2/08/2019, 20:32
A Kokuō no le pasó desapercibida la electrizante tensión en el cuerpo de la gigantesca araña, como si fuera a saltar sobre ella en cualquier momento, como si su sola presencia fuese una amenaza para su joven compañero. Pero a ella no le importó en absoluto, y ni siquiera se inmutó cuando el shinobi de Kusagakure posó su mano sobre su lomo para tranquilizarla.
—Vamos, vamos, cálmate. Solo estamos hablando. Además, me ha perdonado la vida hace un ratito. Eso es, eso es. Todo controlado, mi querida Kumokichi-chan.
«Como si fuera un perrito...» Meditó Kokuō, con un sentimiento que mediaba entre la curiosidad y la repugnancia.
—Bien, bien... Supongamos que no eres Ayame. No me podrás negar que estás usando el cuerpo de Ayame, ¿eh? Y si, ya sé que no soy una persona con las mejores formas del mundo, no soy tan ingenuo. Pero soy alguien leal y le prometí a Ayame que la ayudaría a salir de aquí. A cualquier precio. y eso es lo que voy a hacer. Así que me temo que debo pedirte, por favor, que cooperemos para que el cuerpo de Ayame pueda salir de aquí y regresar a Amegakure. ¿Trato?
Ella ladeó la cabeza, y un mechón de cabello oscuro resbaló por su hombro.
—No se equivoque conmigo —replicó, con un peligroso brillo en sus ojos aguamarina—. Sacaré a la señorita de aquí, pero no colaboraré con usted. Ni con ningún otro... ninguna otra persona —se corrigió, antes de girar sobre sus talones y darle la espalda—. No los necesito.
Y, tras flexionar ligeramente las rodillas, saltó. Se encaramó al tronco del gigantesco árbol y comenzó a escalarlo con absoluta confianza en sí misma. Se movió grácil y elegante entre las fisuras de la madera y siguió ascendiendo hasta llegar a las ramas más altas, allá a más de treinta metros. Y allí estaba, tal y como lo había visto desde el suelo. Un agujero en el techo desde el que se colaba un haz de luz que bañaba y nutría a aquel vegetal que había conseguido crecer allí de forma absolutamente milagrosa. Ni corta ni perezosa, sin siquiera mirar si el shinobi de Kusagakure la seguía, trepó al agujero con sus propias manos y subió. Subió hasta dar con la superficie y pronto se vio de nuevo bañada por la luz del sol y pudo respirar el aire limpio del bosque. Habían surgido a varias decenas de metros de las ruinas de los templos que Ayame había estado investigando, y a los que Kokuō no tenía pensado volver por nada del mundo. ¿Pero qué hacía un humano venerando unas estatuas de bijuu como si fueran dioses? Desde luego, aquellas criaturas podían llegar a ser de lo más extrañas...
Fue entonces cuando la oyó:
Ella inspiró hondo, saboreando el aire y dejando que sus pulmones se bañaran de aquella libertad temporal. Y cerró los ojos.
—Vamos, vamos, cálmate. Solo estamos hablando. Además, me ha perdonado la vida hace un ratito. Eso es, eso es. Todo controlado, mi querida Kumokichi-chan.
«Como si fuera un perrito...» Meditó Kokuō, con un sentimiento que mediaba entre la curiosidad y la repugnancia.
—Bien, bien... Supongamos que no eres Ayame. No me podrás negar que estás usando el cuerpo de Ayame, ¿eh? Y si, ya sé que no soy una persona con las mejores formas del mundo, no soy tan ingenuo. Pero soy alguien leal y le prometí a Ayame que la ayudaría a salir de aquí. A cualquier precio. y eso es lo que voy a hacer. Así que me temo que debo pedirte, por favor, que cooperemos para que el cuerpo de Ayame pueda salir de aquí y regresar a Amegakure. ¿Trato?
Ella ladeó la cabeza, y un mechón de cabello oscuro resbaló por su hombro.
—No se equivoque conmigo —replicó, con un peligroso brillo en sus ojos aguamarina—. Sacaré a la señorita de aquí, pero no colaboraré con usted. Ni con ningún otro... ninguna otra persona —se corrigió, antes de girar sobre sus talones y darle la espalda—. No los necesito.
Y, tras flexionar ligeramente las rodillas, saltó. Se encaramó al tronco del gigantesco árbol y comenzó a escalarlo con absoluta confianza en sí misma. Se movió grácil y elegante entre las fisuras de la madera y siguió ascendiendo hasta llegar a las ramas más altas, allá a más de treinta metros. Y allí estaba, tal y como lo había visto desde el suelo. Un agujero en el techo desde el que se colaba un haz de luz que bañaba y nutría a aquel vegetal que había conseguido crecer allí de forma absolutamente milagrosa. Ni corta ni perezosa, sin siquiera mirar si el shinobi de Kusagakure la seguía, trepó al agujero con sus propias manos y subió. Subió hasta dar con la superficie y pronto se vio de nuevo bañada por la luz del sol y pudo respirar el aire limpio del bosque. Habían surgido a varias decenas de metros de las ruinas de los templos que Ayame había estado investigando, y a los que Kokuō no tenía pensado volver por nada del mundo. ¿Pero qué hacía un humano venerando unas estatuas de bijuu como si fueran dioses? Desde luego, aquellas criaturas podían llegar a ser de lo más extrañas...
Fue entonces cuando la oyó:
«K...¿Kokuō?»
Ella inspiró hondo, saboreando el aire y dejando que sus pulmones se bañaran de aquella libertad temporal. Y cerró los ojos.