieron inmutarse ante la presencia del novato tras llegar al pasadizo, dejándolo avanzar sin demasiados contratiempos. El trayecto a través de las cintas era además, mucho más rápido que cualquier otro medio de transporte, siendo que cruzó toda la Llanura de la Tempestad Eterna en menos tiempo de lo que tardó de Amegakure hasta el Túnel.
Ya a las horas del atardecer, la disminución en las fuerzas de las precipitaciones indicaba que estaba ya en las Tierras de Llovizna, donde el clima parecía casi hasta agradable para el mortal promedio, comparándolo a la inclemencia que tenía apenas en la vecindad. Era en estos lares que debía encontrar el pueblo mencionado, pero que para su buena suerte no tardaría en encontrar.
Sería ya casi al atardecer, cuando en la lejanía avistaría un cúmulo de casas en medio de los enormes pastizales que se antojaban infinitos. No había letreros que indicaran la entrada, aunque ante lo desperdigadas de las casas, resultaba algo difícil discernir donde empezaba la aldea y dónde terminaba.
Un hombre con un sombrero de paja transitaba por el sitio, arreando con látigo a un montón de cabras consigo mientras un perro cuidaba desde atrás que ninguna se alejase.
Ya a las horas del atardecer, la disminución en las fuerzas de las precipitaciones indicaba que estaba ya en las Tierras de Llovizna, donde el clima parecía casi hasta agradable para el mortal promedio, comparándolo a la inclemencia que tenía apenas en la vecindad. Era en estos lares que debía encontrar el pueblo mencionado, pero que para su buena suerte no tardaría en encontrar.
Sería ya casi al atardecer, cuando en la lejanía avistaría un cúmulo de casas en medio de los enormes pastizales que se antojaban infinitos. No había letreros que indicaran la entrada, aunque ante lo desperdigadas de las casas, resultaba algo difícil discernir donde empezaba la aldea y dónde terminaba.
Un hombre con un sombrero de paja transitaba por el sitio, arreando con látigo a un montón de cabras consigo mientras un perro cuidaba desde atrás que ninguna se alejase.