22/01/2020, 13:28
Moyashi Kenzou observó con orgullo cómo su genin se levantaba a pesar del golpetazo en la espalda que se acababa de llevar. Y su pecho se hinchó todavía más de satisfacción cuando, acto seguido, Daigo volvió a la carga. Sin medio. Sin dudas. Sin rendirse.
Inclinó la cabeza hacia atrás para seguir a Daigo con la vista, que ahora ejecutaba sellos en el aire, por encima de él. Le hubiese sido muy fácil interrumpir aquel intrépido movimiento, cortarlo de raíz antes siquiera de que saliese a la luz. Pero, ¿dónde estaría la gracia en aquello? ¿Cómo comprobaría de qué pasta estaba hecho su ninja, si no probaba su sabor?
Recibió el fuuton a pecho descubierto. Sus cuádriceps y gemelos, más tensos que una cadena sujetando toneladas de peso. Su abdomen, un nudo de músculos preparado para recibir lo que se le echase encima. Y ahí llegó, con fuerza, con ímpetu. Las cuchillas de viento provocaron decenas de cortes en su chaleco, más no en su piel. Las cuchillas rajaron de arriba abajo sus pantalones, más no su piel.
No, porque su piel era más dura que el titanio y más resistente que un acantilado que, por siglos, ha aguantado las inclemencias del mar. ¿Cómo es que tenía tantas cicatrices? Bueno, quizá porque de joven, cuando era algo más blando, a Kenzou le gustaba igualmente encajar los golpes a pecho descubierto. O quizá era precisamente a raíz de comerse tantos ataques que su piel se había endurecido, convirtiéndole en lo que era ahora.
Kenzou-sama podría recibir un ataque el doble de fuerte que ese, y todavía seguiría sin inmutarse.
Kenzou-sama podría recibir el mordisco de un dragón, y sería el dragón quien tuviese que pasarse por el dentista.
Kenzou-sama podría recibir el mayor tajo del mejor de los samuráis, y sería el samurái quien tuviese que acudir al herrero a por una nueva katana.
Kenzou-sama podría recibir una jodida bijuudama, a bocajarro, ¡y sería capaz de pararla con una jodida mano!
Así era Kenzou. Quizá algún día la Diosa de la Muerte la invitase a su hogar. Pero créanme cuando digo una cosa: aceptará la invitación, porque así lo ha elegido él.
Desapareció de la vista de Daigo en un parpadeo. El Tsukiyama le había visto, todavía desde el aire, cómo había recibido el impacto del mejor de sus fuutones. Y de repente ya no estaba. Sintió que el vello de la nuca se le erizaba.
—¡Gran Torbellino de la Hoja! —oyó a sus espaldas.
Y ahí estaba Kenzou. La Sombra de la Hoja Danzante, que ahora se convertía en un Gran Torbellino. Uno de patadas, ¡pam, pam, pam!, tan veloces que Daigo no supo ni por dónde le venían. El Morikage giró en un movimiento circular sobre sí mismo y…
… y le asestó una patada de mula con el talón en la nuca, arrojándolo con fuerza contra el suelo.
—Uy… ¡Espero no haberme emocionado demasiado! —dijo, súbitamente consciente de que quizá había ido un poco más allá de lo que solía ir con sus genin—. ¿¡Estás bien, Daigo-kun!?
Inclinó la cabeza hacia atrás para seguir a Daigo con la vista, que ahora ejecutaba sellos en el aire, por encima de él. Le hubiese sido muy fácil interrumpir aquel intrépido movimiento, cortarlo de raíz antes siquiera de que saliese a la luz. Pero, ¿dónde estaría la gracia en aquello? ¿Cómo comprobaría de qué pasta estaba hecho su ninja, si no probaba su sabor?
Recibió el fuuton a pecho descubierto. Sus cuádriceps y gemelos, más tensos que una cadena sujetando toneladas de peso. Su abdomen, un nudo de músculos preparado para recibir lo que se le echase encima. Y ahí llegó, con fuerza, con ímpetu. Las cuchillas de viento provocaron decenas de cortes en su chaleco, más no en su piel. Las cuchillas rajaron de arriba abajo sus pantalones, más no su piel.
No, porque su piel era más dura que el titanio y más resistente que un acantilado que, por siglos, ha aguantado las inclemencias del mar. ¿Cómo es que tenía tantas cicatrices? Bueno, quizá porque de joven, cuando era algo más blando, a Kenzou le gustaba igualmente encajar los golpes a pecho descubierto. O quizá era precisamente a raíz de comerse tantos ataques que su piel se había endurecido, convirtiéndole en lo que era ahora.
Kenzou-sama podría recibir un ataque el doble de fuerte que ese, y todavía seguiría sin inmutarse.
Kenzou-sama podría recibir el mordisco de un dragón, y sería el dragón quien tuviese que pasarse por el dentista.
Kenzou-sama podría recibir el mayor tajo del mejor de los samuráis, y sería el samurái quien tuviese que acudir al herrero a por una nueva katana.
Kenzou-sama podría recibir una jodida bijuudama, a bocajarro, ¡y sería capaz de pararla con una jodida mano!
Así era Kenzou. Quizá algún día la Diosa de la Muerte la invitase a su hogar. Pero créanme cuando digo una cosa: aceptará la invitación, porque así lo ha elegido él.
Desapareció de la vista de Daigo en un parpadeo. El Tsukiyama le había visto, todavía desde el aire, cómo había recibido el impacto del mejor de sus fuutones. Y de repente ya no estaba. Sintió que el vello de la nuca se le erizaba.
—¡Gran Torbellino de la Hoja! —oyó a sus espaldas.
Y ahí estaba Kenzou. La Sombra de la Hoja Danzante, que ahora se convertía en un Gran Torbellino. Uno de patadas, ¡pam, pam, pam!, tan veloces que Daigo no supo ni por dónde le venían. El Morikage giró en un movimiento circular sobre sí mismo y…
¡PAAAAAMMMMMMMMM!
… y le asestó una patada de mula con el talón en la nuca, arrojándolo con fuerza contra el suelo.
—Uy… ¡Espero no haberme emocionado demasiado! —dijo, súbitamente consciente de que quizá había ido un poco más allá de lo que solía ir con sus genin—. ¿¡Estás bien, Daigo-kun!?