28/02/2025, 11:18
Los días habían pasado y, sin embargo, la kunoichi casi que no se había movido de su habitación. Cada vez que la llamaban a comer era un “No tengo hambre”. Cada vez que quiso levantarse de la cama a agarrar un comic o un libro de los que tenía, algo en su cuerpo y en su cabeza se lo impedían. Tanto ella como sus sabanas y su ropa, olían mal. Ella lo sabía y eso le molestaba, pero no tenía ni la voluntad ni la fuerza suficiente como para hacer algo al respecto. Si fuera por ella, ni iría al baño, pero ya era un límite que no llegó a propasar.
Tenía un sentimiento de inutilidad que solo la hundía más en esa cama que parecía atraparla. Literalmente, no podía hacer nada. Si tan solo hubiera sido un poco más dedicada, si tan solo no se hubiera comportado como una niña todo este tiempo. En el momento que recibió esa bandana, tuvo que haber empezado a actuar como una mujer responsable. Tal como quería su padre y toda su familia. Pero no, era tan solo una chica inmadura que no supo sentar cabeza. Y ahora muchos pagaban por eso. Pensó que, si realmente hubiera sido responsable todo ese tiempo, ahora podría estar yendo a buscar a su hermano.
Estos eran tan solo algunos de los pensamientos que le atormentaron durante esos días y esas noches. Aunque ni de cerca eran sus pensamientos más oscuros. Más allá de su profunda melancolía, de sus ojos ya no salían lágrimas. Estaba seca por dentro. Estaba muerta por dentro.
Aquella tarde, una persona entró lentamente a su habitación sin siquiera llamar. Jun ni siquiera miró a su madre al escuchar el ruido de la puerta, estaba boca arriba mirando el techo. Tsubame se acercó, miró el plato de arroz que había traído hace un rato y vio que estaba todavía repleto, ya frío para ese mometno. Tomó el plato e intentó ver a su hija a los ojos. Dentro de estos, no veía absolutamente nada, eran tan solo dos esferas que no reflejaban vida y estaban rodeadas de abundantes ojeras.
—Hija, no te quiero pedir que hagas nada pero ya sabes que ya podemos ver a tu padre. — Jun ni siquiera reaccionó. —Y, bueno, puede que dentro de poco ya pueda volver a casa.
»Tal vez, aunque sea bañarte puede ayudarte a levantarte a hacer algo ¿No crees? — Luego de que la chica no le responda por unos segundos, su madre chasqueó los dedos. —¿Me estás escuchando?
—Vete, por favor. — Dijo desganada aunque con algo de enojo, aún sin mirarla. No parecía tener mucha paciencia en esa situación.
Tsubame suspiró y se retiró de allí.
Luego de unas cuantas horas, pasada la medianoche, Jun logró levantarse. Busco una hoja y comenzó a escribir durante unos cuantos minutos. Con la iluminación que le ofrecía la luna por la ventana, podía ver lo que escribía y podía desenvolverse de manera fluida. Era como si ya había pensado gran parte de aquel texto.
Al finalizar, dobló aquel papel y se lo guardó. Tomó una prenda de ropa y se dirigió a la ducha. Hizo todo lo posible en no hacer mucho ruido, después de todo ya era bastante tarde y no quería molestar a sus familiares.
La lluvia, de la ducha, (muy) caliente caía sobre la cabeza de la chica. Se había aseado ya pero su cuerpo encontraba un momento de paz allí, probablemente de los pocos momentos de paz de hace un largo tiempo ya.
«¿Que soy?»
Luego de apagar la ducha y secar su cuerpo, con una parsimonia impropia de la Nara, miró al espejo. Sin embargo, no encontró a nadie allí. Se puso el kimono floreado que había llevado al baño. Si bien en este predominaba un color blanco, los detalles tenían sutiles tonos de violeta.
Caminó por el pasillo, pero no se dirigió a su habitación, sino a otra de estas. Cuando abrió la puerta, lo hizo suave, no como las miles de veces que lo había hecho anteriormente de manera muy fuerte, generando que la puerta choque contra un mueble mal ubicado.
Cerró la puerta y vio, nuevamente, la organización y limpieza excelsa de la habitación, totalmente contraria a la suya. No parecía que nadie haya entrado ahí desde su partida. Abrió el armario y vio varias de sus prendas colgadas. Tomó una de las camisetas que usaba de una manera más casual por la casa y se quedó observándola, casi fascinada. Obsesiva, acercó su nariz y olió con fuerza esa prenda, buscándolo allí, por lo menos algunos segundos. De hecho, lo encontró. Encontró ese aroma cítrico que tanto usaba Él y con el que siempre andaba inundado. Le recordaba alguna vez que le regaño, otra que la estaba consolando, entre otros vagos recuerdos. Luego de aspirar como adicta, observó por última vez esa prenda y la volvió a guardar.
Antes de retirarse de la habitación, notó que había una pequeña cajita en algún estante del armario. En ella se encontraban dos pendientes, unos que usaba hace unos cuantos años. Estos tenían forma de letras y estaban escritos de manera vertical, por lo que son más alargados que anchos. Uno decía “Lealtad” (忠誠心) y el otro ponía “Disciplina” (躾). Simplemente tomó la caja y la guardó.
Salió de la habitación y se dirigió a las escaleras. Iba con mucha tranquilidad y con paso lento, siempre tanteando de que no haya nadie despierto ni merodeando por su casa. No se encontró a nadie en su trayecto hacia el patio trasero, por lo que salió sin problema alguno. El dojo de prácticas estaba conectado a la casa por un corto camino hecho con unas piedras lisas y aplanadas. Iba a mojarse allí, pero para una amejin el agua de la lluvia era casi lo mismo que una breve brisa para un humano normal.
Lo que sí, no quería enchastrar más su kimono de lo que ya lo iba a hacer, por lo que levantó un poco su prenda para que este no toque el suelo mojado.
Luego de entrar al dojo, rebuscó entre unas armas que Él usaba antaño. Algunas de ellas en desuso que, con el tiempo, se fueron poniendo romas. Él era (o es) un obsesivo con sus espadas, por lo que muchas de ellas si estaban bien cuidadas. Notó que la que estaba buscando, un tantō, estaba en condiciones aptas. Parecía que se usaba bastante para precalentar o para practicar situaciones en las que hay que estar mucho más cerca del oponente.
Ella nunca fue una persona que respete tanto las tradiciones. Pero creía que no está mal respetar algunas de estas.
Sin apuros, caminó al centro del dojo, donde alguna que otra luz de la luna se filtraba por el techo y las puertas de papel, y procedió a ponerse de rodillas. Apoyó, por un lado, el escrito que había redactado esa misma noche y, por el otro, los pendientes que había robado de aquella habitación.
Tomó con ambas manos el mango del arma y se quedó mirando como su filo reflejaba la luz. Pasó de apuntar la punta hacia el frente para apuntar a su propio cuerpo. Podía hacerlo en muchos lados, el cuerpo humano es mucho más frágil de lo que parece y sus puntos mortales son varios. Decidió elegir el órgano que más dañado tenía en ese momento, el corazón. Apoyó la punta en el lado izquierdo de su pecho.
Cerró los ojos e intentó respirar hondo.
Balbuceó unas cuantas palabras y balanceaba la espada para delante y para atrás, estudiando el recorrido.
Para ella misma, se repitió como un mantra: “Sin pensar”. Pero, evidentemente, a su cabeza la atormentaban mil y un pensamientos.
Pasaron algunos minutos y no pudo mantener ese semblante de tranquilidad, estaba nerviosa. De su cara caían gotas de sudor. Seguía balanceando el arma, pero sus manos temblaban.
Intentando no dejarse llevar por su miedo, sacudió la cabeza con desesperación y alzó su tantō lo más alto posible.
Y, finalmente, cuando iba a terminar de ejecutar el movimiento, ella…
…soltó el arma.
Algo le impedía terminar con toda esa miseria. No supo reconocer en ese momento el qué, si su orgullo, su poca esperanza, su propio miedo. Pero lo importante era que decidió frenar la estupidez que estaba a punto de cometer.
Se desplomó en el piso, en posición fetal, y pudiendo romper a llorar de nuevo.
«Ni para esto sirvo.»
Sin embargo, hay algunas derrotas que son más dignas que la victoria.