30/01/2016, 23:44
—Golpéame.
Tan sólo había pronunciado una palabra. Pero aquella palabra estaba cargada de una impersonalidad y una frialdad que Ayame no estaba acostumbrada a escuchar. Ni siquiera en su hermano mayor. Quizás fue eso lo que le hizo titubear durante unos instantes. Y aquello fue más que suficiente para que Kōri atravesara en apenas un parpadeo la distancia que los separaba. Antes de que pudiera siquiera reaccionar, sintió el beso gélido de la muerte en su cuello.
Ayame jadeó, y un escalofrío recorrió su espina dorsal.
—Lo... lo siento...
—¿Qué te pasa? —preguntó él, al tiempo que retiraba la daga de hielo que se había formado en su mano—. Desde hace unos días parece que tienes la cabeza en otra parte.
Ayame desvió la mirada, incapaz de sostener aquellos iris escarchados que la examinaban de aquella manera.
Sí. Tenía la cabeza en otra parte desde hacía varios días. Desde lo ocurrido en aquella siniestra mansión encantada de la que fortuitamente había salido con vida. Desde que había descubierto la terrible verdad que yacía detrás de la destrucción de Kusagakure...
—¡Nada! ¿Qué me va a pasar? —replicó, sin embargo.
Kōri alzó una ceja en un gesto escéptico al ver bailar la sombra de la mentira en la temblorosa voz de Ayame. Sin embargo, en lugar de presionarla en un interrogatorio que no sacaría más que otro berrinche infortuito, se alejó de ella unos pasos:
—Será mejor que lo dejemos aquí —resolvió, y Ayame dejó caer los hombros antes de seguirle con gesto abatido de vuelta a su habitación.
El hotel en el que se habían alojado contaba con varios dojos de entrenamiento reservados aquellos días específicamente para los participantes del torneo que iba a celebrarse en breves. El tatami en cuestión era un edificio adyacente al hotel, construido con madera sobre una tarima flotante que crujía bajo los pies de los dos hermanos.
—No estás concentrada, Ayame —le dijo Kōri de repente.
—¿Q... qué? —Ayame brincó, distraída. Su hermano dejó escapar un profundo suspiro, abrió la puerta corredera con un ligero siseo y le dio paso para salir del lugar.
—Cuando combatimos, ya sea con padre o conmigo, no nos miras a nosotros. Miras más allá, como si estuvieras continuamente perdida. No escuchas nuestras indicaciones, vacilas cada dos por tres. Ni siquiera esquivas los golpes más simples. Si sigues así para el torneo, me temo que no durarás ni dos minutos allí fuera.
Ayame volvió a hundir la mirada, con un punzante dolor a la altura del pecho. Si había algo que le doliera de verdad, era precisamente decepcionar a su familia. Sin embargo...
—¿Algún día confiarás en nosotros?
Aquella frase caló como un jarro de agua fría. Ayame había detenido sus pasos y miraba con ojos desorbitados a su hermano mayor.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que no confías en nosotros. Te ocultas, no nos cuentas nada y tratas de enmascarar tus problemas detrás de una sonrisa temblorosa. Algo dentro de ti cambió cuando empezaste a acudir a la academia ninja. ¿Por qué esa obsesión de llevar siempre algo en la frente? ¿Por qué estás ahora en las nubes?
»Crees que no nos damos cuenta, pero eres como un libro abierto de par en par, Ayame. No nos puedes ocultar nada. Y a padre menos. Si no ha decidido meterse en tu cabeza para sacarte la información es porque respeta tu intimidad. Pero se nos está acabando la paciencia.
Ayame contenía la respiración, aterrorizada ante lo que estaba escuchando. Kōri nunca se había abierto hacia ella de una manera tan clara, pero sus palabras eran cortantes como la más fría ventisca en una noche despejada de invierno. Le hacía daño, dolía de verdad...
Pero antes de que pudiera replicar, o se le ocurriera siquiera algo que decir, se dio media vuelta y continuó su camino hacia la habitación 247.
Tan sólo había pronunciado una palabra. Pero aquella palabra estaba cargada de una impersonalidad y una frialdad que Ayame no estaba acostumbrada a escuchar. Ni siquiera en su hermano mayor. Quizás fue eso lo que le hizo titubear durante unos instantes. Y aquello fue más que suficiente para que Kōri atravesara en apenas un parpadeo la distancia que los separaba. Antes de que pudiera siquiera reaccionar, sintió el beso gélido de la muerte en su cuello.
Ayame jadeó, y un escalofrío recorrió su espina dorsal.
—Lo... lo siento...
—¿Qué te pasa? —preguntó él, al tiempo que retiraba la daga de hielo que se había formado en su mano—. Desde hace unos días parece que tienes la cabeza en otra parte.
Ayame desvió la mirada, incapaz de sostener aquellos iris escarchados que la examinaban de aquella manera.
Sí. Tenía la cabeza en otra parte desde hacía varios días. Desde lo ocurrido en aquella siniestra mansión encantada de la que fortuitamente había salido con vida. Desde que había descubierto la terrible verdad que yacía detrás de la destrucción de Kusagakure...
—¡Nada! ¿Qué me va a pasar? —replicó, sin embargo.
Kōri alzó una ceja en un gesto escéptico al ver bailar la sombra de la mentira en la temblorosa voz de Ayame. Sin embargo, en lugar de presionarla en un interrogatorio que no sacaría más que otro berrinche infortuito, se alejó de ella unos pasos:
—Será mejor que lo dejemos aquí —resolvió, y Ayame dejó caer los hombros antes de seguirle con gesto abatido de vuelta a su habitación.
El hotel en el que se habían alojado contaba con varios dojos de entrenamiento reservados aquellos días específicamente para los participantes del torneo que iba a celebrarse en breves. El tatami en cuestión era un edificio adyacente al hotel, construido con madera sobre una tarima flotante que crujía bajo los pies de los dos hermanos.
—No estás concentrada, Ayame —le dijo Kōri de repente.
—¿Q... qué? —Ayame brincó, distraída. Su hermano dejó escapar un profundo suspiro, abrió la puerta corredera con un ligero siseo y le dio paso para salir del lugar.
—Cuando combatimos, ya sea con padre o conmigo, no nos miras a nosotros. Miras más allá, como si estuvieras continuamente perdida. No escuchas nuestras indicaciones, vacilas cada dos por tres. Ni siquiera esquivas los golpes más simples. Si sigues así para el torneo, me temo que no durarás ni dos minutos allí fuera.
Ayame volvió a hundir la mirada, con un punzante dolor a la altura del pecho. Si había algo que le doliera de verdad, era precisamente decepcionar a su familia. Sin embargo...
—¿Algún día confiarás en nosotros?
Aquella frase caló como un jarro de agua fría. Ayame había detenido sus pasos y miraba con ojos desorbitados a su hermano mayor.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que no confías en nosotros. Te ocultas, no nos cuentas nada y tratas de enmascarar tus problemas detrás de una sonrisa temblorosa. Algo dentro de ti cambió cuando empezaste a acudir a la academia ninja. ¿Por qué esa obsesión de llevar siempre algo en la frente? ¿Por qué estás ahora en las nubes?
»Crees que no nos damos cuenta, pero eres como un libro abierto de par en par, Ayame. No nos puedes ocultar nada. Y a padre menos. Si no ha decidido meterse en tu cabeza para sacarte la información es porque respeta tu intimidad. Pero se nos está acabando la paciencia.
Ayame contenía la respiración, aterrorizada ante lo que estaba escuchando. Kōri nunca se había abierto hacia ella de una manera tan clara, pero sus palabras eran cortantes como la más fría ventisca en una noche despejada de invierno. Le hacía daño, dolía de verdad...
Pero antes de que pudiera replicar, o se le ocurriera siquiera algo que decir, se dio media vuelta y continuó su camino hacia la habitación 247.