16/12/2015, 13:35
El Sol comenzaba a levantar el manto de oscuridad nocturno cuando la décimo quinta Shijou del Templo, abría cuidadosamente la puerta de los aposentos de su Akikara na. La ya anciana mujer, seguía manteniendo una figura envidiable a pesar de la edad con la que aún podía lucir con dignidad aquellos bellos kimonos blancos con detalles en hilo de plata que tanto le gustaban. Cruzó el umbral a la vez que apartaba la puerta con delicadeza, hasta quedar justo al otro lado. Esperaba encontrar a su alumna entregada a los brazos de morfeo, pero para su sorpresa la cama estaba perfectamente hecha, como si nadie hubiese dormido o acabasen de hacerla con esmero. Aquello desconcertó por un instante a la anciana, Mitsuki tenía muchas virtudes sin duda pero una de ellas no era precisamente levantarse al alba.
Hisami llevó lentamente su mano hasta tocar levemente su barbilla, pensaba donde podía haber ido. ¿Una fuga? No, la peliblanca no era ninguna cobarde, no huiría aunque tuviese miedo... pero... ¿Dónde podía estar? No le llevó mucho tiempo dar con una ubicación lógica, sin lugar a dudas debía de estar allí. Sin más dilación, abandonó la habitación cerrando la puerta con el mismo cuidado que la había abierto, para encaminar sus largos pasos hacía el salón principal. Una vez llegó a aquella enorme estancia donde había una enorme mesa de piedra escoltada por silla de pesada madera y mullidos cojines, giró hacia la izquierda, donde había una puerta entre abierta. Aquello no hacía nada más que confirmar su teoría, se adentro en el pequeño túnel con escaleras hasta llegar al a puerta del Panteón. Estaba abierta, por lo que pasó sin ningún tipo de impedimento.
Sus blanquecinos ojos recorrieron toda la estancia hasta que localizaron, bajo la luz de aquellas pequeñas estrella, la blanca cabellera de Mitsuki. La joven estaba frente a una de las catorce tumbas que poblaban aquel espacio. Todas tenían una estructura similar que consistía en un gran sarcófago de piedra rematado por una tapa de piedra en la cual estaba esculpida una representación de la yaciente, tumbada en su juventud sobre su lecho mientras duerme plácidamente.
Los pasos de su maestra hicieron a la joven voltearse levemente, dejando su mirada pasar por encima de sus delicados hombros cubiertos por la suave seda de su kimono, todo ello enmarcado en su hermoso cabello blanco. La anciana sonrió cálidamente mientras se internaba entre las tumbas de sus antecesoras hasta llegar a la altura de su alumna, que ya había devuelto su mirada a escultura de la tumba.
—Sabía que te encontraría aquí— susurró suavemente una vez se hubo detenido al lado de Mitsuki, frente a la tumba
—Siento si la he asustado, Shijou-sama— se disculpó la joven mientras le dedicaba una furtiva mirada a la mujer de cabellos azabaches —pero no podía dormir...—
—No tienes que disculparte— contestó con una sonrisa gentil a la vez que acariciaba el cabello de la joven —Es normal que estés nerviosa, yo también lo estaba el día que tuve que partir—
—¿Es muy diferente el continente de Kusabi?— lanzó la pregunta casi en un susurro acongojado
—Es difícil de responder— comenzó la anciana —Sí te refieres a sus costumbres y modos de ver la vida, la respuesta sería sí... pero estaríamos quedándonos en lo superficial— señaló la anciana que dejó su mano reposar sobre el hombro de la joven que seguía con sus blanquecinos ojos clavados sobre la estatua del sepulcro —Sí vas más allá de las cosas que parecen separarnos, te darás cuenta de que no son tan diferentes como puede parecer...—
La joven permaneció en silencio tratando de asimilar las palabras de su maestra.
—Ahora mismo quizás te sea difícil comprender lo que digo— aquella sacerdotisa parecía que podía leer la mente de su joven alumna como si de un libro abierto se tratase —pero estoy segura de que cuando vuelvas... podrás— la anciana terminó de hablar con un susurro junto al oído de la Hyuga —Es la hora mi pequeña Akikara na, el mar... el viento... te aguardan—
Mitsuki asintió suavemente mientras dejaba que su mano acariciase por última vez aquella vieja estatua.
Tal y como marcaba la tradición, la Shijou guió a Mitsuki hasta la capilla que presidía la sala principal del templo que había sido preparada para la ocasión. A los pies de la estatua de Fuujin se había dispuesto una mesa rectangular de madera, bastante baja y cubierta por un mantel blanco. Frente a la mesa, sentadas en seiza, la aguardaban las tres matronas que se habían encargado de su cuidado. Las tres mujeres la recibieron con una reverencia que mantuvieron hasta que la joven hubo traspasado el umbral de la puerta y su maestra, la cual quedó fuera de la capilla, cerró la puerta.
Una vez dentro, las mujeres sentadas en ambos extremos se levantaron para encender las velas de dos candelabros gemelos, cada uno con tres brazos, que se ubicaban a ambos lados de la estatua que presidía el lugar. Las dos matronas se quedaron de pie, cada una en un extremo de la mesa
—Bienvenida, Akikara na— dijo la mujer que quedaba justo en el centro volviendo a reverenciar a la peliblanca —Vas a emprender un largo viaje que te llevará lejos de tu hogar, lejos de la tierra que te ha visto crecer— la mujer de cabellos dorados y rostro surcado por los años, se levanto gracilmente —pero no te preocupes, nunca estarás sola, el gentil Viento del Oeste siempre te acompañará— la mujer rodeó la peliblanca hasta quedar a su espalda, invitándola a avanzar con un suave toque en su espalda hasta el centro de la estancia, frente a la estatua —No temas a las noches más oscuras, pues tú eres la luz que las iluminará, no temas a las tormentas más salvajes, pues tu eres hija del viento...— las dos mujeres que aguardaba a ambos lados de la mesa, elevaron una sábana blanca que separo la estancia en dos, dejando la estatua oculta tras ella —No olvides nunca quién eres, Akikara na— mientras seguía hablando, rodeo la cintura de la joven con sus brazos para desabrochar suavemente el kimono de la joven —Tu corazón debe ser puro, tu juicio debe ser recto, tus palabras deben ser verdad y tus acciones virtud— una vez hubo acabado de retirar el cinturón, con delicadeza recorrió la espalda de la joven hasta llegar al cuello de la prenda, descendió siguiendo la guía de los hombros hasta quedar sobre las clavículas y con extremo cuidado comenzó a retirar la parte superior del kimono —Recuerda: Cuando dudes, Templanza y Paciencia— poco a poco fue retirando la prenda hasta dejar a la joven tan sólo con la parte interior del kimono, una sola pieza de seda totalmente blanca —Cuando actúes, Diligencia y Generosidad— antes de seguir retirando las prendas la matrona tendió el kimono a una de las asistentas que con cuidado comenzó a doblarlo para terminar colocándolo sobre la mesa que presidía la sala en aquel momento —Cuando hables, Humildad— volvió a repetir el proceso con una suavidad extrema, como si la joven peliblanca estuviese hecha de porcelana —Cuando prestes ayuda, Caridad— una vez hubo retirado la prenda interior, le tendió la misma a la otra asistenta que repitió el proceso de la anterior —Cuando todo parezca perdido, Esperanza— desde detrás de la mesa, las dos mujeres que se encargaban de asistir en la ceremonia, elevaron un pequeño arcón rectangular pulcramente labrado con motivos florales que dispusieron sobre la mesa antes de proceder a abrirlo —Humildemente, Kusabi, te ofrece estos presentes ¿Los aceptas, Akikara na?—
La joven asintió —Sí, los acepto— su voz estaba cargada de determinación, sabía muy bien que significaba y que con llevaba aquella respuesta
Las tres matronas realizaron una pequeña reverencia tras las palabras de la joven, para después comenzar con la parte final de la ceremonia. Desde el interior del arcón sacaron una venda blanca, que ajustaron a su pecho, para después proseguir con el resto del atuendo, que siguiendo con la costumbres shinobi se componía de los siguientes objetos: una camiseta gris, pantalones blancos de tela resistente que caen levemente bajo sus rodillas, unas tabi del mismo color que la chaqueta.
Tras las anteriores prendas, la matrona que dirigía la ceremonia saco desde el interior del arcón una chaqueta blanca cuidadosamente doblada
—Todas estás prendas han sido confeccionadas por las gentes de Kusabi— comenzó la mujer que sostenía con ambas manos la chaqueta —pero esta, es especial— la mujer desdobló la prenda hábilmente, mostrándole a la joven la parte de la espalda, donde pudo observar un n circulo rojo con un detallado dibujo de un cerezo blanco en flor —El Cerezo Blanco de Kusabi, es el símbolo de nuestra tierra, tu tierra— depositó la prenda sobre las manos de la joven que no pudo evitar mirar aquel círculo con meticulosidad. Mientras tanto, la otras dos mujeres retiraban cuidadosamente la cortina que ocultaba la estatua del dios Fujin —Aguardamos tu regreso, Akikara na... ahora es tiempo de marchar— dijo la mujer con la voz quebrada por primera vez
La Hyuga se colocó con suavidad su chaqueta, era extrañamente cálida... aunque quizás tan sólo era una sensación fruto de la emotividad del momento. Miutsuki dejó que la prenda se acomodara a ella, mientras lanzaba un hondo suspiro. Dejó que su mirada recorriese la sala en busca de los rostros de aquellas tres mujeres que habían cuidado de ella como si de sus propia hija se tratase. Las tres aguantaban a duras penas el llanto... la peliblanca sintió como su pecho se hundía... pero sabía que tenía que ser fuerte, por ellas.
Estaba preparada para marchar, sentía por primera vez que era el momento.
—Gracias por todo— la joven notó como su voz se quebraba un poco. Tras una profunda reverencia regresó a la verticalidad para terminar girando sobre sí con resolución y se dirigió hacia la puerta, que abrió con determinación. Dio un paso, pero se detuvo en el umbral de la puerta para lanzar una última y fugaz mirada —Os prometo que volveré— rápidamente volvió a mirar al frente, para terminar cruzando la puerta y cerrando tras ella. Descendió la escalera que bajaba desde la capilla de Fujin hasta el suelo de la nave principal de templo. Allí la esperaba su maestra, con su habitual sonrisa. En sus manos sostenía una gruesa capa de piel color marrón, igual a la que ella llevaba sobre sus hombros.
Mitsuki se detuvo justo frente a su anciana maestra que la miraba cálidamente —Deja que te seque esas lágrimas— se ofreció la mujer que alargo su delicada mano hasta el rostro de la joven, para retirar las lágrimas con el dorso de su dedo indice —Se fuerte Mitsuki, pero nunca te avergüences de llorar—
La joven asintió mientras trataba de serenarse de nuevo, aunque en ese mismo instante le parecía una tarea casi tiránica.
—Hace frío, deja que te ponga esto— la mujer se acercó a la peliblanca con cuidado, rodeándola con sus brazos para pasar colocar la capa en su espalda y finalmente atarla con cuidado alrededor de su cuello
—Te echaré mucho de menos— susurró la joven mientras abrazaba a su anciana maestra
Está, simplemente se limito a dejar que apoyase su rostro contra su pecho mientras acariciaba suavemente su melena —Yo también te echaré de menos, mi pequeña Akikara na...— suspiró la mujer antes de ayudar a la joven a incorporarse, ahora era ella la que trataba de aparentar ser fuerte —¿Estás lista?—
—Estoy lista...— dijo con la voz entrecortada mientras se limpiaba las lágrimas
—Adelante pues, el destino te aguarda— la Shijou giró sobre si misma para encarar el trecho que las separaba de la galería que llevaba a la puerta principal. No tardaron mucho en llegar al primer arco, donde sobre el pilar izquierdo estaba apoyado el bastón ceremonial de la anciana que estaba compuesto por un largo callado de madera de cerezo remachado en su base por un pequeño adorno de plata y en su parte superior cruzado por tres aros de similar tamaño del mismo material que el remachado. Lo que dotaba de un sonido característico a cada paso de la mujer.
No tardaron mucho en cruzar la gran puerta que desembocaba en el pórtico principal, que se ubicaba sobre una gran plaza que hacía las veces de mirador, desde allí se podía contemplar un gran mar de árboles nevado iluminado tenuemente por un lejano sol que hacia su primera aparición del día en el horizonte.
Una ráfaga de frío viento invernal recibió a ambas mujeres apenas pusieron el pie fuera del templo. Aunque, a pesar de ser pleno invierno, no era excesivamente frío para lo que solía ser por aquellos lares. De hecho, para dos personas adaptadas a vivir en aquellas tierras, era una temperatura aceptable.
Ambas sacerdotisas se pusieron en camino, aprovechando el buen trabajo realizado por los encargados de mantener el camino despejado de la nieve que en aquellas fechas terminaba por bloquearlo todo. Permanecieron en silencio gran parte del camino, a veces se cruzaban con personas que permanecían al filo de la vía de manera respetuosa. Al fin y al cabo, aquel no era un día de celebración en Kusabi... era el día en que la esperanza cruzaba el mar y ellos tan sólo podían esperar a que regresase.
Desde el templo hasta el pueblo, debieron de tardar en torno a una hora. Allí, aguardaba la mayoría del pueblo. Se habían congregado alrededor del camino que atravesaba Kusabi hasta el puerto. La vieja calzada de piedra, discurría de oeste a este. Atravesando la plaza central del pueblo que estaba presidida por aquel enorme y extraño cerezo blanco al que parecía no afectarle las inclemencias del clima. En las lindes de la carretera, se disponían las típicas casas de maderas recias y oscuras, con sus característicos tejados a dos aguas y enormes chimeneas casi perennemente encendidas en invierno.
La mirada de la Hyuga esperaba ver todo tranquilo, era demasiado temprano para que nadie estuviese fuera de su casa. Sin embargo se dio cuenta de que estaba muy equivocada, cada familia de aquel tranquilo poblado se había apiñado justo a los bordes de la calzada. Ataviados con sus abrigos, esperaban en silencio la improvisada procesión que interpretaban ambas sacerdotisas. Tan sólo el viento y algún que otro llanto infantil se atrevía a quebrar el momento, Mitsuki podía escuchar perfectamente el sonido de sus pasos. Niños, padres, madres, abuelos... todo el mundo esperaba para ver marchar a su Akikara na.
La tristeza podía verse reflejada en el rostro de la gente, entregar a la sucesora de la Shijou nunca fue una decisión fácil para el pequeño pueblo. Sin embargo, los años de tradición hicieron que los ánimos del pueblo se templasen a pesar de que una gran parte nunca lo acepto de buen grado.
Sus pasos la llevaron a cruzar justo por frente al gran cerezo, en aquella intercepción se habían concentrado gran parte de los habitantes del pueblo cuyos hogares no estaban dirección al puerto. Bajo aquel gran árbol, que mecido por el viento dejaba caer sus pétalos blancos como si de copos de nieve se tratasen, la joven sintió que de alguna forma algo de ella se quedaba allí. Tal vez un trozo de su corazón se había desgajado para no abandonar aquel lugar, fue una sensación intensa y triste que la obligó a mantener sus emociones a ralla con todas sus fuerzas. Debía ser fuerte por ellos, eso significaba ser una Akikara na.
Tras un último trecho de camino, sus pies por fin pisaron el puerto. El Sol había comenzado a elevarse cuando entraron en la plaza con forma de media luna que daba acceso a los dos muelles que conformaban el Puerto Norte de Kusabi (aunque en realidad era Nor-este). Al rededor del lugar, se situaban diversos almacenes pertenecientes en su mayoría a los comerciantes que allí realizaban sus intercambios o a los patronos de los barcos pesqueros. En mitad de aquella plaza, se erguía una estatua de unos tres metros que representaba Fuujin sosteniendo una enorme sábana con la que creaba los vientos que movían los barcos de los marinos. A sus pies, una sacerdotisa de piedra sin rostro recibía con los brazos abiertos a todos los que llegaban a aquel puerto.
Las dos mujeres bordearon el monumento, para finalmente llegar frente al principio del primer muelle. En el cual había atracado una nao de tamaño medio con las velas recogidas. En la entrada al lugar, esperaban tres hombres. El que parecía ser el líder, iba ataviado con un chaleco verde sobre un conjunto de cuero negro bastante simple. Era un hombre calvo, de mandíbula cuadrada y ojos profundos, de unos treinta años en adelante. Fornido y rozando el metro noventa de estatura. En su frente pudo divisar la insignia que le identificaba como perteneciente a Uzushiogakure.
Aquel gigante, iba escoltado por dos shinobis gemelos que parecían de menor graduación. Los dos vestían idénticamente, camiseta negra, pantalón marrón de cuero, botas que se veían pesadas y chalecos como su superior. Estos, al contrario que el gigante, iban armados con katanas y en su cuello llevaban anudados un pañuelo que variaba de color: el de la izquierda lo llevaba morado y su hermano de color amarillo.
Mitsuki y su maestra avanzaron hasta quedar frente al shinobi que ostentaba el mando, mientras los lugareños que allí se encontraban comenzaban a arremolinarse en silencio alrededor de ellos. La Hyuga dejó que su maestra quedase un poco más avanzada.
—Buenos días— saludo el hombre con una leve reverencia —Llegan temprano, no las esperábamos hasta el mediodía—
—Buenos días— respondió la anciana que también devolvió la reverencia, al igual que su protegida —Me alegro de que mis viejas piernas todavía sean lo suficientemente rápidas— bromeo la Shijou tratando de relajar el ambiente, pues notaba que su alumna estaba un tanto nerviosa
—Sin pretender ser descortés... debo decirle que se conserva usted magníficamente. Casi como la primera vez que la ví antes de que se marchase de Uzushio, yo apenas era un niño— respondió el shinobi
—Veo que los shinobi de Uzu siguen con sus modales habituales, es una alegría ver que no se pierden las buenas costumbres—
—Tiene usted toda la razón, Shijou Sama— el jounnin volvió a reverenciar pero esta vez la mantuvo un instante —Permítame presentarnos, soy Himura Ryu Jounnin de Uzushio y mis dos acompañantes son Saito Kenji y su hermano Saito Sai— los jóvenes acompañaron a su superior en la reverencia y juntos recuperaron la verticalidad
—Encantada— ambas devolvieron la reverencia
—Hyuga Mitsuki, Akikara na de Kusabi— la peliblanca mantuvo un instante más que su maestra la reverencia para presentarse debidamente
—Es un honor— respondieron al unísono los tres shinobis
—Si me permiten un momento, me gustaría despedirme de mi Akikara na— pidió la anciana con una sonrisa cálida
—No se preocupe, nosotros iremos preparando la nave para zarpar— indicó el shinobi antes de dar las órdenes pertinentes a sus subordinados —Dad la orden, preparados para zarpar— Sai y Kenji prácticamente desaparecieron al instante, casi antes de que Ryu diese la orden —Os esperaré junto a la pasarela de embarque—
—Gracias— agradeció la anciana —Espero que volvamos a vernos dentro de unos años, sería buena señal para todos—
—Lo mismo le digo, Shijou-sama— contestó el sinobi antes de retirarse en la dirección que le había señalado a la Hyuga
Las dos mujeres quedaron frente a frente, tan sólo acompañadas por los lugareños que se habían acumulado allí para ver partir a la Akikara na. Por primera vez Hisami dejó que la tristeza invadiese aquella eterna y serena sonrisa, mientras los ojos de ambas se cruzaban por última vez.
—Antes de que te marches, quiero darte un pequeño regalo— anciana tendió una pequeña cajita de madera envuelta en un pañuelo blanco con motivos plateados
—...Gracias...— musitó la peliblanca casi sin fuerzas mientras recogía el pequeño obsequió de las manos de su mentora. Con dificultad, pues sus manos temblaban ligeramente, desenvolvió el paquete desvelando el contenido de la cajita que no era nada más y nada menos que una flor del gran cerezo blanco de Kusabi. La joven levantó la mirada del presente, sin poder reprimir las lágrimas para encontrarse con el rostro de la mujer que la había convertido en lo que era... para finalmente fundirse en un abrazo que se le antojó eterno
—Ahora debes marcharte, Mitsuki— con estás palabras ambas se separaron —Estaremos esperando tu regreso pequeña, te estaré esperando—
La joven hizo una reverencia a la Shijou en señal de despedida —Prometo que seré digna de la espera, Hisami-sama— se incorporó lentamente y con toda las fuerzas que pudo reunir giró hacia su izquierda para finalmente avanzar por la plataforma de madera y piedra que conformaba el muelle. No tardó mucho en llegar al lugar donde le esperaba aquel gigante llamado Ryu que se encontraba sentado sobre un barril junto a la pasarela
—¿Estás lista pequeña?— dijo con energía el shinobi mientras se incorporaba
Mitsuki suspiró profundamente tratando de serenarse antes de responder con un contundente —¡Sí!—
—¡Preparados para zarpar! ¡Rumbo a Uzushiogakure!— bramó el hombre —Tú primero, Akikara na— le señaló la plataforma cediéndole el paso
Tras un instante de duda, la joven puso la mano sobre la barra de seguridad de la pasarela y una vez puso el primer pie, subió sin titubear. Sin apenas darse cuenta, ponía los pies sobre la cubierta de aquel barco que le llevaría lejos de su hogar y su gente. Una mezcla entre nervios y tristeza se apodero de ella, sentía como si acabasen de golpearle justo en el vientre. Ahora sí que no había vuelta atrás, Ryu había subido tras ella y ordenado elevar la pasarela. Unos segundos después, pudo notar como la nao se liberaba de sus ataduras, lo que provocó que el movimiento de la cubierta fuese bastante más perceptible que anteriormente. Para Mitsuki, estar en una cubierta de un barco era algo nuevo, al igual que la sensación de que todo se movía bajo tus pies. Casi en un gesto instintivo, decidió que lo mejor sería agarrarse a la borda y desde allí caminar hasta acostumbrarse a aquella sensación. Toda la tripulación, que eran en torno a 30 personas, aunque en cubierta tan sólo podía ver a los shinobi, un hombre mayor con bastante barriga que estaba al timón y tres muchachos jóvenes que se encargaban de las velas junto con Sai y Kenji.
Poco a poco, la peliblanca, se fue acercando a las escaleras que conducían a la parte alta trasera donde se situaba el timón, para poder tener una última vista de Kusabi. Apenas había culminado la ascensión, cuando sintió un fuerte tirón que casi la tiró al suelo. El barco había comenzado a moverse, a pesar de la poca velocidad, pasar de estar quieto a moverse se sintió como un gran impacto. Por suerte pudo agarrarse a tiempo a una soga, lo que evitó que cayese al suelo.
—¡Ten cuidado niña!— bramó el timonel al cual parecía haberle hecho gracia el amago de caída —¡Estamos zarpando! ¡Preparados para arriar las velas a mi señal gandules!—
Mitsuki no respondió, siguió caminando hasta quedar justo en la borda de popa. Aún no se habían alejado mucho del muelle y allí pudo ver a su maestra y al resto del pueblo, despidiéndola en silencio. Con suavidad, elevó su mano derecha para agitarla en señal de despedida. Gesto que fue devuelto por la gente que se arremolinaba en el muelle. La Hyuga volvía a reprimir las lágrimas, nunca se había considerado una persona excesivamente sentimental pero bien era cierto que dejar tu tierra nunca era fácil, por mucho que durante años te hubieses convencido de que era algo natural que debía suceder. Era algo para lo que nunca se está preparado, o al menos eso era lo que le parecía a la peliblanca.
Poco a poco el puerto se fue alejando pero Mitsuki no se movió de aquel lugar, se quedó allí acariciada por el viento del Oeste que empujaba a su barco lejos de allí.
Hisami llevó lentamente su mano hasta tocar levemente su barbilla, pensaba donde podía haber ido. ¿Una fuga? No, la peliblanca no era ninguna cobarde, no huiría aunque tuviese miedo... pero... ¿Dónde podía estar? No le llevó mucho tiempo dar con una ubicación lógica, sin lugar a dudas debía de estar allí. Sin más dilación, abandonó la habitación cerrando la puerta con el mismo cuidado que la había abierto, para encaminar sus largos pasos hacía el salón principal. Una vez llegó a aquella enorme estancia donde había una enorme mesa de piedra escoltada por silla de pesada madera y mullidos cojines, giró hacia la izquierda, donde había una puerta entre abierta. Aquello no hacía nada más que confirmar su teoría, se adentro en el pequeño túnel con escaleras hasta llegar al a puerta del Panteón. Estaba abierta, por lo que pasó sin ningún tipo de impedimento.
Sus blanquecinos ojos recorrieron toda la estancia hasta que localizaron, bajo la luz de aquellas pequeñas estrella, la blanca cabellera de Mitsuki. La joven estaba frente a una de las catorce tumbas que poblaban aquel espacio. Todas tenían una estructura similar que consistía en un gran sarcófago de piedra rematado por una tapa de piedra en la cual estaba esculpida una representación de la yaciente, tumbada en su juventud sobre su lecho mientras duerme plácidamente.
Los pasos de su maestra hicieron a la joven voltearse levemente, dejando su mirada pasar por encima de sus delicados hombros cubiertos por la suave seda de su kimono, todo ello enmarcado en su hermoso cabello blanco. La anciana sonrió cálidamente mientras se internaba entre las tumbas de sus antecesoras hasta llegar a la altura de su alumna, que ya había devuelto su mirada a escultura de la tumba.
—Sabía que te encontraría aquí— susurró suavemente una vez se hubo detenido al lado de Mitsuki, frente a la tumba
—Siento si la he asustado, Shijou-sama— se disculpó la joven mientras le dedicaba una furtiva mirada a la mujer de cabellos azabaches —pero no podía dormir...—
—No tienes que disculparte— contestó con una sonrisa gentil a la vez que acariciaba el cabello de la joven —Es normal que estés nerviosa, yo también lo estaba el día que tuve que partir—
—¿Es muy diferente el continente de Kusabi?— lanzó la pregunta casi en un susurro acongojado
—Es difícil de responder— comenzó la anciana —Sí te refieres a sus costumbres y modos de ver la vida, la respuesta sería sí... pero estaríamos quedándonos en lo superficial— señaló la anciana que dejó su mano reposar sobre el hombro de la joven que seguía con sus blanquecinos ojos clavados sobre la estatua del sepulcro —Sí vas más allá de las cosas que parecen separarnos, te darás cuenta de que no son tan diferentes como puede parecer...—
La joven permaneció en silencio tratando de asimilar las palabras de su maestra.
—Ahora mismo quizás te sea difícil comprender lo que digo— aquella sacerdotisa parecía que podía leer la mente de su joven alumna como si de un libro abierto se tratase —pero estoy segura de que cuando vuelvas... podrás— la anciana terminó de hablar con un susurro junto al oído de la Hyuga —Es la hora mi pequeña Akikara na, el mar... el viento... te aguardan—
Mitsuki asintió suavemente mientras dejaba que su mano acariciase por última vez aquella vieja estatua.
Tal y como marcaba la tradición, la Shijou guió a Mitsuki hasta la capilla que presidía la sala principal del templo que había sido preparada para la ocasión. A los pies de la estatua de Fuujin se había dispuesto una mesa rectangular de madera, bastante baja y cubierta por un mantel blanco. Frente a la mesa, sentadas en seiza, la aguardaban las tres matronas que se habían encargado de su cuidado. Las tres mujeres la recibieron con una reverencia que mantuvieron hasta que la joven hubo traspasado el umbral de la puerta y su maestra, la cual quedó fuera de la capilla, cerró la puerta.
Una vez dentro, las mujeres sentadas en ambos extremos se levantaron para encender las velas de dos candelabros gemelos, cada uno con tres brazos, que se ubicaban a ambos lados de la estatua que presidía el lugar. Las dos matronas se quedaron de pie, cada una en un extremo de la mesa
—Bienvenida, Akikara na— dijo la mujer que quedaba justo en el centro volviendo a reverenciar a la peliblanca —Vas a emprender un largo viaje que te llevará lejos de tu hogar, lejos de la tierra que te ha visto crecer— la mujer de cabellos dorados y rostro surcado por los años, se levanto gracilmente —pero no te preocupes, nunca estarás sola, el gentil Viento del Oeste siempre te acompañará— la mujer rodeó la peliblanca hasta quedar a su espalda, invitándola a avanzar con un suave toque en su espalda hasta el centro de la estancia, frente a la estatua —No temas a las noches más oscuras, pues tú eres la luz que las iluminará, no temas a las tormentas más salvajes, pues tu eres hija del viento...— las dos mujeres que aguardaba a ambos lados de la mesa, elevaron una sábana blanca que separo la estancia en dos, dejando la estatua oculta tras ella —No olvides nunca quién eres, Akikara na— mientras seguía hablando, rodeo la cintura de la joven con sus brazos para desabrochar suavemente el kimono de la joven —Tu corazón debe ser puro, tu juicio debe ser recto, tus palabras deben ser verdad y tus acciones virtud— una vez hubo acabado de retirar el cinturón, con delicadeza recorrió la espalda de la joven hasta llegar al cuello de la prenda, descendió siguiendo la guía de los hombros hasta quedar sobre las clavículas y con extremo cuidado comenzó a retirar la parte superior del kimono —Recuerda: Cuando dudes, Templanza y Paciencia— poco a poco fue retirando la prenda hasta dejar a la joven tan sólo con la parte interior del kimono, una sola pieza de seda totalmente blanca —Cuando actúes, Diligencia y Generosidad— antes de seguir retirando las prendas la matrona tendió el kimono a una de las asistentas que con cuidado comenzó a doblarlo para terminar colocándolo sobre la mesa que presidía la sala en aquel momento —Cuando hables, Humildad— volvió a repetir el proceso con una suavidad extrema, como si la joven peliblanca estuviese hecha de porcelana —Cuando prestes ayuda, Caridad— una vez hubo retirado la prenda interior, le tendió la misma a la otra asistenta que repitió el proceso de la anterior —Cuando todo parezca perdido, Esperanza— desde detrás de la mesa, las dos mujeres que se encargaban de asistir en la ceremonia, elevaron un pequeño arcón rectangular pulcramente labrado con motivos florales que dispusieron sobre la mesa antes de proceder a abrirlo —Humildemente, Kusabi, te ofrece estos presentes ¿Los aceptas, Akikara na?—
La joven asintió —Sí, los acepto— su voz estaba cargada de determinación, sabía muy bien que significaba y que con llevaba aquella respuesta
Las tres matronas realizaron una pequeña reverencia tras las palabras de la joven, para después comenzar con la parte final de la ceremonia. Desde el interior del arcón sacaron una venda blanca, que ajustaron a su pecho, para después proseguir con el resto del atuendo, que siguiendo con la costumbres shinobi se componía de los siguientes objetos: una camiseta gris, pantalones blancos de tela resistente que caen levemente bajo sus rodillas, unas tabi del mismo color que la chaqueta.
Tras las anteriores prendas, la matrona que dirigía la ceremonia saco desde el interior del arcón una chaqueta blanca cuidadosamente doblada
—Todas estás prendas han sido confeccionadas por las gentes de Kusabi— comenzó la mujer que sostenía con ambas manos la chaqueta —pero esta, es especial— la mujer desdobló la prenda hábilmente, mostrándole a la joven la parte de la espalda, donde pudo observar un n circulo rojo con un detallado dibujo de un cerezo blanco en flor —El Cerezo Blanco de Kusabi, es el símbolo de nuestra tierra, tu tierra— depositó la prenda sobre las manos de la joven que no pudo evitar mirar aquel círculo con meticulosidad. Mientras tanto, la otras dos mujeres retiraban cuidadosamente la cortina que ocultaba la estatua del dios Fujin —Aguardamos tu regreso, Akikara na... ahora es tiempo de marchar— dijo la mujer con la voz quebrada por primera vez
La Hyuga se colocó con suavidad su chaqueta, era extrañamente cálida... aunque quizás tan sólo era una sensación fruto de la emotividad del momento. Miutsuki dejó que la prenda se acomodara a ella, mientras lanzaba un hondo suspiro. Dejó que su mirada recorriese la sala en busca de los rostros de aquellas tres mujeres que habían cuidado de ella como si de sus propia hija se tratase. Las tres aguantaban a duras penas el llanto... la peliblanca sintió como su pecho se hundía... pero sabía que tenía que ser fuerte, por ellas.
Estaba preparada para marchar, sentía por primera vez que era el momento.
—Gracias por todo— la joven notó como su voz se quebraba un poco. Tras una profunda reverencia regresó a la verticalidad para terminar girando sobre sí con resolución y se dirigió hacia la puerta, que abrió con determinación. Dio un paso, pero se detuvo en el umbral de la puerta para lanzar una última y fugaz mirada —Os prometo que volveré— rápidamente volvió a mirar al frente, para terminar cruzando la puerta y cerrando tras ella. Descendió la escalera que bajaba desde la capilla de Fujin hasta el suelo de la nave principal de templo. Allí la esperaba su maestra, con su habitual sonrisa. En sus manos sostenía una gruesa capa de piel color marrón, igual a la que ella llevaba sobre sus hombros.
Mitsuki se detuvo justo frente a su anciana maestra que la miraba cálidamente —Deja que te seque esas lágrimas— se ofreció la mujer que alargo su delicada mano hasta el rostro de la joven, para retirar las lágrimas con el dorso de su dedo indice —Se fuerte Mitsuki, pero nunca te avergüences de llorar—
La joven asintió mientras trataba de serenarse de nuevo, aunque en ese mismo instante le parecía una tarea casi tiránica.
—Hace frío, deja que te ponga esto— la mujer se acercó a la peliblanca con cuidado, rodeándola con sus brazos para pasar colocar la capa en su espalda y finalmente atarla con cuidado alrededor de su cuello
—Te echaré mucho de menos— susurró la joven mientras abrazaba a su anciana maestra
Está, simplemente se limito a dejar que apoyase su rostro contra su pecho mientras acariciaba suavemente su melena —Yo también te echaré de menos, mi pequeña Akikara na...— suspiró la mujer antes de ayudar a la joven a incorporarse, ahora era ella la que trataba de aparentar ser fuerte —¿Estás lista?—
—Estoy lista...— dijo con la voz entrecortada mientras se limpiaba las lágrimas
—Adelante pues, el destino te aguarda— la Shijou giró sobre si misma para encarar el trecho que las separaba de la galería que llevaba a la puerta principal. No tardaron mucho en llegar al primer arco, donde sobre el pilar izquierdo estaba apoyado el bastón ceremonial de la anciana que estaba compuesto por un largo callado de madera de cerezo remachado en su base por un pequeño adorno de plata y en su parte superior cruzado por tres aros de similar tamaño del mismo material que el remachado. Lo que dotaba de un sonido característico a cada paso de la mujer.
No tardaron mucho en cruzar la gran puerta que desembocaba en el pórtico principal, que se ubicaba sobre una gran plaza que hacía las veces de mirador, desde allí se podía contemplar un gran mar de árboles nevado iluminado tenuemente por un lejano sol que hacia su primera aparición del día en el horizonte.
Una ráfaga de frío viento invernal recibió a ambas mujeres apenas pusieron el pie fuera del templo. Aunque, a pesar de ser pleno invierno, no era excesivamente frío para lo que solía ser por aquellos lares. De hecho, para dos personas adaptadas a vivir en aquellas tierras, era una temperatura aceptable.
Ambas sacerdotisas se pusieron en camino, aprovechando el buen trabajo realizado por los encargados de mantener el camino despejado de la nieve que en aquellas fechas terminaba por bloquearlo todo. Permanecieron en silencio gran parte del camino, a veces se cruzaban con personas que permanecían al filo de la vía de manera respetuosa. Al fin y al cabo, aquel no era un día de celebración en Kusabi... era el día en que la esperanza cruzaba el mar y ellos tan sólo podían esperar a que regresase.
Desde el templo hasta el pueblo, debieron de tardar en torno a una hora. Allí, aguardaba la mayoría del pueblo. Se habían congregado alrededor del camino que atravesaba Kusabi hasta el puerto. La vieja calzada de piedra, discurría de oeste a este. Atravesando la plaza central del pueblo que estaba presidida por aquel enorme y extraño cerezo blanco al que parecía no afectarle las inclemencias del clima. En las lindes de la carretera, se disponían las típicas casas de maderas recias y oscuras, con sus característicos tejados a dos aguas y enormes chimeneas casi perennemente encendidas en invierno.
La mirada de la Hyuga esperaba ver todo tranquilo, era demasiado temprano para que nadie estuviese fuera de su casa. Sin embargo se dio cuenta de que estaba muy equivocada, cada familia de aquel tranquilo poblado se había apiñado justo a los bordes de la calzada. Ataviados con sus abrigos, esperaban en silencio la improvisada procesión que interpretaban ambas sacerdotisas. Tan sólo el viento y algún que otro llanto infantil se atrevía a quebrar el momento, Mitsuki podía escuchar perfectamente el sonido de sus pasos. Niños, padres, madres, abuelos... todo el mundo esperaba para ver marchar a su Akikara na.
La tristeza podía verse reflejada en el rostro de la gente, entregar a la sucesora de la Shijou nunca fue una decisión fácil para el pequeño pueblo. Sin embargo, los años de tradición hicieron que los ánimos del pueblo se templasen a pesar de que una gran parte nunca lo acepto de buen grado.
Sus pasos la llevaron a cruzar justo por frente al gran cerezo, en aquella intercepción se habían concentrado gran parte de los habitantes del pueblo cuyos hogares no estaban dirección al puerto. Bajo aquel gran árbol, que mecido por el viento dejaba caer sus pétalos blancos como si de copos de nieve se tratasen, la joven sintió que de alguna forma algo de ella se quedaba allí. Tal vez un trozo de su corazón se había desgajado para no abandonar aquel lugar, fue una sensación intensa y triste que la obligó a mantener sus emociones a ralla con todas sus fuerzas. Debía ser fuerte por ellos, eso significaba ser una Akikara na.
Tras un último trecho de camino, sus pies por fin pisaron el puerto. El Sol había comenzado a elevarse cuando entraron en la plaza con forma de media luna que daba acceso a los dos muelles que conformaban el Puerto Norte de Kusabi (aunque en realidad era Nor-este). Al rededor del lugar, se situaban diversos almacenes pertenecientes en su mayoría a los comerciantes que allí realizaban sus intercambios o a los patronos de los barcos pesqueros. En mitad de aquella plaza, se erguía una estatua de unos tres metros que representaba Fuujin sosteniendo una enorme sábana con la que creaba los vientos que movían los barcos de los marinos. A sus pies, una sacerdotisa de piedra sin rostro recibía con los brazos abiertos a todos los que llegaban a aquel puerto.
Las dos mujeres bordearon el monumento, para finalmente llegar frente al principio del primer muelle. En el cual había atracado una nao de tamaño medio con las velas recogidas. En la entrada al lugar, esperaban tres hombres. El que parecía ser el líder, iba ataviado con un chaleco verde sobre un conjunto de cuero negro bastante simple. Era un hombre calvo, de mandíbula cuadrada y ojos profundos, de unos treinta años en adelante. Fornido y rozando el metro noventa de estatura. En su frente pudo divisar la insignia que le identificaba como perteneciente a Uzushiogakure.
Aquel gigante, iba escoltado por dos shinobis gemelos que parecían de menor graduación. Los dos vestían idénticamente, camiseta negra, pantalón marrón de cuero, botas que se veían pesadas y chalecos como su superior. Estos, al contrario que el gigante, iban armados con katanas y en su cuello llevaban anudados un pañuelo que variaba de color: el de la izquierda lo llevaba morado y su hermano de color amarillo.
Mitsuki y su maestra avanzaron hasta quedar frente al shinobi que ostentaba el mando, mientras los lugareños que allí se encontraban comenzaban a arremolinarse en silencio alrededor de ellos. La Hyuga dejó que su maestra quedase un poco más avanzada.
—Buenos días— saludo el hombre con una leve reverencia —Llegan temprano, no las esperábamos hasta el mediodía—
—Buenos días— respondió la anciana que también devolvió la reverencia, al igual que su protegida —Me alegro de que mis viejas piernas todavía sean lo suficientemente rápidas— bromeo la Shijou tratando de relajar el ambiente, pues notaba que su alumna estaba un tanto nerviosa
—Sin pretender ser descortés... debo decirle que se conserva usted magníficamente. Casi como la primera vez que la ví antes de que se marchase de Uzushio, yo apenas era un niño— respondió el shinobi
—Veo que los shinobi de Uzu siguen con sus modales habituales, es una alegría ver que no se pierden las buenas costumbres—
—Tiene usted toda la razón, Shijou Sama— el jounnin volvió a reverenciar pero esta vez la mantuvo un instante —Permítame presentarnos, soy Himura Ryu Jounnin de Uzushio y mis dos acompañantes son Saito Kenji y su hermano Saito Sai— los jóvenes acompañaron a su superior en la reverencia y juntos recuperaron la verticalidad
—Encantada— ambas devolvieron la reverencia
—Hyuga Mitsuki, Akikara na de Kusabi— la peliblanca mantuvo un instante más que su maestra la reverencia para presentarse debidamente
—Es un honor— respondieron al unísono los tres shinobis
—Si me permiten un momento, me gustaría despedirme de mi Akikara na— pidió la anciana con una sonrisa cálida
—No se preocupe, nosotros iremos preparando la nave para zarpar— indicó el shinobi antes de dar las órdenes pertinentes a sus subordinados —Dad la orden, preparados para zarpar— Sai y Kenji prácticamente desaparecieron al instante, casi antes de que Ryu diese la orden —Os esperaré junto a la pasarela de embarque—
—Gracias— agradeció la anciana —Espero que volvamos a vernos dentro de unos años, sería buena señal para todos—
—Lo mismo le digo, Shijou-sama— contestó el sinobi antes de retirarse en la dirección que le había señalado a la Hyuga
Las dos mujeres quedaron frente a frente, tan sólo acompañadas por los lugareños que se habían acumulado allí para ver partir a la Akikara na. Por primera vez Hisami dejó que la tristeza invadiese aquella eterna y serena sonrisa, mientras los ojos de ambas se cruzaban por última vez.
—Antes de que te marches, quiero darte un pequeño regalo— anciana tendió una pequeña cajita de madera envuelta en un pañuelo blanco con motivos plateados
—...Gracias...— musitó la peliblanca casi sin fuerzas mientras recogía el pequeño obsequió de las manos de su mentora. Con dificultad, pues sus manos temblaban ligeramente, desenvolvió el paquete desvelando el contenido de la cajita que no era nada más y nada menos que una flor del gran cerezo blanco de Kusabi. La joven levantó la mirada del presente, sin poder reprimir las lágrimas para encontrarse con el rostro de la mujer que la había convertido en lo que era... para finalmente fundirse en un abrazo que se le antojó eterno
—Ahora debes marcharte, Mitsuki— con estás palabras ambas se separaron —Estaremos esperando tu regreso pequeña, te estaré esperando—
La joven hizo una reverencia a la Shijou en señal de despedida —Prometo que seré digna de la espera, Hisami-sama— se incorporó lentamente y con toda las fuerzas que pudo reunir giró hacia su izquierda para finalmente avanzar por la plataforma de madera y piedra que conformaba el muelle. No tardó mucho en llegar al lugar donde le esperaba aquel gigante llamado Ryu que se encontraba sentado sobre un barril junto a la pasarela
—¿Estás lista pequeña?— dijo con energía el shinobi mientras se incorporaba
Mitsuki suspiró profundamente tratando de serenarse antes de responder con un contundente —¡Sí!—
—¡Preparados para zarpar! ¡Rumbo a Uzushiogakure!— bramó el hombre —Tú primero, Akikara na— le señaló la plataforma cediéndole el paso
Tras un instante de duda, la joven puso la mano sobre la barra de seguridad de la pasarela y una vez puso el primer pie, subió sin titubear. Sin apenas darse cuenta, ponía los pies sobre la cubierta de aquel barco que le llevaría lejos de su hogar y su gente. Una mezcla entre nervios y tristeza se apodero de ella, sentía como si acabasen de golpearle justo en el vientre. Ahora sí que no había vuelta atrás, Ryu había subido tras ella y ordenado elevar la pasarela. Unos segundos después, pudo notar como la nao se liberaba de sus ataduras, lo que provocó que el movimiento de la cubierta fuese bastante más perceptible que anteriormente. Para Mitsuki, estar en una cubierta de un barco era algo nuevo, al igual que la sensación de que todo se movía bajo tus pies. Casi en un gesto instintivo, decidió que lo mejor sería agarrarse a la borda y desde allí caminar hasta acostumbrarse a aquella sensación. Toda la tripulación, que eran en torno a 30 personas, aunque en cubierta tan sólo podía ver a los shinobi, un hombre mayor con bastante barriga que estaba al timón y tres muchachos jóvenes que se encargaban de las velas junto con Sai y Kenji.
Poco a poco, la peliblanca, se fue acercando a las escaleras que conducían a la parte alta trasera donde se situaba el timón, para poder tener una última vista de Kusabi. Apenas había culminado la ascensión, cuando sintió un fuerte tirón que casi la tiró al suelo. El barco había comenzado a moverse, a pesar de la poca velocidad, pasar de estar quieto a moverse se sintió como un gran impacto. Por suerte pudo agarrarse a tiempo a una soga, lo que evitó que cayese al suelo.
—¡Ten cuidado niña!— bramó el timonel al cual parecía haberle hecho gracia el amago de caída —¡Estamos zarpando! ¡Preparados para arriar las velas a mi señal gandules!—
Mitsuki no respondió, siguió caminando hasta quedar justo en la borda de popa. Aún no se habían alejado mucho del muelle y allí pudo ver a su maestra y al resto del pueblo, despidiéndola en silencio. Con suavidad, elevó su mano derecha para agitarla en señal de despedida. Gesto que fue devuelto por la gente que se arremolinaba en el muelle. La Hyuga volvía a reprimir las lágrimas, nunca se había considerado una persona excesivamente sentimental pero bien era cierto que dejar tu tierra nunca era fácil, por mucho que durante años te hubieses convencido de que era algo natural que debía suceder. Era algo para lo que nunca se está preparado, o al menos eso era lo que le parecía a la peliblanca.
Poco a poco el puerto se fue alejando pero Mitsuki no se movió de aquel lugar, se quedó allí acariciada por el viento del Oeste que empujaba a su barco lejos de allí.