23/01/2020, 16:08
Oh, Gura y Koku estaban bien. Tras un par de días en los que no pudo contactar con ellas, pues los equipos especializados de Kusa habían buceado a fondo en sus recuerdos para encontrar cualquier tipo de irregularidad, pudo verlas en su nuevo pisito. Uno de los más humildes de la Villa, y que aún así contaba con muchos más lujos que su antigua casa.
Gura alucinaba con cualquier cosa. Con la nevera. Con la cocina sin fuego, como ella le llamaba. Con las luces. Con los cientos de árboles que había por la Villa. Nunca había visto tantos juntos en su vida como aquella última semana. Estaba cumpliendo su sueño, viendo mundo. Y, quién sabe. Quizá algún día hasta la permitiesen ir a un Dojo de Instrucción.
Koku se trataba de habituar a marchas forzadas. Echaba de menos el desierto, el sol, a su gente. Pero tenía que reconocer que aquellas camas eran cómodas. Que poder pasear a media tarde sin tostarse no estaba tan mal. Y que, a fin de cuentas, su pequeña nieta estaba a salvo. Se notaba que de vez en cuando pensaba en su hija, pues su rostro siempre se oscurecía al hacerlo. Pero estaba bien. Estaba bien.
Los tres paseaban un día por la Torre de Ocio. Gura, alucinando con cada tienda, cada restaurante, cada detalle. Para ella, era como un parque de atracciones. Su primero en la vida. Fue entonces cuando Daigo observó algo que, por alguna razón, le llamó la atención. Algo que le sonaba.
Se trataba de un pequeño local, una especie de tienda exótica, a juzgar por la entrada. Una cuyo letrero ponía:
Gura alucinaba con cualquier cosa. Con la nevera. Con la cocina sin fuego, como ella le llamaba. Con las luces. Con los cientos de árboles que había por la Villa. Nunca había visto tantos juntos en su vida como aquella última semana. Estaba cumpliendo su sueño, viendo mundo. Y, quién sabe. Quizá algún día hasta la permitiesen ir a un Dojo de Instrucción.
Koku se trataba de habituar a marchas forzadas. Echaba de menos el desierto, el sol, a su gente. Pero tenía que reconocer que aquellas camas eran cómodas. Que poder pasear a media tarde sin tostarse no estaba tan mal. Y que, a fin de cuentas, su pequeña nieta estaba a salvo. Se notaba que de vez en cuando pensaba en su hija, pues su rostro siempre se oscurecía al hacerlo. Pero estaba bien. Estaba bien.
Los tres paseaban un día por la Torre de Ocio. Gura, alucinando con cada tienda, cada restaurante, cada detalle. Para ella, era como un parque de atracciones. Su primero en la vida. Fue entonces cuando Daigo observó algo que, por alguna razón, le llamó la atención. Algo que le sonaba.
Se trataba de un pequeño local, una especie de tienda exótica, a juzgar por la entrada. Una cuyo letrero ponía:
El Bosque Encantado
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