12/09/2018, 23:40
Los días posteriores a la huida de las otras dos villas de Uzushiogakure fueron tranquilos. Extremadamente tranquilos. Al menos para mi. Me levantaba, comía algo, iba a entrenar cualquier cosa (a correr por la playa, a probar puntería con unos shuriken, a mejorar la coordinación con Stuffy y las técnicas de clan, lo que apeteciera ese día), volvía a comer algo, dormía un rato, volvía a entrenar, volvía a comer algo y volvía a dormir. Y durante todo ese tiempo, pensaba, pensaba todo lo que no había pensado durante mi corta existencia. No hablaba demasiado, pues no tenía nada que añadir al mundo.
Me había pasado años pensando poco o nada sobre las otras villas, claro que tenía curiosidad por sus costumbres y preguntaba, pero nunca con una finalidad más allá de cotillear. Bromeaba sobre la ira homicida de los amenios o sobre la tranquilidad adulterada de los kuseños, pero no eran más que bromas. No lo pensaba realmente. ¿Por qué iba a pensar esas cosas de villas donde no me he criado ni he visto siquiera? Creía que eramos iguales, las tres villas, cada una con costumbres propias y visiones diferentes pero no las juzgaba como mejores o peores, sencillamente eran diferentes.
Juro me demostró eso, esencialmente, cuando nos conocimos. Parecía un chico normal, un genin con sus más y sus menos. Vi reafirmada mi versión, que al fin y al cabo, no eramos tan diferentes en lo importante. Claro que despues vino el primer encontronazo con Daruu, radicalmente opuesto. Amegakure me pareció tan maleducada y tosca como los prejuicios me indicaban. Después se disculpó y me quedé creyendo que solo había tenido un mal día.
Y, cómo no, apareció Datsue. Su versión parecía cierta, al menos en lo básico, los detalles ya podían ser arena de otro costal. No coincidía al cien por cien con su idea, porque la había liado y mucho, enamorarse de una amenia ahora mismo parecía más imprudente que nunca, en su momento, como siempre, no le dí importancia a su procedencia. Datsue la amaba y eso me valía tanto como cualquier otro motivo para estar de su lado. Ahora todo lo que fuese extranjero me generaba incertidumbre, desconfianza y rechazo. Y no tanto por Amegakure, siempre tuve una espinita clavada con esa villa, algo no cuadraba en sus shinobis, todos parecían indecisos entre la paranoia y la psicopatía.
Aotsuki Ayame me lo demostró en privado, me lo corroboró en público y me dejó claro como trabaja su villa. Crean ellos el peligro y después culpabilizan a las victimas, les salió todo de rechupete. Pero, como ya he dicho, esa gente no me inspiraba ninguna confianza, me lo hubiese creído sin problema si me lo hubieran dicho horas antes.
La verdadera razón por la que me había quedado sin palabras era Kusagakure. A esa villa sí que le tenía algo de confianza, me gustaban sus diferencias, desde luego estaban más cerca de la Paz de Shiona que Amegakure de calle. Y, por supuesto, Eikyu Juro, el único extranjero que había conocido que no era un psicópata. No tardé en coger confianza con él, parecía buena gente y yo con eso ya estaba contento, confíe en él. Todo para nada.
A la hora de verdad, tanto Eikyu Juro como toda Kusagakure no tuvo ni que pensarselo antes de juzgarnos de secuestradores y de criminales. Contra más lo pensaba más me cabreaba. ¡Se descontrola un bijuu de Amegakure en nuestra villa! ¡Son nuestros shinobis, Akame y Eri, los que se juegan el pescuezo para evitar que nos mate a todos! ¡Y ENCIMA! ¡Tienen la poca vergüenza de acusarnos de secuestradores! Sentía una rabia que ni yo era capaz de contener. Estaba muy enfadado, por eso me machacaba físicamente, porque mentalmente ardía.
No podía dormir, si no era de extenuación, si me paraba quieto en silencio, rememoraba todo lo que nos habían hecho esos hijos de la gran puta. Como se nos habían puesto en contra, las dos villas, por defender a los nuestros de su monstruo. Por si no fuera poco, ahora, encima, la gente desconfiaba de Akame y Datsue. Vaya soberana gilipollez, joder. Es que encima la gente es gilipollas.
No podía más conmigo mismo. Ahora me daba cuenta de lo estúpido que había sido. Con todo. No avisar a Hanabi ni a Datsue ni a Eri de lo de Ayame, había desconfiado de Stuffy, por prudencia. ¿Prudencia? Mis cojones. Prudencia había tenido más que suficiente, libertad, había tenido más que suficiente. Era el momento de tomar cartas en el asunto, de dar un paso al frente y que caiga lo que tenga que caer. De dejar de ser la fiesta y convertirme en la fiesta.
Las noches empezaban a ser frías, cosa que agradecía profundamente. Aprovechando la ocasión y sopesando mi decisión recién tomada, me subí al tejado de la casa, lo cual no es muy difícil para un shinobi. El tejado era de tejas carmesís, como no. No era un sitio cómodo, porque eran putas tejas, ni siquiera un sitio secreto, toda la casa sabía Ninjutsu. Entonces ¿qué hacía allí? Disfrutar del fresco se podía hacer en el suelo. Pero yo buscaba algo más, buscaba Uzushiogakure. Desde lo alto se podía ver el edificio del Uzukage, con algunas luces aún encendidas, sobretodo la del Despacho del Uzukage, que no estaba seguro de haberla visto apagada últimamente. El jardín de los Cerezos, que estaba horrible en esa época del año. El mar, por desgracia, no se veía, pero se olía. Aunque claro, yo lo olía casi todo.
Veía a Stuffy en el patio, intentando que Kiiro se levantase y jugase con él. Su ritual era que él gruñía, ladraba y le saltaba encima, entonces Kiiro le daba un patazo y Stuffy salía corriendo, esperando que el otro le persiguiese o algo, pero el otro se daba la vuelta e intentaba dormir de nuevo.
Olí algo, oí algo y me giré para recibir a mi madre en mi humilde tejada. Iba vestida de forma oficial, lo cual quería decir, traje completo de chunin de Uzushiogakure. Se iba de misión.
— ¿Cómo vas? — me preguntó sentándose en las tejas como yo.
— Te he dicho que estoy bien, mamá. Estoy vivo, vosotros estáis vivos, toda la villa está viva. Claro que no gracias a mi. — no me estaba compadeciendo de mi, me estaba autorecriminando lo que ellos me llevaban diciendo desde que se anunció el examen. — Debí haberme presentado.
— Me alegro de que no lo hicieras. — soltó, contradiciendo todas nuestras conversaciones anteriores.
— ¿¡Qué!? — flipé
— Lo que has oído, ¡imaginate que llegas a ser tú y no Datsue quien está frente a esa loca! No sé como se paró aquella cosa, pero sé que ninguno de nosotros hubiese podido hacerlo. Si te hubiese pasado algo, dentro de la propia villa, el único sitio que debería ser seguro para nosotros, yo...
Me pasó un brazo por encima de los hombros y me atrajo hacia ella, pegando su cabeza lateralmente con la mía. La dejé hacerlo, pero no hice nada, miraba al infinito. No sabía qué me escocía más, que mi madre me siguiese viendo como a un niño, que considerase a Datsue mejor que yo o que me considerase incapaz de lidiar con Aotsuki Ayame.
— ¿Qué va a pasar ahora?
¿Una guerra de bijuus? ¿Otra vez? ¿A eso se iba a reducir todo de nuevo? Porque tenía todos los papeles. Uzu por un lado, Ame por el otro, Kusa sin bijuu no representaba nada para nosotros. La paz era un recuerdo.
— No lo sé, Nabi. Puede que estalle una guerra mañana mismo o que no pase nada en absoluto durante años. Eso ya no depende de mi, sino de vosotros. Tu generación es la que decidirá lo que ocurre. Al fin y al cabo, sois los que tenéis el verdadero poder en todo esto.
Por un momento, sonó filosófico y profundo, como si todos nosotros, los jóvenes, fuéramos personajes principales o algo, luego comprendí que se refería a que los dos jinchurikis de la villa eran de nuestra generación y se me pasó. Se separó y se levantó, estirando un poco los músculos.
— Bueno, marcho de misión, volveré en un par de días. Tu padre mañana tiene misión también, así que tendrás que cuidar de Kiiro. Nada de hacer fiestas en casa, eh.
Se rió de mi antes de irse saltando de tejado en tejado.
Cuando ves a tu madre, que debería tener un aspecto de vieja que no se lo aguantase, con aspecto de acabar de cumplir veinte años saltando tan alegremente hacia su misión, mientras tu padre no hace más que quejarse de huesos que no sabes ni donde están, en ese preciso instante te das cuenta de que has heredado los genes malos de la familia.
Y ahí acaba todo. Al final no hubo una reflexión profunda, no hubo una gran verdad reveladora que me hizo enderezarme, fueron los palazos de la vida los que me pusieron en el camino que nunca quise recorrer. Había hecho lo imposible para evitarlo, había parado los relojes, había movido atrás las manecillas, había cerrado los ojos para no verlo. Pero ahí estaba, tocaban las campanadas que lo anunciaban.
Había llegado la hora. La indeseable hora de madurar.
Me había pasado años pensando poco o nada sobre las otras villas, claro que tenía curiosidad por sus costumbres y preguntaba, pero nunca con una finalidad más allá de cotillear. Bromeaba sobre la ira homicida de los amenios o sobre la tranquilidad adulterada de los kuseños, pero no eran más que bromas. No lo pensaba realmente. ¿Por qué iba a pensar esas cosas de villas donde no me he criado ni he visto siquiera? Creía que eramos iguales, las tres villas, cada una con costumbres propias y visiones diferentes pero no las juzgaba como mejores o peores, sencillamente eran diferentes.
Juro me demostró eso, esencialmente, cuando nos conocimos. Parecía un chico normal, un genin con sus más y sus menos. Vi reafirmada mi versión, que al fin y al cabo, no eramos tan diferentes en lo importante. Claro que despues vino el primer encontronazo con Daruu, radicalmente opuesto. Amegakure me pareció tan maleducada y tosca como los prejuicios me indicaban. Después se disculpó y me quedé creyendo que solo había tenido un mal día.
Y, cómo no, apareció Datsue. Su versión parecía cierta, al menos en lo básico, los detalles ya podían ser arena de otro costal. No coincidía al cien por cien con su idea, porque la había liado y mucho, enamorarse de una amenia ahora mismo parecía más imprudente que nunca, en su momento, como siempre, no le dí importancia a su procedencia. Datsue la amaba y eso me valía tanto como cualquier otro motivo para estar de su lado. Ahora todo lo que fuese extranjero me generaba incertidumbre, desconfianza y rechazo. Y no tanto por Amegakure, siempre tuve una espinita clavada con esa villa, algo no cuadraba en sus shinobis, todos parecían indecisos entre la paranoia y la psicopatía.
Aotsuki Ayame me lo demostró en privado, me lo corroboró en público y me dejó claro como trabaja su villa. Crean ellos el peligro y después culpabilizan a las victimas, les salió todo de rechupete. Pero, como ya he dicho, esa gente no me inspiraba ninguna confianza, me lo hubiese creído sin problema si me lo hubieran dicho horas antes.
La verdadera razón por la que me había quedado sin palabras era Kusagakure. A esa villa sí que le tenía algo de confianza, me gustaban sus diferencias, desde luego estaban más cerca de la Paz de Shiona que Amegakure de calle. Y, por supuesto, Eikyu Juro, el único extranjero que había conocido que no era un psicópata. No tardé en coger confianza con él, parecía buena gente y yo con eso ya estaba contento, confíe en él. Todo para nada.
A la hora de verdad, tanto Eikyu Juro como toda Kusagakure no tuvo ni que pensarselo antes de juzgarnos de secuestradores y de criminales. Contra más lo pensaba más me cabreaba. ¡Se descontrola un bijuu de Amegakure en nuestra villa! ¡Son nuestros shinobis, Akame y Eri, los que se juegan el pescuezo para evitar que nos mate a todos! ¡Y ENCIMA! ¡Tienen la poca vergüenza de acusarnos de secuestradores! Sentía una rabia que ni yo era capaz de contener. Estaba muy enfadado, por eso me machacaba físicamente, porque mentalmente ardía.
No podía dormir, si no era de extenuación, si me paraba quieto en silencio, rememoraba todo lo que nos habían hecho esos hijos de la gran puta. Como se nos habían puesto en contra, las dos villas, por defender a los nuestros de su monstruo. Por si no fuera poco, ahora, encima, la gente desconfiaba de Akame y Datsue. Vaya soberana gilipollez, joder. Es que encima la gente es gilipollas.
No podía más conmigo mismo. Ahora me daba cuenta de lo estúpido que había sido. Con todo. No avisar a Hanabi ni a Datsue ni a Eri de lo de Ayame, había desconfiado de Stuffy, por prudencia. ¿Prudencia? Mis cojones. Prudencia había tenido más que suficiente, libertad, había tenido más que suficiente. Era el momento de tomar cartas en el asunto, de dar un paso al frente y que caiga lo que tenga que caer. De dejar de ser la fiesta y convertirme en la fiesta.
Las noches empezaban a ser frías, cosa que agradecía profundamente. Aprovechando la ocasión y sopesando mi decisión recién tomada, me subí al tejado de la casa, lo cual no es muy difícil para un shinobi. El tejado era de tejas carmesís, como no. No era un sitio cómodo, porque eran putas tejas, ni siquiera un sitio secreto, toda la casa sabía Ninjutsu. Entonces ¿qué hacía allí? Disfrutar del fresco se podía hacer en el suelo. Pero yo buscaba algo más, buscaba Uzushiogakure. Desde lo alto se podía ver el edificio del Uzukage, con algunas luces aún encendidas, sobretodo la del Despacho del Uzukage, que no estaba seguro de haberla visto apagada últimamente. El jardín de los Cerezos, que estaba horrible en esa época del año. El mar, por desgracia, no se veía, pero se olía. Aunque claro, yo lo olía casi todo.
Veía a Stuffy en el patio, intentando que Kiiro se levantase y jugase con él. Su ritual era que él gruñía, ladraba y le saltaba encima, entonces Kiiro le daba un patazo y Stuffy salía corriendo, esperando que el otro le persiguiese o algo, pero el otro se daba la vuelta e intentaba dormir de nuevo.
Olí algo, oí algo y me giré para recibir a mi madre en mi humilde tejada. Iba vestida de forma oficial, lo cual quería decir, traje completo de chunin de Uzushiogakure. Se iba de misión.
— ¿Cómo vas? — me preguntó sentándose en las tejas como yo.
— Te he dicho que estoy bien, mamá. Estoy vivo, vosotros estáis vivos, toda la villa está viva. Claro que no gracias a mi. — no me estaba compadeciendo de mi, me estaba autorecriminando lo que ellos me llevaban diciendo desde que se anunció el examen. — Debí haberme presentado.
— Me alegro de que no lo hicieras. — soltó, contradiciendo todas nuestras conversaciones anteriores.
— ¿¡Qué!? — flipé
— Lo que has oído, ¡imaginate que llegas a ser tú y no Datsue quien está frente a esa loca! No sé como se paró aquella cosa, pero sé que ninguno de nosotros hubiese podido hacerlo. Si te hubiese pasado algo, dentro de la propia villa, el único sitio que debería ser seguro para nosotros, yo...
Me pasó un brazo por encima de los hombros y me atrajo hacia ella, pegando su cabeza lateralmente con la mía. La dejé hacerlo, pero no hice nada, miraba al infinito. No sabía qué me escocía más, que mi madre me siguiese viendo como a un niño, que considerase a Datsue mejor que yo o que me considerase incapaz de lidiar con Aotsuki Ayame.
— ¿Qué va a pasar ahora?
¿Una guerra de bijuus? ¿Otra vez? ¿A eso se iba a reducir todo de nuevo? Porque tenía todos los papeles. Uzu por un lado, Ame por el otro, Kusa sin bijuu no representaba nada para nosotros. La paz era un recuerdo.
— No lo sé, Nabi. Puede que estalle una guerra mañana mismo o que no pase nada en absoluto durante años. Eso ya no depende de mi, sino de vosotros. Tu generación es la que decidirá lo que ocurre. Al fin y al cabo, sois los que tenéis el verdadero poder en todo esto.
Por un momento, sonó filosófico y profundo, como si todos nosotros, los jóvenes, fuéramos personajes principales o algo, luego comprendí que se refería a que los dos jinchurikis de la villa eran de nuestra generación y se me pasó. Se separó y se levantó, estirando un poco los músculos.
— Bueno, marcho de misión, volveré en un par de días. Tu padre mañana tiene misión también, así que tendrás que cuidar de Kiiro. Nada de hacer fiestas en casa, eh.
Se rió de mi antes de irse saltando de tejado en tejado.
Cuando ves a tu madre, que debería tener un aspecto de vieja que no se lo aguantase, con aspecto de acabar de cumplir veinte años saltando tan alegremente hacia su misión, mientras tu padre no hace más que quejarse de huesos que no sabes ni donde están, en ese preciso instante te das cuenta de que has heredado los genes malos de la familia.
Y ahí acaba todo. Al final no hubo una reflexión profunda, no hubo una gran verdad reveladora que me hizo enderezarme, fueron los palazos de la vida los que me pusieron en el camino que nunca quise recorrer. Había hecho lo imposible para evitarlo, había parado los relojes, había movido atrás las manecillas, había cerrado los ojos para no verlo. Pero ahí estaba, tocaban las campanadas que lo anunciaban.
Había llegado la hora. La indeseable hora de madurar.
—Nabi—