6/01/2016, 02:43
Era una noche fría y con el cielo despejado. Silenciosa. Demasiado silenciosa. De aquellas noches que susurran problemas al oído. De aquellas noches malditas en las que las sombras son más que sombras y las luces no son siquiera luces. Y los guardias de la puerta de la fortaleza del rey de los samurais lo sabían.
Pero toda su atención no fue suficiente para percatarse de lo que se les venía encima.
Hacía mucho frío en aquél terreno accidentado, pero Jūrina había estudiado la fortaleza, y el risco era el mejor sitio para un disparo certero y mortífero. Se guiaba por el momento por sus otros sentidos: la vista debía reservarla para el momento culmen. Se le coló el pie en la nieve y estuvo a punto de caer, pero ayudándose de sus manos pudo escalar el último montículo.
Suspiró. Tomó aire y lo expulsó varias veces, tratando de tranquilizarse. Lo había hecho otras tantas veces, ¿por qué se ponía nerviosa ahora, que es cuando más tranquila debía estar.
—No —se dijo a sí misma, como instándose a tomárselo con la calma habitual—. Tienes que hacerlo, Jūrina. No fallarás. Eres infalible...
Activó su Byakugan, cerró uno de los ojos y se concentró al máximo en el otro. Extendió su brazo derecho y cargó una buena cantidad de chakra en el dispositivo que tenía atado a él.
—Uno —pronunció en voz alta, y disparó—. Y dos. —Volvió a disparar.
Cayó a la nieve y dejó a su cuerpo rodar por la montaña. No había fallado. Sabía que había cumplido su parte, y con eso le bastaba. Ahora estaba liberada de toda responsabilidad.
Suspiró de nuevo y decidió que volvería al Templo a esperar a los demás. A los que volviesen con Ieyasu.
Un destello azul hendió el aire a una velocidad casi instantánea, y atravesó el casco del primero de los guardias, también el muro de roca que había detrás, y se hundió en la nieve del patio.
—¡Eh! ¿Quién anda a...?
Zzzzum. Otro disparo, directo a la cabeza. El guardia sufrió el mismo destino que su compañero.
—Vamos. Los demás deben estar ya dentro —dijo una mujer pelirroja a su compañero, un hombre vestido con ropas de otro tiempo debajo de la túnica, negra como la noche.
—Cuando gustéis —cedió Kodai.
Ambos entraron en el recinto de un salto, y consiguieron avanzar apenas unos metros antes de ser interceptados por un grupo de ocho guardias.
—Joder, empezamos bien. Y yo creía que podríamos colarnos sigilosamente. —Gōna no quiso perder el tiempo, y sin haber terminado de pronunciar las palabras, extendió las manos e hizo surgir dos cadenas de chakra.
Las cadenas apresaron las espadas de dos de los samurais, y con presteza se agitaron y les arrebataron los filos, que fueron a acabar en guarda de la mujer.
—Rendíos ahora, y uniros a Masamune Ieyasu, y a su Segundo Imperio, y os perdonaremos la vida.
—¡Y una mierda! Malditos ninjas, ¡qué sabréis vosotros de los samurais!
Sus compañeros asintieron al unísono, así que el mensaje estaba claro: aquellos no eran de los que iban a apoyar a Ieyasu fácilmente. Debían acabar con sus vidas inmediatamente, si querían seguir asaltando la fortaleza. Tanto Kodai como Gōna lo sabían, de modo que...
Gōna se movió en un sólo instante y asesinó a los dos samurai a los que les había quitado la espada. Otros dos se lanzaron a por ella, pero con dos cadenas les ató los pies y les hizo girar sobre sí mismos de modo que ambos se cortaron el cuello entre ellos mismos.
Kodai se mantuvo impertérrito en su sitio mientras los otros cuatro samurai esgrimían sus katanas contra él. Esquivó al primero y clavó su arma en el segundo. La sacó y dio media vuelta, bloqueando al tercero, y saltó sobre él con una grácil voltereta evitando al cuarto. Rajó el cuello del que acababa de parar, y recibió a dos de ellos que venían a atacarle. Bloqueó uno de los ataques, y el otro parecía que iba a dar en el blanco, pero dio únicamente en una capa de rocas.
En un instante, las rocas de una pared cercana parecían haberse alineado para vestirle a Kodai una armadura de corte medieval. El caballero sonrió, y aprovechó lo estupefactos que estaban los contendientes para matarlos a los dos.
Una sorpresa aún le aguardaba, sin embargo. Desde la espalda, un samurai había conseguido cargar su espada de chakra y lanzar una onda de poder que no tardaría en impactarle en la espalda y romper su armadura, arrojándolo a él al suelo y a su espada por los aires. Se dio la vuelta en el último momento, sólo para comprobar que la punta de una katana se dirigía hacia su cuello.
—¡¡Kodai!! —llamó Gōna, pero era demasiado tarde.
Y sin embargo, con agilidad sorprendente, Kodai rodó hacia la derecha y esquivó el sable, que quedó enterrado en la nieve un instante. Se quitó el guante negro de una de sus manos, y reveló el brillo dorado del oro en su extremidad. Se aferró al tobillo del samurai, y ante la atenta e incrédula mirada de la Uzumaki, el soldado se convirtió en una estatua de oro, de oro puro.
—¿Q... qué?
—Tened cuidado con lo que deseáis, mi señora —explicó Kodai—. Las bendiciones poco tardan en tornarse en maldición.
—¡¡TRAIDORES!! —Un noveno samurai había surgido de unos arbustos, y se dirigía hacia Gōna a gran velocidad.
—Está bien, Kodai. Déjame enseñarte de lo que soy capaz yo —Gōna extendió una mano, y una cadena se ató al torso del samurai. Un destello blanco, y el guardia había desaparecido.
—Dios santo —se asombró Kodai—. Habíanme hablado de esto, pero no me mencionaron vuestro nombre, sino el de otra mujer. ¿Será que...?
—Mi madre no suele hablar de mí. Supongo que no está muy orgullosa de una traidora como yo —dijo—. Venga. Sigamos con el trabajo.
Ambos ninjas corrieron hacia el interior de la fortaleza.
Después de que las cadenas de aquella mujer le atraparan, se creyó haber muerto, pero en realidad sólo había sido víctima de un extraño sopor. Ahora estaba allí, en aquella habitación tan cálida, transportado a lo que parecía ser otro mundo.
No había puertas, no había ventanas, sólo aquella decoración rústica tan acogedora, dos sofás de tela roja y una estantería con libros. Las paredes eran de color caqui y el suelo estaba recubierto de una moqueta del color de la hierba de primavera.
Se dio cuenta de que no tenía su espada ni su armadura, sólo la ropa que llevaba debajo. En una silla, había una túnica negra con capucha colgada, como si le hubiese estado esperando.
Un destello rojizo y un pequeño estruendo hizo que se diera la vuelta.
Allí estaba ella, sentada en uno de los sofás, cruzada de piernas, con una enigmática sonrisa esgrimida en el rostro, como el arma que debía haberlo matado.
Corrió hacia ella, pero ella levantó la mano indicándole que cesara de perseguirla, y él, no supo por qué, lo hizo.
—Por favor, toma asiento. No tenemos mucho tiempo —dijo ella. Su voz sonaba tranquila, en paz. Relajante, incluso. Contrastaba con la pedantería con la que se había dirigido a su compañero allá arriba, o abajo, o donde quiera que hubiesen estado antes.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿Dónde estoy? —contestó. Sin embargo, dio dos pasos hacia atrás y obedeció: se sentó en el sofá.
—Necesito que confíes en mis palabras, así que empezaré diciéndote la verdad. Me llamo Uzumaki Gōna, soy hija de Uzumaki Shiona, Uzukage de Uzushiogakure, en el País de la Espiral. Ahora soy una de los Nana Nukenin, el consejo de ninjas y espías en el continente de Masamune Ieyasu. —explicó—. ¡Sssh! ¡Déjame acabar de hablar!
Estaba a punto de interrumpirla a voces, pero volvió a relajarse y decidió que quería escuchar todos los detalles.
—Escúchame. No te interesa con quién estoy o con quién no, pero es una evidencia que si no te hubiese traído aquí hubieras muerto. No te puedo prometer cuánto tiempo pasarás aquí, pero necesito que hagas una cosa. Es importante.
—¡Y unos cojones! Has matado a varios de mis compañeros, ¿y quieres que me crea que...?
—¡Imbécil! ¡No estoy con Ieyasu, pero tengo que aparentar! ¿Lo entiendes? Esto es importante. Ieyasu pretende levantar otro Imperio Samurai. Toda la filosofía de paz y neutralidad de tu pueblo se va a ir al garete. Pretende abrir una guerra discreta contra el mundo shinobi. Y eso no sólo nos hace daño a nosotros.
—¿Y qué quieres que haga, mujer? ¡Sólo soy un maestro! ¡Enseño a manejar la espada para protegernos! ¡No puedo luchar contra alguien que dices que es capaz de ganarle al rey de los samurais! —dijo. Se levantó, furioso. Todo se había desmoronado delante de sus ojos. La semana anterior, su mujer y sus hijos habían perdido la vida en una tormenta de nieve. Y ahora esto. Todo... Todo se había acabado...
Se echó a llorar.
—¡Eh, eh! Escucha, samurai, eres un buen tipo, estoy seguro. Y si te pido una sóla cosa, una sóla, seguro que serás capaz de ayudarnos. A todos, ¿sí? ¿Cómo te llamas? —preguntó Gōna.
—Yo... yo... Mi nombre es Rukairo Noka, kunoichi-san...
—Noka. Cuando venga a buscarte, quiero que salgas de aquí. Que salgas de aquí y vayas al continente. Corre, ponte a salvo, y busca un hogar. Y, por todo en lo que creas, avisa a los ninja. Avísales, avísales del peligro que les viene del este...
»No digas a nadie de dónde has sacado esta información, te lo ruego, o Ieyasu podría descubrirme. Y si alguna vez te cruzas con Uchiha Migime... Cuéntaselo. Todo. Y quédate con ella. Te ayudará y te enseñará a ser más que un maestro. Además, creo que necesitará algo de compañía.
Los dos guardias recorrían el pasillo huyendo de un intruso. Era irónico, porque se supone que los guardias están para proteger la fortaleza, pero en ese caso ambos sabían que si se quedaban, iban a morir. Y ninguno de los dos era tan honorable como se supone que debía de ser un samurai, en el fondo. Aquél mocoso era demasiado para ellos dos, incluso juntos, además, tenía un poder... Demoníaco.
Pero no sabían lo que les esperaba al entrar en aquella sala.
—¡Espera, para, para! —dijo uno de ellos, y puso su brazo para detener al otro. Se encontraban en una habitación a la que, por raro que suene, se le había removido el suelo. Un paso más, y caerían...
En un foso lleno de huesos puntiagudos.
Las paredes recubiertas también de esos huesos estaban. Y el techo. Y sobre una pequeña plataforma también hecha enteramente de material óseo, allí estaba él. El dichoso demonio rubio, de brazos cruzados y bocaabajo como un murciélago, con una sonrisa tan terrorífica como la perspectiva de caer al precipicio.
Intentaron volver atrás, pero un estruendo les arrojó el trasero al suelo. Una barrera hecha de huesos creció también cubriendo el pasillo por donde habían venido.
—Bueno, bueno... —dijo Sansu—. ¿Que os parece si pasamos aquí un ratito charlando? Os he dado una salida: uníos a mí y ayudadme a ayudar al amo Ieyasu. Ya que no tenéis honor para servir a un señor, dejad que os enseñe a respetar a otro. La familia Masamune os devolverá la gloria. Es muy fácil.
—P-puede que sea un cobarde, ¡pero no soy un traidor, maldito niñato!
—En fin. Tenemos toda la noche. También podéis bañaros en la piscina de huesos... Pero el único líquido que encontraréis será vuestra propia sangre.
Una nueva onda de chakra se dirigía hacia Raion, pero con un simple movimiento y su lanza cargada de mortales rayos, dividió la onda en dos y la evitó. Las dos ráfagas resultantes golpearon en las columnas doradas de la sala del trono y las partieron por la mitad. Casi se derrumbaron encima de Rōnko, pero se apartó con una voltereta más ágil de lo que sugería el aspecto de su envergadura.
—Joder, si os seguís cargando esto voy a tener que empezar a romper esas cabezotas de chorlito que tenéis —dijo el Akimichi, moviendo entre sus dedos un pequeño martillo dorado que intimidaba más bien poco.
—No te preocupes, Rōnko, de momento me basto sola.[color]
—[color=salmon]Sí, Raion, sí, pero si siguen rompiendo las columnas nos van a tirar la habitación encima. ¿Dónde está el rey?
—Ieyasu ya debe estar luchando con él. ¡Vamos, terminemos con esto! —le dijo al último samurai que quedaba en la sala.
Resultó que se movía bastante mejor que los demás. Mantuvieron una refriega bastante igualada, hasta que el guardia consiguió cortar la lanza de Raion en dos.
O eso pareció, porque Raion dio una finta rodeando al guardia y le puso el tubo separado de la lanza en la nuca. Una descarga eléctrica acabó con el guardia de un golpe.
—Vaya, pues parece que no, no necesitabas ayuda. —Pero las grandes puertas de hierro se abrieron de par en par, y lo que se acercaba hacia ellos no era otra cosa sino un escuadrón entero de samurais. Lanzaron sus ondas una y otra vez. Eran decenas. Tal vez cincuenta—. ¿Ahora sí?
—Ahora sí. Te los aguanto.
Raion dio un paso adelante y soltó la lanza. Extendió ambos brazos y de la punta de sus dedos liberó una tormenta de rayos que envolvió a los samurai, haciéndoles soltar las armas y retorcerse en gritos y dolor. Quedaron quietos, y eso es todo lo que Rōnko necesitaba.
El coloso, se elevó en el aire esgrimió su martillo.
—¡¡Zuchibaika no Jutsu!! —gritó, y su martillo dorado creció hasta ser más grande que las propias columnas, y con él aplastó a los guardias y rompió el suelo de azulejos, resquebrajándolo.
Dos columnas más cayeron antes de que el martillo volviera a hacerse pequeño.
Raion se sacudió para limpiarse la sangre de la cara y recogió la lanza.
—Demasiada sangre. Demasiada muerte. Estos guardias eran hombres leales.
—También los más fuertes. Los de Sanrō-yama no son tantos, ni tan valientes. Se someterán —expuso Rōnko.
—Y caerán contra los ninjas. Pasará algo de tiempo hasta que Ieyasu pueda permitirse hacer una guerra. Su espada no bastará. Habrá que instruirlos.
—Sí... Y me temo que también habrá que purgar traidores. Eso va a ser más difícil. Morirán niños.
La estancia estaba iluminada por la suave luz de unos cuantos candiles rojos. En cuanto había entrado Warau se había hecho a ella. Había sacado sus instrumentos de tortura y los había dejado bien a la vista, y se había dedicado a hacer un poco de ruido. Ahora tenía a dos guardias atados a la pared, y a dos vigilando afuera. A esos dos ya los había seducido para que permanecieran en el bando correcto. Sí señor.
—Kishishishishi.... —rió, y se acercó de nuevo al moreno de pelo largo y mirada desafiante. Le había desnudado por completo, y aunque ya le había arrancado un par de dedos del pie, seguía sin romperse su moral.
Se lo estaba pasando en grande con aquellos samurai. Podía jugar más tiempo con ellos antes de que suplicaran la liberación.
Y si tan sólo Ieyasu no le hubiera prohibido no perdonarlos...
—Venga, repite conmigo, no es tan difícil... "Juro servir a Masamune Ieyasu como mi nuevo y único señor". Vamos...
—¡Jamás! ¡Por mi honor, jamás serviré a esa sabandija! ¡Puedes arrancarme los ojos o cortarme los huevos, pero seguiré siendo leal a Bushiō!
A Warau se le ensanchó la sonrisa. Se dio la vuelta y cogió uno de sus cuchillos de encima de la mesa.
—Bien, bien, perfecto... Perfecto. ¿Empezamos por los ojos o...?
El sol ya debía estar saliendo, pues el ambiente ya no era oscuro como cuando todo aquello había empezado. Sin embargo, el cielo estaba cubierto de nubes, por lo que el clásico anaranjado del amanecer se había visto transformado en el gris de las cosas muertas.
El uno al lado del otro, dos hombres caminaban por un grandioso puente, ornamentado con espirales y otros dibujos. Un puente que cruzaba un río de aguas furiosas, revueltas. Removidas como las almas de aquellos hombres, pese su aparencia sosegada y tranquila.
—De modo que has acabado haciéndolo. Tú y tus esbirros lo habéis conseguido, ¿eh? Vas a matar de un disgusto a este pobre viejo... —Desde que habían cruzado caminos, los hombres no se habían dirigido palabra alguna. El primero que cortó el silencio fue un hombre de unos sesenta años, que sin embargo parecía estar completamente en forma. Vestía una túnica blanca, pero la recubría con una armadura de placas al estilo samurai, que le cubría el pecho, los brazos y parte de la cadera y piernas por la caída de la vestimenta. Su cabello era gris, lacio, liso y a media melena, y en su rostro lucía una pequeña perillita retorcida hacia arriba. Así era Bushiō, el rey de los samurai.
Su acompañante vestía de forma similar. La misma túnica llevaba Ieyasu, pero de un negro profundo, como si con ello quisiera marcar distancias con su rey. El levantado lucía con orgullo su melena rizada y dos espadas, una de plata, esbelta, ornamentada, bella y peligrosa; y otra más corta de acompañamiento.
—Lamento que tu muerte vaya a ser tan triste, viejo, pero lo que dará fin a tu vida no será el disgusto sino el amargo beso del acero —replicó Ieyasu, apartándose un poco de Bushiō por si se le ocurría acabar con aquello tomando su sorpresa como ventaja.
Bushiō cesó de andar en brusco y bajó la mirada, consternado, negando con la cabeza.
—Hijo mío, te has desviado del camino correcto, pero yo no lo he hecho. No voy atacarte si no es de frente y asegurándome de que entiendas mi deseo de hacerte daño. Tengo mi honor, Ieyasu. —Decepcionado, dió dos pasos hacia atrás y desenvainó su espada corta de acompañamiento—. Y sin embargo, me temo que soy yo el que está en peligro si confía en el poco honor que permanece en ti.
Ieyasu desenvainó también su espada de acompañamiento. Ambos, desafiantes, comenzaron a dar pasos en lateral, caminando en círculos alrededor del centro del puente.
—¿Honor? ¡Qué sabrás tú de honor! ¡Tú y los que vinieron antes que tú, traidores a la sangre de nuestros fundadores! ¡De los Masamune! ¡Fundadores de los samurai y orgullosos emperadores de Ōnindo! —El único ojo inyectado en sangre de puro rencor, Ieyasu parecía pisar la piedra del puente con terrible furia—. Y por si fuera poco, te atreves a llamarme hijo, tú... Sólo soy el hijo de un hombre, y ese hombre se llama Masamune Kenyasu... Un gran hombre.
Bushiō entrecerró los ojos y negó con la cabeza. ¿Qué había hecho mal? ¿En qué se había equivocado? ¿Cómo podía existir gente así? Los Masamune habían sido emperadores, pero hacía tantas y tantas generaciones de aquello... ¿Por qué Ieyasu? ¿Por qué?
—Todos sois mis hijos... Y tu padre era coml un hermano... ¿Qué te ha pasado, Ieyasu? Hace siglos que no tomamos partido. Vivimos en paz. ¡Hemos parado guerras mediante la negociación y el entendimiento! ¡No creamos guerras! —explicó Bushiō.
—Los ninjas no se merecen nuestra negociación y entendimiento. Tantas naciones, y tantos señores gordos, inútiles y ociosos que mueven fichas en un tablero que no es suyo... ¡Aquí no hay guerra, no, Bushiō! ¡Porque gobernamos toda la isla con mano firme! —espetó Ieyasu—. Con un Segundo Gran Imperio Samurai, con un Ōnindo controlado con firmeza, todos viviremos en paz bajo los ideales de nuestro código. ¿Cuánto crees que pasará hasta que los shinobi intenten conquistarnos a nosotros también? Es la hora. ¡El amanecer de un nuevo Sol!
—Estás demasiado perdido como para recuperarte, Ieyasu. Mucho me temo que debo poner fin a tus aspiraciones. —dijo Bushiō, tras meditarlo unos segundos.
—Entonces hablará el acero, y te advierto: mis palabras ahora suenan con más fuerza que hace un tiempo, maestro —amenazó Ieyasu, todavía con su espada en mano y acariciando a Kitsunedachi con la otra.
—Que así sea, amigo mío. No le temo a tu espada, pues hay honor en la derrota, mas no en el fraticidio.
—¡¡Te he diCHO QUE NO ME HABLES DE HONOR!! —exclamó Ieyasu, totalmente fuera de sí, y se lanzó en embite directo contra Bushiō con la espada en punta.
El rey de los samurai bloqueó el arma con un simple movimiento de la zurda expulsando chakra desde el dorso de su mano, e intentó sesgar el brazo de su antiguo alumno con la espada, pero éste se dafó con un giro de trescientos sesenta grados.
Ieyasu lanzó un corte al cuello, y Bushiō se agachó y le propinó una patada en el estómago que lo arrojó varios metros hacia atrás.
—Y pensar que el Consejo pensaba elegirte como mi sucesor... Matarte hoy será lo más útil para el mundo que he hecho en toda mi vida... —se lamentó Bushiō, en guardia.
—¡Intentarlo será lo último que harás en ella! —Se levantó de un salto y corrió hacia el viejo samurai.
—Dōkenryū: Yamagiri —anunció Bushiō mientras clavaba la espada en el puente, y el suelo empezó a quebrarse bajo sus pies. Se crearon bloques y grietas que subían y bajaban, y los samurai saltaron de unas a otras golpeando y parando con el filo de sus espadas de acompañamiento en una danza de acero mortal.
Aterrizaron en dos peñascos el uno en frente del otro. Les separaban unos metros, pero sus espadas deseaban besarse. Bushiō guardó su espada de entrenamiento y desenvainó a Liderazgo, su katana favorita.
—Dejemos a nuestras hijas conversar un rato, Ieyasu... Cesemos de jugar.
—La tuya conversará... —dijo Ieyasu—. La mía te destruirá.
El alumno desenvainó su espada de plata, que emitió un terrible sonido, como el silbido de un demonio del viento.
—Veo mucho mal en esa espada, Ieyasu. Utilizarla no te traerá nada bueno... ¿Qué estás tramando? Ese chakra... ¡No eres mejor que esos ninjas que dices odiar!
—Yo no odio a los ninjas —repuso Ieyasu—. ¡Los gobierno!
Saltó y dio un corte directo en vertical a Bushiō, quien intentó defenderse con Liderazgo. Los aceros escupieron chispas cuando se encontraron, pero la espada de Bushiō no tardó más de un instante en romperse por la mitad.
El viejo samurai entrecerró los ojos y saltó hacia atrás dando una voltereta, situándose en el borde del puente.
—No eres tú quien me está ganando, sino el monstruo que llevas detrás de tus ataques —dijo Bushiō.
—¡Excusas de un abuelo perdedor! —Ieyasu levantó la espada y empezó a acumular un chakra rojizo y negro en el filo de la espada—. Este es tu final, Bushiō.
—Tu error será subestimarme. —Bushiō también cargaba su chakra en la espada rota, que retomaba su filo original e incluso crecía de tamaño.
—El tuyo ha sido no huir de mí. ¡Bijūdamagiri! —El chakra formó una pequeña esfera negra en la punta de Kitsunedachi, y cuando Ieyasu bajó su filo, tomó la forma de una media luna asesina que se dirigió hacia Bushiō.
—Te lo he advertido.
Bushiō lanzō su modesto corte de chakra en forma de media luna hacia el de Ieyasu, a pesar de que ambos sabían que no tenía nada que hacer contra el poder del Kyūbi. Los haces chocaron, y se produjo una enorme explosión de energía en dirección al rey de los samurai.
Bushiō saltó hacia atrás.
Lanzó una cadena con garfio al borde del puente y la utilizó para dar la vuelta entera por debajo y aterrizar al otro lado de su alumno. Necesitó dos cadenas más, pero ató la empuñadura de kitsunedachi y la otra espada de Ieyasu y tiró, tiró fuerte.
Desarmó a su alumno y consiguió atraer la espada detrás suya: había ganado.
Levantó a Liderazgo, su fragmentada espada, y cargó de nuevo un ataque con chakra en ella.
—Estás acabado, Ieyasu. No tienes espada. No puedes ganar.
Ieyasu se dio la vuelta poco a poco, riéndose cada vez más, con el cuerpo temblando de pura emoción.
—¿Crees que no tengo otras maneras de cortarte...? —Su mano agarrando el parche, lo arrancó y lo lanzó a un lado con un ademán.
Había un ojo, sin duda, pero no era el suyo, azul fantasmal. Era rojo, rojo como la sangre, y la pupila una línea diagonal de color negro, como una metáfora fatídica de lo que estaba a punto de pasar.
—¡¡FUUJIN!!
El cuerpo de Bushiō fue cortado por la mitad como si hubiese estado hecho de mantequilla. También un trozo del puente, el que había estado directamente detrás de él, y al menos diez metros a cada uno de sus lados. También partió las aguas y la tierra debajo de ellas, creando un pequeño desajuste en la corriente del río.
Pero sobretodo, sesgó por la mitad el sueño de paz de siglos de historia de los samurai.
—Gracias, Migime... —Se tapó el ojo que lloraba sangre, y se acercó a recoger su preciada espada.
Pero toda su atención no fue suficiente para percatarse de lo que se les venía encima.
Hacía mucho frío en aquél terreno accidentado, pero Jūrina había estudiado la fortaleza, y el risco era el mejor sitio para un disparo certero y mortífero. Se guiaba por el momento por sus otros sentidos: la vista debía reservarla para el momento culmen. Se le coló el pie en la nieve y estuvo a punto de caer, pero ayudándose de sus manos pudo escalar el último montículo.
Suspiró. Tomó aire y lo expulsó varias veces, tratando de tranquilizarse. Lo había hecho otras tantas veces, ¿por qué se ponía nerviosa ahora, que es cuando más tranquila debía estar.
—No —se dijo a sí misma, como instándose a tomárselo con la calma habitual—. Tienes que hacerlo, Jūrina. No fallarás. Eres infalible...
Activó su Byakugan, cerró uno de los ojos y se concentró al máximo en el otro. Extendió su brazo derecho y cargó una buena cantidad de chakra en el dispositivo que tenía atado a él.
—Uno —pronunció en voz alta, y disparó—. Y dos. —Volvió a disparar.
Cayó a la nieve y dejó a su cuerpo rodar por la montaña. No había fallado. Sabía que había cumplido su parte, y con eso le bastaba. Ahora estaba liberada de toda responsabilidad.
Suspiró de nuevo y decidió que volvería al Templo a esperar a los demás. A los que volviesen con Ieyasu.
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Un destello azul hendió el aire a una velocidad casi instantánea, y atravesó el casco del primero de los guardias, también el muro de roca que había detrás, y se hundió en la nieve del patio.
—¡Eh! ¿Quién anda a...?
Zzzzum. Otro disparo, directo a la cabeza. El guardia sufrió el mismo destino que su compañero.
—Vamos. Los demás deben estar ya dentro —dijo una mujer pelirroja a su compañero, un hombre vestido con ropas de otro tiempo debajo de la túnica, negra como la noche.
—Cuando gustéis —cedió Kodai.
Ambos entraron en el recinto de un salto, y consiguieron avanzar apenas unos metros antes de ser interceptados por un grupo de ocho guardias.
—Joder, empezamos bien. Y yo creía que podríamos colarnos sigilosamente. —Gōna no quiso perder el tiempo, y sin haber terminado de pronunciar las palabras, extendió las manos e hizo surgir dos cadenas de chakra.
Las cadenas apresaron las espadas de dos de los samurais, y con presteza se agitaron y les arrebataron los filos, que fueron a acabar en guarda de la mujer.
—Rendíos ahora, y uniros a Masamune Ieyasu, y a su Segundo Imperio, y os perdonaremos la vida.
—¡Y una mierda! Malditos ninjas, ¡qué sabréis vosotros de los samurais!
Sus compañeros asintieron al unísono, así que el mensaje estaba claro: aquellos no eran de los que iban a apoyar a Ieyasu fácilmente. Debían acabar con sus vidas inmediatamente, si querían seguir asaltando la fortaleza. Tanto Kodai como Gōna lo sabían, de modo que...
Gōna se movió en un sólo instante y asesinó a los dos samurai a los que les había quitado la espada. Otros dos se lanzaron a por ella, pero con dos cadenas les ató los pies y les hizo girar sobre sí mismos de modo que ambos se cortaron el cuello entre ellos mismos.
Kodai se mantuvo impertérrito en su sitio mientras los otros cuatro samurai esgrimían sus katanas contra él. Esquivó al primero y clavó su arma en el segundo. La sacó y dio media vuelta, bloqueando al tercero, y saltó sobre él con una grácil voltereta evitando al cuarto. Rajó el cuello del que acababa de parar, y recibió a dos de ellos que venían a atacarle. Bloqueó uno de los ataques, y el otro parecía que iba a dar en el blanco, pero dio únicamente en una capa de rocas.
En un instante, las rocas de una pared cercana parecían haberse alineado para vestirle a Kodai una armadura de corte medieval. El caballero sonrió, y aprovechó lo estupefactos que estaban los contendientes para matarlos a los dos.
Una sorpresa aún le aguardaba, sin embargo. Desde la espalda, un samurai había conseguido cargar su espada de chakra y lanzar una onda de poder que no tardaría en impactarle en la espalda y romper su armadura, arrojándolo a él al suelo y a su espada por los aires. Se dio la vuelta en el último momento, sólo para comprobar que la punta de una katana se dirigía hacia su cuello.
—¡¡Kodai!! —llamó Gōna, pero era demasiado tarde.
Y sin embargo, con agilidad sorprendente, Kodai rodó hacia la derecha y esquivó el sable, que quedó enterrado en la nieve un instante. Se quitó el guante negro de una de sus manos, y reveló el brillo dorado del oro en su extremidad. Se aferró al tobillo del samurai, y ante la atenta e incrédula mirada de la Uzumaki, el soldado se convirtió en una estatua de oro, de oro puro.
—¿Q... qué?
—Tened cuidado con lo que deseáis, mi señora —explicó Kodai—. Las bendiciones poco tardan en tornarse en maldición.
—¡¡TRAIDORES!! —Un noveno samurai había surgido de unos arbustos, y se dirigía hacia Gōna a gran velocidad.
—Está bien, Kodai. Déjame enseñarte de lo que soy capaz yo —Gōna extendió una mano, y una cadena se ató al torso del samurai. Un destello blanco, y el guardia había desaparecido.
—Dios santo —se asombró Kodai—. Habíanme hablado de esto, pero no me mencionaron vuestro nombre, sino el de otra mujer. ¿Será que...?
—Mi madre no suele hablar de mí. Supongo que no está muy orgullosa de una traidora como yo —dijo—. Venga. Sigamos con el trabajo.
Ambos ninjas corrieron hacia el interior de la fortaleza.
···
Después de que las cadenas de aquella mujer le atraparan, se creyó haber muerto, pero en realidad sólo había sido víctima de un extraño sopor. Ahora estaba allí, en aquella habitación tan cálida, transportado a lo que parecía ser otro mundo.
No había puertas, no había ventanas, sólo aquella decoración rústica tan acogedora, dos sofás de tela roja y una estantería con libros. Las paredes eran de color caqui y el suelo estaba recubierto de una moqueta del color de la hierba de primavera.
Se dio cuenta de que no tenía su espada ni su armadura, sólo la ropa que llevaba debajo. En una silla, había una túnica negra con capucha colgada, como si le hubiese estado esperando.
Un destello rojizo y un pequeño estruendo hizo que se diera la vuelta.
Allí estaba ella, sentada en uno de los sofás, cruzada de piernas, con una enigmática sonrisa esgrimida en el rostro, como el arma que debía haberlo matado.
Corrió hacia ella, pero ella levantó la mano indicándole que cesara de perseguirla, y él, no supo por qué, lo hizo.
—Por favor, toma asiento. No tenemos mucho tiempo —dijo ella. Su voz sonaba tranquila, en paz. Relajante, incluso. Contrastaba con la pedantería con la que se había dirigido a su compañero allá arriba, o abajo, o donde quiera que hubiesen estado antes.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿Dónde estoy? —contestó. Sin embargo, dio dos pasos hacia atrás y obedeció: se sentó en el sofá.
—Necesito que confíes en mis palabras, así que empezaré diciéndote la verdad. Me llamo Uzumaki Gōna, soy hija de Uzumaki Shiona, Uzukage de Uzushiogakure, en el País de la Espiral. Ahora soy una de los Nana Nukenin, el consejo de ninjas y espías en el continente de Masamune Ieyasu. —explicó—. ¡Sssh! ¡Déjame acabar de hablar!
Estaba a punto de interrumpirla a voces, pero volvió a relajarse y decidió que quería escuchar todos los detalles.
—Escúchame. No te interesa con quién estoy o con quién no, pero es una evidencia que si no te hubiese traído aquí hubieras muerto. No te puedo prometer cuánto tiempo pasarás aquí, pero necesito que hagas una cosa. Es importante.
—¡Y unos cojones! Has matado a varios de mis compañeros, ¿y quieres que me crea que...?
—¡Imbécil! ¡No estoy con Ieyasu, pero tengo que aparentar! ¿Lo entiendes? Esto es importante. Ieyasu pretende levantar otro Imperio Samurai. Toda la filosofía de paz y neutralidad de tu pueblo se va a ir al garete. Pretende abrir una guerra discreta contra el mundo shinobi. Y eso no sólo nos hace daño a nosotros.
—¿Y qué quieres que haga, mujer? ¡Sólo soy un maestro! ¡Enseño a manejar la espada para protegernos! ¡No puedo luchar contra alguien que dices que es capaz de ganarle al rey de los samurais! —dijo. Se levantó, furioso. Todo se había desmoronado delante de sus ojos. La semana anterior, su mujer y sus hijos habían perdido la vida en una tormenta de nieve. Y ahora esto. Todo... Todo se había acabado...
Se echó a llorar.
—¡Eh, eh! Escucha, samurai, eres un buen tipo, estoy seguro. Y si te pido una sóla cosa, una sóla, seguro que serás capaz de ayudarnos. A todos, ¿sí? ¿Cómo te llamas? —preguntó Gōna.
—Yo... yo... Mi nombre es Rukairo Noka, kunoichi-san...
—Noka. Cuando venga a buscarte, quiero que salgas de aquí. Que salgas de aquí y vayas al continente. Corre, ponte a salvo, y busca un hogar. Y, por todo en lo que creas, avisa a los ninja. Avísales, avísales del peligro que les viene del este...
»No digas a nadie de dónde has sacado esta información, te lo ruego, o Ieyasu podría descubrirme. Y si alguna vez te cruzas con Uchiha Migime... Cuéntaselo. Todo. Y quédate con ella. Te ayudará y te enseñará a ser más que un maestro. Además, creo que necesitará algo de compañía.
···
Los dos guardias recorrían el pasillo huyendo de un intruso. Era irónico, porque se supone que los guardias están para proteger la fortaleza, pero en ese caso ambos sabían que si se quedaban, iban a morir. Y ninguno de los dos era tan honorable como se supone que debía de ser un samurai, en el fondo. Aquél mocoso era demasiado para ellos dos, incluso juntos, además, tenía un poder... Demoníaco.
Pero no sabían lo que les esperaba al entrar en aquella sala.
—¡Espera, para, para! —dijo uno de ellos, y puso su brazo para detener al otro. Se encontraban en una habitación a la que, por raro que suene, se le había removido el suelo. Un paso más, y caerían...
En un foso lleno de huesos puntiagudos.
Las paredes recubiertas también de esos huesos estaban. Y el techo. Y sobre una pequeña plataforma también hecha enteramente de material óseo, allí estaba él. El dichoso demonio rubio, de brazos cruzados y bocaabajo como un murciélago, con una sonrisa tan terrorífica como la perspectiva de caer al precipicio.
Intentaron volver atrás, pero un estruendo les arrojó el trasero al suelo. Una barrera hecha de huesos creció también cubriendo el pasillo por donde habían venido.
—Bueno, bueno... —dijo Sansu—. ¿Que os parece si pasamos aquí un ratito charlando? Os he dado una salida: uníos a mí y ayudadme a ayudar al amo Ieyasu. Ya que no tenéis honor para servir a un señor, dejad que os enseñe a respetar a otro. La familia Masamune os devolverá la gloria. Es muy fácil.
—P-puede que sea un cobarde, ¡pero no soy un traidor, maldito niñato!
—En fin. Tenemos toda la noche. También podéis bañaros en la piscina de huesos... Pero el único líquido que encontraréis será vuestra propia sangre.
···
Una nueva onda de chakra se dirigía hacia Raion, pero con un simple movimiento y su lanza cargada de mortales rayos, dividió la onda en dos y la evitó. Las dos ráfagas resultantes golpearon en las columnas doradas de la sala del trono y las partieron por la mitad. Casi se derrumbaron encima de Rōnko, pero se apartó con una voltereta más ágil de lo que sugería el aspecto de su envergadura.
—Joder, si os seguís cargando esto voy a tener que empezar a romper esas cabezotas de chorlito que tenéis —dijo el Akimichi, moviendo entre sus dedos un pequeño martillo dorado que intimidaba más bien poco.
—No te preocupes, Rōnko, de momento me basto sola.[color]
—[color=salmon]Sí, Raion, sí, pero si siguen rompiendo las columnas nos van a tirar la habitación encima. ¿Dónde está el rey?
—Ieyasu ya debe estar luchando con él. ¡Vamos, terminemos con esto! —le dijo al último samurai que quedaba en la sala.
Resultó que se movía bastante mejor que los demás. Mantuvieron una refriega bastante igualada, hasta que el guardia consiguió cortar la lanza de Raion en dos.
O eso pareció, porque Raion dio una finta rodeando al guardia y le puso el tubo separado de la lanza en la nuca. Una descarga eléctrica acabó con el guardia de un golpe.
—Vaya, pues parece que no, no necesitabas ayuda. —Pero las grandes puertas de hierro se abrieron de par en par, y lo que se acercaba hacia ellos no era otra cosa sino un escuadrón entero de samurais. Lanzaron sus ondas una y otra vez. Eran decenas. Tal vez cincuenta—. ¿Ahora sí?
—Ahora sí. Te los aguanto.
Raion dio un paso adelante y soltó la lanza. Extendió ambos brazos y de la punta de sus dedos liberó una tormenta de rayos que envolvió a los samurai, haciéndoles soltar las armas y retorcerse en gritos y dolor. Quedaron quietos, y eso es todo lo que Rōnko necesitaba.
El coloso, se elevó en el aire esgrimió su martillo.
—¡¡Zuchibaika no Jutsu!! —gritó, y su martillo dorado creció hasta ser más grande que las propias columnas, y con él aplastó a los guardias y rompió el suelo de azulejos, resquebrajándolo.
Dos columnas más cayeron antes de que el martillo volviera a hacerse pequeño.
Raion se sacudió para limpiarse la sangre de la cara y recogió la lanza.
—Demasiada sangre. Demasiada muerte. Estos guardias eran hombres leales.
—También los más fuertes. Los de Sanrō-yama no son tantos, ni tan valientes. Se someterán —expuso Rōnko.
—Y caerán contra los ninjas. Pasará algo de tiempo hasta que Ieyasu pueda permitirse hacer una guerra. Su espada no bastará. Habrá que instruirlos.
—Sí... Y me temo que también habrá que purgar traidores. Eso va a ser más difícil. Morirán niños.
···
La estancia estaba iluminada por la suave luz de unos cuantos candiles rojos. En cuanto había entrado Warau se había hecho a ella. Había sacado sus instrumentos de tortura y los había dejado bien a la vista, y se había dedicado a hacer un poco de ruido. Ahora tenía a dos guardias atados a la pared, y a dos vigilando afuera. A esos dos ya los había seducido para que permanecieran en el bando correcto. Sí señor.
—Kishishishishi.... —rió, y se acercó de nuevo al moreno de pelo largo y mirada desafiante. Le había desnudado por completo, y aunque ya le había arrancado un par de dedos del pie, seguía sin romperse su moral.
Se lo estaba pasando en grande con aquellos samurai. Podía jugar más tiempo con ellos antes de que suplicaran la liberación.
Y si tan sólo Ieyasu no le hubiera prohibido no perdonarlos...
—Venga, repite conmigo, no es tan difícil... "Juro servir a Masamune Ieyasu como mi nuevo y único señor". Vamos...
—¡Jamás! ¡Por mi honor, jamás serviré a esa sabandija! ¡Puedes arrancarme los ojos o cortarme los huevos, pero seguiré siendo leal a Bushiō!
A Warau se le ensanchó la sonrisa. Se dio la vuelta y cogió uno de sus cuchillos de encima de la mesa.
—Bien, bien, perfecto... Perfecto. ¿Empezamos por los ojos o...?
···
El sol ya debía estar saliendo, pues el ambiente ya no era oscuro como cuando todo aquello había empezado. Sin embargo, el cielo estaba cubierto de nubes, por lo que el clásico anaranjado del amanecer se había visto transformado en el gris de las cosas muertas.
El uno al lado del otro, dos hombres caminaban por un grandioso puente, ornamentado con espirales y otros dibujos. Un puente que cruzaba un río de aguas furiosas, revueltas. Removidas como las almas de aquellos hombres, pese su aparencia sosegada y tranquila.
—De modo que has acabado haciéndolo. Tú y tus esbirros lo habéis conseguido, ¿eh? Vas a matar de un disgusto a este pobre viejo... —Desde que habían cruzado caminos, los hombres no se habían dirigido palabra alguna. El primero que cortó el silencio fue un hombre de unos sesenta años, que sin embargo parecía estar completamente en forma. Vestía una túnica blanca, pero la recubría con una armadura de placas al estilo samurai, que le cubría el pecho, los brazos y parte de la cadera y piernas por la caída de la vestimenta. Su cabello era gris, lacio, liso y a media melena, y en su rostro lucía una pequeña perillita retorcida hacia arriba. Así era Bushiō, el rey de los samurai.
Su acompañante vestía de forma similar. La misma túnica llevaba Ieyasu, pero de un negro profundo, como si con ello quisiera marcar distancias con su rey. El levantado lucía con orgullo su melena rizada y dos espadas, una de plata, esbelta, ornamentada, bella y peligrosa; y otra más corta de acompañamiento.
—Lamento que tu muerte vaya a ser tan triste, viejo, pero lo que dará fin a tu vida no será el disgusto sino el amargo beso del acero —replicó Ieyasu, apartándose un poco de Bushiō por si se le ocurría acabar con aquello tomando su sorpresa como ventaja.
Bushiō cesó de andar en brusco y bajó la mirada, consternado, negando con la cabeza.
—Hijo mío, te has desviado del camino correcto, pero yo no lo he hecho. No voy atacarte si no es de frente y asegurándome de que entiendas mi deseo de hacerte daño. Tengo mi honor, Ieyasu. —Decepcionado, dió dos pasos hacia atrás y desenvainó su espada corta de acompañamiento—. Y sin embargo, me temo que soy yo el que está en peligro si confía en el poco honor que permanece en ti.
Ieyasu desenvainó también su espada de acompañamiento. Ambos, desafiantes, comenzaron a dar pasos en lateral, caminando en círculos alrededor del centro del puente.
—¿Honor? ¡Qué sabrás tú de honor! ¡Tú y los que vinieron antes que tú, traidores a la sangre de nuestros fundadores! ¡De los Masamune! ¡Fundadores de los samurai y orgullosos emperadores de Ōnindo! —El único ojo inyectado en sangre de puro rencor, Ieyasu parecía pisar la piedra del puente con terrible furia—. Y por si fuera poco, te atreves a llamarme hijo, tú... Sólo soy el hijo de un hombre, y ese hombre se llama Masamune Kenyasu... Un gran hombre.
Bushiō entrecerró los ojos y negó con la cabeza. ¿Qué había hecho mal? ¿En qué se había equivocado? ¿Cómo podía existir gente así? Los Masamune habían sido emperadores, pero hacía tantas y tantas generaciones de aquello... ¿Por qué Ieyasu? ¿Por qué?
—Todos sois mis hijos... Y tu padre era coml un hermano... ¿Qué te ha pasado, Ieyasu? Hace siglos que no tomamos partido. Vivimos en paz. ¡Hemos parado guerras mediante la negociación y el entendimiento! ¡No creamos guerras! —explicó Bushiō.
—Los ninjas no se merecen nuestra negociación y entendimiento. Tantas naciones, y tantos señores gordos, inútiles y ociosos que mueven fichas en un tablero que no es suyo... ¡Aquí no hay guerra, no, Bushiō! ¡Porque gobernamos toda la isla con mano firme! —espetó Ieyasu—. Con un Segundo Gran Imperio Samurai, con un Ōnindo controlado con firmeza, todos viviremos en paz bajo los ideales de nuestro código. ¿Cuánto crees que pasará hasta que los shinobi intenten conquistarnos a nosotros también? Es la hora. ¡El amanecer de un nuevo Sol!
—Estás demasiado perdido como para recuperarte, Ieyasu. Mucho me temo que debo poner fin a tus aspiraciones. —dijo Bushiō, tras meditarlo unos segundos.
—Entonces hablará el acero, y te advierto: mis palabras ahora suenan con más fuerza que hace un tiempo, maestro —amenazó Ieyasu, todavía con su espada en mano y acariciando a Kitsunedachi con la otra.
—Que así sea, amigo mío. No le temo a tu espada, pues hay honor en la derrota, mas no en el fraticidio.
—¡¡Te he diCHO QUE NO ME HABLES DE HONOR!! —exclamó Ieyasu, totalmente fuera de sí, y se lanzó en embite directo contra Bushiō con la espada en punta.
El rey de los samurai bloqueó el arma con un simple movimiento de la zurda expulsando chakra desde el dorso de su mano, e intentó sesgar el brazo de su antiguo alumno con la espada, pero éste se dafó con un giro de trescientos sesenta grados.
Ieyasu lanzó un corte al cuello, y Bushiō se agachó y le propinó una patada en el estómago que lo arrojó varios metros hacia atrás.
—Y pensar que el Consejo pensaba elegirte como mi sucesor... Matarte hoy será lo más útil para el mundo que he hecho en toda mi vida... —se lamentó Bushiō, en guardia.
—¡Intentarlo será lo último que harás en ella! —Se levantó de un salto y corrió hacia el viejo samurai.
—Dōkenryū: Yamagiri —anunció Bushiō mientras clavaba la espada en el puente, y el suelo empezó a quebrarse bajo sus pies. Se crearon bloques y grietas que subían y bajaban, y los samurai saltaron de unas a otras golpeando y parando con el filo de sus espadas de acompañamiento en una danza de acero mortal.
Aterrizaron en dos peñascos el uno en frente del otro. Les separaban unos metros, pero sus espadas deseaban besarse. Bushiō guardó su espada de entrenamiento y desenvainó a Liderazgo, su katana favorita.
—Dejemos a nuestras hijas conversar un rato, Ieyasu... Cesemos de jugar.
—La tuya conversará... —dijo Ieyasu—. La mía te destruirá.
El alumno desenvainó su espada de plata, que emitió un terrible sonido, como el silbido de un demonio del viento.
—Veo mucho mal en esa espada, Ieyasu. Utilizarla no te traerá nada bueno... ¿Qué estás tramando? Ese chakra... ¡No eres mejor que esos ninjas que dices odiar!
—Yo no odio a los ninjas —repuso Ieyasu—. ¡Los gobierno!
Saltó y dio un corte directo en vertical a Bushiō, quien intentó defenderse con Liderazgo. Los aceros escupieron chispas cuando se encontraron, pero la espada de Bushiō no tardó más de un instante en romperse por la mitad.
El viejo samurai entrecerró los ojos y saltó hacia atrás dando una voltereta, situándose en el borde del puente.
—No eres tú quien me está ganando, sino el monstruo que llevas detrás de tus ataques —dijo Bushiō.
—¡Excusas de un abuelo perdedor! —Ieyasu levantó la espada y empezó a acumular un chakra rojizo y negro en el filo de la espada—. Este es tu final, Bushiō.
—Tu error será subestimarme. —Bushiō también cargaba su chakra en la espada rota, que retomaba su filo original e incluso crecía de tamaño.
—El tuyo ha sido no huir de mí. ¡Bijūdamagiri! —El chakra formó una pequeña esfera negra en la punta de Kitsunedachi, y cuando Ieyasu bajó su filo, tomó la forma de una media luna asesina que se dirigió hacia Bushiō.
—Te lo he advertido.
Bushiō lanzō su modesto corte de chakra en forma de media luna hacia el de Ieyasu, a pesar de que ambos sabían que no tenía nada que hacer contra el poder del Kyūbi. Los haces chocaron, y se produjo una enorme explosión de energía en dirección al rey de los samurai.
Bushiō saltó hacia atrás.
Lanzó una cadena con garfio al borde del puente y la utilizó para dar la vuelta entera por debajo y aterrizar al otro lado de su alumno. Necesitó dos cadenas más, pero ató la empuñadura de kitsunedachi y la otra espada de Ieyasu y tiró, tiró fuerte.
Desarmó a su alumno y consiguió atraer la espada detrás suya: había ganado.
Levantó a Liderazgo, su fragmentada espada, y cargó de nuevo un ataque con chakra en ella.
—Estás acabado, Ieyasu. No tienes espada. No puedes ganar.
Ieyasu se dio la vuelta poco a poco, riéndose cada vez más, con el cuerpo temblando de pura emoción.
—¿Crees que no tengo otras maneras de cortarte...? —Su mano agarrando el parche, lo arrancó y lo lanzó a un lado con un ademán.
Había un ojo, sin duda, pero no era el suyo, azul fantasmal. Era rojo, rojo como la sangre, y la pupila una línea diagonal de color negro, como una metáfora fatídica de lo que estaba a punto de pasar.
—¡¡FUUJIN!!
El cuerpo de Bushiō fue cortado por la mitad como si hubiese estado hecho de mantequilla. También un trozo del puente, el que había estado directamente detrás de él, y al menos diez metros a cada uno de sus lados. También partió las aguas y la tierra debajo de ellas, creando un pequeño desajuste en la corriente del río.
Pero sobretodo, sesgó por la mitad el sueño de paz de siglos de historia de los samurai.
—Gracias, Migime... —Se tapó el ojo que lloraba sangre, y se acercó a recoger su preciada espada.
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