11/01/2016, 22:22
El país de Amegakure era uno lleno de bendiciones. No sólo la de Ame no Kami, la cual se refleja por la lluvia permanente que cae sobre sus ciudadanos cada día; sino también por la fortaleza de su gente y el poderío que tienen dentro de sus filas. No obstante, y más allá de los aspectos generales que envuelven a este enorme país, hay algo que en particular se antoja extremadamente ventajoso para los que habiten en su interior.
Su posición estratégica en el mapa es sin duda una ventaja favorable. Es un país céntrico, con fronteras sumamente cercanas con el resto de los países. A diferencia de otros ciudadanos, los de la Lluvia no tenían que caminar tanto para llegar a Kuroshiro, por ejemplo; que quien habita en el Remolino.
Por esa razón, a Kaido no le costaba tanto decidir cuando quería tener una pequeña aventura. Simplemente cogía sus utensilios, un morral con una muda de ropa y el overol protector que le cubría de los chubascos, para partir hacia el destino que se pudiera haber propuesto durante sus momentos de ocio en casa. Pero ese día en particular no se trataba de un simple capricho personal, todo lo contrario.
Debía entregar una encomienda a un ciudadano de la ciudad feudal de Notsuba. Su nombre era Amidala, una dama de bello rostro que regentaba un humilde local de comida.
Ese era su objetivo: llegar allí y hacerle entrega del paquete.
Así pues, viajó durante toda la mañana con apenas una de descanso. Para el mediodía, ya se encontraba adentrándose dentro de los grandes murales que rodeaban la ciudad que, ubicada entre dos majestuosos riscos repletos de vegetación, fungía como el refugio permanente —o eso decían las malas lenguas— del señor Feudal. Pero más allá de ello, la edificación de la zona y la cultura propia que mostraba su gente era sin duda una clara pincelada de lo que fue alguna vez el país de la Tierra. Y era momento de que Kaido lo juzgara por sí mismo.
Parecía un diminuto transeúnte entre tanta muchedumbre. Las calles principales estaban agitadas por el ajetreo del mediodía y si quería encontrar el lugar en el que se encontraba Amidala, probablemente tendría que pedir indicaciones. Pero cuando intentaba detener a alguien éste era ignorado. Ni siquiera su apariencia lograba atraer la atención de quienes al parecer estaban apresurados por llegar a casa para pillar su almuerzo.
Después de hacerse reiterativo, el tiburón se mosqueó tanto que estuvo a punto de arrojar sus fauces hacia uno de los hombres que pasó olímpicamente de él. Sin embargo, pudo ver a la distancia a un muchacho contemporáneo que permanecía a mitad de la calle observando las vidrieras. Kaido se acercó a él y le tocó la espalda con un dedo, dos veces.
—Oye, tú. ¿Sabes dónde cojones está el Restaurante de Amidala? —preguntó, con cara de pocos amigos— tengo algo que entregar allí y nadie ha querido darme una sola puta direcc...
Se interrumpió a sí mismo cuando vio la bandana en el cinturón de su reciente interlocutor. Intercaló la mirada entre el símbolo de la cascada —el cual no había podido ver hasta ahora— y el rostro del joven pelinegro, esperando una respuesta. Pero si no recibía una, ya no tenía impedimento para soltar una buena ostia.
Después de todo, ambos eran shinobi. O eso parecía.
Su posición estratégica en el mapa es sin duda una ventaja favorable. Es un país céntrico, con fronteras sumamente cercanas con el resto de los países. A diferencia de otros ciudadanos, los de la Lluvia no tenían que caminar tanto para llegar a Kuroshiro, por ejemplo; que quien habita en el Remolino.
Por esa razón, a Kaido no le costaba tanto decidir cuando quería tener una pequeña aventura. Simplemente cogía sus utensilios, un morral con una muda de ropa y el overol protector que le cubría de los chubascos, para partir hacia el destino que se pudiera haber propuesto durante sus momentos de ocio en casa. Pero ese día en particular no se trataba de un simple capricho personal, todo lo contrario.
Debía entregar una encomienda a un ciudadano de la ciudad feudal de Notsuba. Su nombre era Amidala, una dama de bello rostro que regentaba un humilde local de comida.
Ese era su objetivo: llegar allí y hacerle entrega del paquete.
Así pues, viajó durante toda la mañana con apenas una de descanso. Para el mediodía, ya se encontraba adentrándose dentro de los grandes murales que rodeaban la ciudad que, ubicada entre dos majestuosos riscos repletos de vegetación, fungía como el refugio permanente —o eso decían las malas lenguas— del señor Feudal. Pero más allá de ello, la edificación de la zona y la cultura propia que mostraba su gente era sin duda una clara pincelada de lo que fue alguna vez el país de la Tierra. Y era momento de que Kaido lo juzgara por sí mismo.
Parecía un diminuto transeúnte entre tanta muchedumbre. Las calles principales estaban agitadas por el ajetreo del mediodía y si quería encontrar el lugar en el que se encontraba Amidala, probablemente tendría que pedir indicaciones. Pero cuando intentaba detener a alguien éste era ignorado. Ni siquiera su apariencia lograba atraer la atención de quienes al parecer estaban apresurados por llegar a casa para pillar su almuerzo.
Después de hacerse reiterativo, el tiburón se mosqueó tanto que estuvo a punto de arrojar sus fauces hacia uno de los hombres que pasó olímpicamente de él. Sin embargo, pudo ver a la distancia a un muchacho contemporáneo que permanecía a mitad de la calle observando las vidrieras. Kaido se acercó a él y le tocó la espalda con un dedo, dos veces.
—Oye, tú. ¿Sabes dónde cojones está el Restaurante de Amidala? —preguntó, con cara de pocos amigos— tengo algo que entregar allí y nadie ha querido darme una sola puta direcc...
Se interrumpió a sí mismo cuando vio la bandana en el cinturón de su reciente interlocutor. Intercaló la mirada entre el símbolo de la cascada —el cual no había podido ver hasta ahora— y el rostro del joven pelinegro, esperando una respuesta. Pero si no recibía una, ya no tenía impedimento para soltar una buena ostia.
Después de todo, ambos eran shinobi. O eso parecía.