Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Anteayer me he despedido de Urami. Le he dicho que me iba de misión.
Fue una pequeña mentira piadosa, que podríamos disfrazar de realidad. Sí, en verdad tengo una misión que realizar. Pero ninguna encargada por mi villa, sino por mí mismo. Si la cumplo con éxito, la recompensa no será monetaria, sino espiritual. No salvaré a nadie, sino a mí mismo. Si, en vez de eso, la fallo…
Bueno. Supongo que entonces no volverás a oír hablar de mí.
Datsue releyó la entrada por última vez, asintió para sí, y se selló el diario en el corazón. Luego, salió del pequeño habitáculo en el que había permanecido por casi dos días y se puso a la cola, donde gente de todos los rincones de Ōnindo se ponía en fila a lo largo del vagón.
Afuera, en la estación, varios mozos de equipajes se ofrecían por unas cuántas monedas. No a él. No, porque Datsue viajaba sin equipaje. Al menos, no a la vista. Ventajas de ser especialista en fūinjutsu.
«Así que este es tu hogar, ¿eh? ¿Sabes para qué he venido, Shukaku? ¿Sabes para qué…?»
«Sí.»
«¿Cómo dices?»
«Que sí, pesado. Sé para qué has venido.»
Datsue se detuvo de pronto, incrédulo, y el pasajero que iba detrás chocó contra su espalda. Apenas oyó sus palabras de disculpa. «Pero, a ver, ¿cómo coño vas a saberlo?» ¡Se suponía que iba a ser sorpresa! ¡Y él no había soltado nada por la boca! ¡Se había cuidado mucho de hacerlo!
«Te das cuenta que puedo ver lo que tú ves, ¿verdad?»
Silencio.
«Vamos, piensa, Hijo. Si puedo ver todo lo que tú ves, eso quiere decir…
¡¡Que me he leído todo tu jodido diario!!
¡¡JAAAAJIAJIAJIAJIÁ!!»
—¡¡¿¿CÓOOOOOMMMOOOOO??!! —chilló, al aire—. Pe-pero… ¡Pero eso es algo muy privado! ¡Y... Y... Y personal! ¡Eso no se lee, hombre! ¡Cabronazo! ¡Hijoputa! ¡No me jodas, hombre! ¡NO ME JODAS!
La gente a su alrededor empezó a fijarse en él. Los padres tiraron de sus pequeños para seguir andando y dejarle atrás. Y no fueron pocos los que se señalaron la sien con el dedo índice y empezaron a mover el dedo en círculos. Oyó a Shukaku descojonarse todavía más fuerte.
Chasqueó la lengua, irritado, y solo pudo mascullar una última cosa antes de desaparecer por las calles de Inaka:
—Puto Shukaku…
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Me hallo en las dunas del Viento. El Río de Oro a mi izquierda, el Oasis de la Luna al frente. Dicen que es precioso. La cosa más bella que nos ha regalado la naturaleza. Quiero verlo con mis ojos. Quiero verlo con mis ojos antes de…
En fin, ya sabes.
Y por eso, me veo en la obligación de despedirme también de ti, querido lector. Dioses, ¿cuántas entradas llevo? ¿Cuántos meses? Si me has acompañado hasta aquí, es que de verdad te he transmitido algo. Bueno o malo, no importa. Has estado conmigo, me has acompañado en todo este largo viaje. Y por eso, solo me queda por decirte una cosa:
Gracias.
Sentado a la sombra de una palmera, el Uchiha se guardó el diario y reemprendió la marcha. Esta vez no se lo selló, sino que simplemente se lo guardó en un bolsillo interior de la chaqueta. Quería que, si moría, alguien encontrase el diario entre sus restos. Todavía le quedaba unas cuántas horas, como mínimo, hasta llegar al Oasis de la Luna. El sol, en lo alto del cielo, pegaba con fuerza. Conocía bien aquel sol, pero eso no quería decir que estuviese acostumbrado a él.
Dos veces. Dos veces había estado allí. La primera, con Aiko, siguiéndola en una de sus tantas aventuras locas. La segunda, con un chico llamado Riko del que hacía tiempo nada sabía y otro llamado Roga del que nada quería saber. En ambas ocasiones se había alquilado un dromedario.
No en aquel viaje.
Aquel viaje necesitaba hacerlo solo.
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14/03/2020, 13:33 (Última modificación: 27/09/2021, 11:11 por Uchiha Datsue. Editado 1 vez en total.)
Era de noche, y el lago reflejaba una luna que no brillaba en el firmamento estrellado. Apoyado junto a una palmera, un joven chico tocaba un shanisen mientras cantaba en voz baja, casi en un susurro.
Oh, chico, siento si te he mentido
Solo soy un Genjutsu, una ilusión ancestral
Pero verás, yo en verdad no existo
Soy un invento de la sociedad
Si tú no existes, entonces dime por qué
¿Por qué cuando hablo de ella al desierto empieza a llover?
¿Por qué mis espejismos no están hechos de luz sino de papel?
¿Por qué el reflejo del Oasis de la Luna no es del color de su piel?
Oh, chico, siento si te he engañado
Soy al mismo tiempo Genjutsu recesivo y ambiental
Me transmito por el gusto, la vista, el tacto, el oído y el olfato
Tu Sharingan no sirve de nada, el único Kai es la edad
Pero si tú no existes, entonces solo, ¡solo dime por qué!
¿Por qué no encuentro el mismo calor en los brazos de otra mujer?
¿Por qué siento frío en pleno desierto y a las tres?
¡¿Por qué cuando canto sobre ti canto sobre ella y sobre el ayer?!
¿Por qué…? ¿Por qué solo distingo una constelación en el cielo?
¿Por qué sigo escuchando su nombre en el viento?
¿Por qué…? ¿Por qué es mi único oasis en este desierto?
¡¿Por qué cuando canto sobre ti canto sobre ella y sobre su lienzo?!
Oh, chico, ¿acaso es posible? ¿Seré algo más que una alucinación?
Los Genjutsus más poderosos son los que se convierten en realidad
Eso es lo que debe haberme pasado, lo digo sin indecisión
Porque esto que me cantas es un canto al amor
—Oh, no, no. ¡Porque esto que me cantas es un canto… al amor!
Por unos largos minutos, el Oasis de la Luna quedó en silencio, interrumpido solo por un suspiro. Datsue se levantó y se selló el shanisen en el cuerpo, dando la espalda al oasis.
«Oh, Hijo. ¿En quién pensabas mientras cantabas?»
—En nadie —respondió, con la voz algo ronca, mientras se encaminaba hacia el mar dorado que eran las dunas—. Solo es una estúpida canción que me acabo de improvisar. Pero no pienso ni escribirla. No tiene punch, el ritmo es un despropósito y la letra deja mucho que desear.
«¡JIAJIAJIA! Es curioso… yo pensé que sí pensabas en alguien. ¿No fue aquí dónde te enamoraste de ella? Oh, sí. Lo recuerdo. Recuerdo que empezaste el viaje con el único objetivo de robarle el lienzo y al final te robaron a ti el corazón. ¿Acaso es casualidad que estemos aquí?»
—No es casual, pero te equivocas —le rebatió, contundente—. Si he venido aquí es para conocerte mejor. Para entenderte mejor. Y, ¿sabes? Creo que en parte lo he conseguido. Es curioso que el desierto sea tu lugar favorito, ¿no crees? —contraatacó—. No hay grandes tumultos. No hay ciudades que arrasar, ni grandes poblaciones a las que torturar. ¿Sabes lo que creo, Shukaku? Creo que a ti te gusta este sitio porque te trae paz. Porque es el lugar de Ōnindo al que la humanidad menos ha tocado. Y porque… porque aquí no tienes la necesidad de sacar tu violencia.
«¿Sabes una cosa, Datsue? Eres…»
«Eres...»
«¡¡¡ERES UN TÍO GRACIOSO!!!
¡¡¡JAAAAAJIAJIAJIAJIAJIAJIAAAÁ!!!»
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El fuego de una hoguera ardía solitario en un mar de penumbra, como única fuente de calor en una noche gélida. Datsue, sentado a un par de metros, tenía las piernas cruzadas, los antebrazos apoyados en las rodillas y la espalda ligeramente inclinada hacia adelante.
Estaba listo. Era la hora. No podía postergarlo más. Inspiró profundamente, cerró los ojos y viajó a otro mundo.
• • •
Lo primero que sintió fue que se le colaba agua entre los dedos de las sandalias. El agua lo cubría todo, y bajo ella, a apenas veinte centímetros de profundidad, reposaba la arena de una playa. O la de un desierto. Se encontraba en el interior de una gigantesca habitación cuadrada, donde tan solo se oían dos cosas: una gotera que se filtraba entre las rocas del techo; y la respiración de un ser pesado y gigantesco. Datsue miró a los ojos a dicho ser, y de pronto la sala ya no le parecía una habitación, sino una cárcel.
Una jaula.
Cinco anillos metálicos, tan gruesos como el tronco del Árbol Sagrado, mantenían inmovilizado a Shukaku. Dos para las manos. Dos para las piernas. Uno para la cola. Como si fuese un trofeo de guerra. Como si fuese menos que un animal.
Los dos se quedaron mirando el uno al otro por largo tiempo, en un silencio esclarecedor. Datsue le había odiado con todas las fuerzas de su ser. Por las torturas continuas que había sufrido a su costa. Por el miedo que tenía a dormir, o a perder el control. Shukaku también le había odiado. Había sido y era su cárcel, después de todo.
Pero el mutuo odio llegó a convertirse en otra cosa. Shukaku le había salvado la vida en varias ocasiones. Habían luchado juntos contra el General de Kurama. Había estado ahí, en esas noches de soledad cuando Aiko se alejó de él. Le había reconfortado a su manera. Con sus macabras bromas. Con sus ingeniosas maquinaciones. A su manera, había sido su amigo.
No era justo que a cambio, él le siguiese tratando como escoria.
—Siento haber tardado tanto… Padre.
Se oyeron cinco grandes: ¡plof! Uno por cada anillo de acero que cayó al agua. El sello que había despegado con su mano prendió fuego y se deshizo en ceniza. Estaba hecho. Estaba…
¡PAM!
Las garras de Shukaku le empujaron contra la pared e hicieron fuerza contra ella, vaciando todo el aire de sus pulmones. «¿Qué cojones…?»
—¡JAAAAÁ! ¡Al fin! ¡AL FIN! ¡CAÍSTE EN LA TRAMPA! ¡ESTE ES TU FIN, INTRÉPIDO! ¡EL FIN DE TODO ŌNINDO!
La boca de Shukaku se abrió, y la oscuridad del Yomi se cernió sobre el Uchiha. Se había quedado tan pálido como un muerto. ¿De verdad se había equivocado? ¿De verdad todo había sido un engaño? ¡¿Cómo había podido ser tan imbécil?!
Y, entonces…
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—¡JAAAJIAJIAJIÁ! ¡Tenías que haberte visto la cara! —exclamaba Shukaku, cayendo de costado, muerto de la risa—. ¡La de un kusareño antes de un combate! ¡JAAAAAÁ!
—Shu… Shu… ¡Hijo de puta! Jo… ¡Joder! ¡Eso no ha tenido gracia!
¿Asustado? ¡Pues claro que se había asustado! Acababa de liberar al ser más mortífero de todo Ōnindo. ¡Como para no estarlo! Y eso le recordaba algo. Debían establecer ciertas normas de conducta.
—Bueno, pues… Supongo que querrás estirar las piernas, ¿eh? —dijo, todavía nervioso. Se había lanzado al vacío y aún estaba comprobando si había agua al fondo—. Pero, antes… Quizá deberíamos poner ciertas… Ehm… Acordar ciertas cosas.
—Sí, sí. Tranquilo. No te joderé tus ligues. —Datsue puso los ojos en blanco—. Sobre el resto, no hay mucho que acordar. A partir de ahora, yo tomo las decisiones importantes. Soy el Padre, después de todo. Tengo más experiencia y sé más del mundo que tú.
Datsue cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra, incómodo.
—Ehm… ¿A qué decisiones te refieres, exactamente?
—A esas divertidas misiones que nos encomienda tu Kage para cazar, descuartizar y matar. —Datsue no recordaba ninguna misión en la que tuviese que descuartizar a nadie, gracias a los dioses, pero si alguna vez existía una así, estaría más que feliz por dejarle el control a él. También sobre las otras dos, para qué engañarse—. A tener yo el control cuando nos enfrentemos a Kurama y sus Generales. No, no, no es que no confíe en ti —dijo, antes de que Datsue pudiese protestar—. Pero contra Bakudan… ¡Joder, te di todo mi poder, y aún así tuviste que pedir ayuda a los mocosos de la tormenta!
—Se llama el poder de la amistad, Shukaku. Deberías empezar a considerar obtenerlo. Viene muy bien.
—¡JA! Buena esa. En fin, eso es todo. Ah, bueno, y cuando tengas el sombrero… Yo tomo ciertas decisiones. Si hay que ir a la guerra contra Kintsugi, se va y punto.
—¿¡QUÉ!? Espera, espera… ¡¿QUÉ?!
—¡Nos tienen vetados! ¡A TI Y A MÍ! ¡¿Quién cojones se cree que esa sabandija!? No, no. Eso va a cambiar muy pronto.
Datsue no daba crédito a lo que escuchaba. Una parte de él empezaba a cuestionarse si había hecho bien en quitarle las cadenas. ¿Qué narices había hecho? Empezó a hiperventilar. Se estaba dando cuenta que había perdido el control sobre sí mismo, y sobre su destino. Aquella sensación le provocó vértigo y tuvo que contener las ganas de vomitar.
—Escucha, Shukaku… —dijo, respirando profundamente, intentando calmarse—. Si algún día me ponen el sombrero… será a mí. A mí, ¿entiendes? Esas decisiones no te corresponderán a ti.
—Oh, ¿y qué pretendías cuando me sacaste las cadenas? ¿Que me quedase sentado en una esquina y solo saliese por las noches? ¿Crees que soy como Kokuō, quien tiene cero interés por los asuntos humanos? ¿Pensabas que iba a llamarte Señorito también? ¡JIAAAAAÁ! ¡Menudo regateador estás hecho, Hijo! ¡Si querías negociar, haberlo hecho cuando estabas en una posición de poder!
A Datsue aquello le sentó como la bofetada más gorda que le habían dado en la vida. Se le encendieron las mejillas e incluso le pitaron los oídos. Por Susano’o, no había cosa que más odiase a que le pegasen en la cara.
Por eso le devolvió la bofetada. Con la mano abierta. Como para un bijū la bofetada de un humano era una caricia, Datsue agregó una Chō Ōdama Rasengan1 entre palma y cara. El petardazo fue tal que Shukaku salió despedido contra el muro más cercano, haciendo temblar los mismísimos cimientos de aquella habitación.
—Oh, mierda…
1: 200PV, esfera del tamaño del usuario, expulsa hasta a 10 metros de distancia
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Oh, sí. Mierda. Supo que la había cagado nada más dar aquel golpe. Su rostro se contrajo incluso antes de escuchar el grito:
—¡INSENSATO! ¡¿Pretendes que me bañe en tu sangre hoy mismo?!
Los ojos de Shukaku brillaban con una cólera primitiva y visceral. Hacía tiempo que Datsue no lo veía en aquellos ojos dorados. Hacía tiempo que no los veía apuntando directamente a él. Tragó saliva antes de responder.
—Yo… Ehm… Las palabras ya no valen, ¿no? Pues… ¡Te reto a un duelo! ¡Quien gane lleva la voz cantante en este matrimonio!
—¡¿Y no pensaste en decirlo antes de encajar el primer golpe?!
—Oh, ¡vamos! ¿Te lo pasarías tan bien conmigo si fuese un ninja modelo que siempre sigue las normas? ¿Dónde estaría la gracia?
—¡JÁ! Voy a… —Shukaku se enderezó, masajeándose la mejilla con una de sus zarpas como si tuviese un simple moratón. Casi cualquier ser humano que hubiese recibido aquella técnica tendría varios huesos rotos y estaría luchando por seguir respirando. Eso si es que seguía vivo—. Voy a darte de comer tus propios intestinos.
—Metafóricamente hablando… ¿no? —No hubo respuesta, y empezó a recordar que Shukaku no era muy dado a emplear metáforas—. ¿¡No!? —gritó, antes de saltar para esquivar un coletazo que le hubiese aplastado contra la pared.
Su brazo se iluminó con la luz de Raijin, y cuando sonó su tambor, salió despedido como un rayo emitiendo el sonido de mil pájaros chirriantes. Estaba luchando contra un jodido bijū, y, aunque todas y cada una de sus células estaban aterrorizadas, también temblaban de emoción. Algo existía en su sangre que reaccionaba ante semejante epopeya. Era difícil de explicar. Era como si… como si supiese que el clan Uchiha estaba preparado para semejante proeza.
—¡¡¡CHIDORI!!!
Se encontraba en su jodido cénit. Más fuerte que nunca. Más rápido que nunca. Con los reflejos de un felino y un poder que miraba de cerca a Hanabi. Su mano atravesó con limpieza el cuello de Shukaku1, y de su boca salió un grito triunfal.
Le duró poco.
—¿Qué fue eso? ¿La picadura de un mosquito? ¡JIAAAAAÁ!
Shukaku sopló. Sopló, como si Datsue fuese eso, un maldito mosquito que le acabase de picar. Y el vendaval que salió de sus fauces fue tal que el Uchiha se vio arrastrado y chocó de espaldas contra el muro. Apenas tuvo tiempo a reaccionar. Shukaku se le echaba encima con un jodido placaje2. Era como ver a un castillo cayéndosele encima.
—No… ¡No me subestimes, JODER!
¡¡¡PAAAAMMMM!!!
El castillo chocó contra el Dios del Mar, de las Tormentas y las Batallas. Chocó contra la defensa ancestral de los Uchiha. Chocó contra Susano’o. Y nadie que choca contra Susano’o sale endeble.
Ni siquiera un bijū.
—¡JIA JIA! ¡¿Quién ríe ahora?! —gritó, con sus ojos llorando sangre, antes de que su dios protector propinase un puñetazo a la sien al que amenazaba con hacerle daño.
Fue un combate de colosos. Las zarpas de Shukaku descuartizaban carne, músculos y tendones. Pero Susano’o se curaba rápido. Sus tendones, gruesos como las cadenas de un barco, soldaban el eslabón partido. Las fibras de sus músculos se volvían a entrelazar. Su carne se regeneraba. Y sus puños volvían a caer.
Shukaku sentía más los golpes. La arena de su cuerpo se sacudía. Sus alaridos resonaban por toda la estancia y se metían en los oídos con la delicadeza de una daga oxidada. Pero, al contrario que Datsue, cada vez más cansado, cada vez con menos aliento, el ánimo de Shukaku iba en aumento. Parecía encontrarse en un estado de frenesí. Sus ojos, más locos que nunca. Sus ataques, más mortíferos que antes. Incluso había dejado de hablar. Tan solo se reía, a carcajada limpia. Cada vez más alto. Cada vez más estridente.
En un momento dado, Shukaku aprovechó un buen golpe para tomar distancia. Empezó a cargar una bola de pura chakra frente a su boca.
«¿¡Una bijūdama!?»
Datsue apenas tuvo tiempo a reaccionar. Instintivamente, la mano de su Susano’o invocó el Mazo Mágico de la Fortuna. Un mazo de diez metros de longitud que estampó3 contra la papada de su Padre. La Bijūdama salió disparada en forma de láser contra el techo, desviada, y en el cuello de Shukaku quedó marcado con una bonita espiral.
Le había estampado el mejor de sus Rasengans. Le había apuñalado con el mejor de sus Chidoris. Le había golpeado con el arma más poderosa de su Susano’o. De lleno. Con los tres. Y, aún así, Shukaku no parecía estar ni cerca del límite. Datsue en cambio estaba jodido. El chakra se le escapaba entre los ojos. La regeneración de Susano’o demandaba tanta energía como las raíces del Árbol Sagrado demandaban agua, y él estaba lejos de ser una fuente inagotable.
Con el último golpe recibido, su Dios se desplomó para no volver a levantarse. La zarpa de Shukaku cayó sobre su cuerpo, pesada, sumergiéndole en el agua. Apenas pudo sacar la cabeza fuera mientras trataba de coger algo de aire. Algo difícil cuando tenías una mole de toneladas encima.
—Has luchado bien, pero pecaste de intrépido. ¡Te olvidaste de quién soy! ¡SHUKAKU, EL MÁS GRANDE DE LOS BIJŪS!
Aquello era peor que una de sus pesadillas prefabricadas. Había perdido, sin siquiera rozar la victoria. ¿Qué le iba a decir a Hanabi? ¿Y al Consejo de Sabios? ¡Se había clavado una espada en el pecho por Uzu, joder! ¿Y ahora volvería a casa con Shukaku haciendo lo que le diese la gana?
«Joder… ¡No puede ser! ¡No puede ser, hostia! ¿Qué haría Eri en una situación como esta? Usaría sus cadenas para reducir a Shukaku. ¡Seguro! Pero yo no tengo cadenas, ¡me cago en todo! ¿Y Daruu? Su ojo que todo lo ve vislumbraría una solución que yo no soy capaz ni de intuir. ¡Mierda! ¿Y Ayame? Buah, se volvería agua con el lago y se la sudarían los golpes. ¡Pero yo no soy Hōzuki!»
Su mente recurrió a toda velocidad a todos y cada uno de los ninjas que había conocido y que podían serle de ayuda. Aunque fuese para inspirarle. Eri, Daruu, Ayame, Hanabi, Kaido, Katsudon, Reiji… Estaba convencido de que la mayoría podría ayudarse de algo, pero él no tenía ese algo. No era un Hyūga. No era un Uzumaki. No era un Hōzuki. No tenía el fuego abrasador de un Sarutobi. Ni la fuerza de un Akimichi. No, la única persona a la que podía recurrir era…
«A ver, ¿qué coño harías tú, puto traidor? Sí, sí. Ya te imagino hablando. Datsue, por tu sangre corre la vena ancestral de los asesinos más mortíferos que pisó la faz de Ōnindo. No necesitas más que tus…»
Abrió los ojos de golpe. «¡Eso es!» Si quería tener alguna posibilidad, entonces, tendría que convertirse en…
—Shu… ka… ku —dijo, con un hilo de voz. La zarpa le apretaba tanto que apenas era capaz de coger aire. Los pulmones le ardían, la cabeza le dolía tanto como si le hubiesen clavado un hierro al rojo vivo en el interior del cráneo, y sentía que iba a desmayarse en cualquier momento—. Tú… también… te… olvidaste… de… quién… soy.
Datsue intuyó un parpadeo. Aquellos ojos dorados… Su mundo se había reducido a aquellos ojos dorados que le miraban con un punto de confusión. ¿O quizá era de espera?
—¿Y quién eres?
—Di… Dilo tú… mism...
—¿Eh?
«Que lo digas tú mismo»
Los ojos de Shukaku se tornaron rojos como la sangre.
«¡DILO!»
—Eres Datsue, el más grande de los Uchiha.
—Estás jodidamente acertado.
«¡Y ahora tírate una bijū-laser al pecho!»
Simplemente se lo ordenó, tal y como sucedía en la historia que Akame le había narrado en una ocasión. Una historia perdida y encontrada por su antiguo Hermano en un pergamino roñoso y viejo. Un cuento para niños, había pensado Datsue. Y un cuento para viejos Uchihas que se masturbaban con la idea de que su clan era mejor que el resto.
Cuando vio que Shukaku empezaba a cargar la bijūdama y se apuntaba al pecho, en cambio, tuvo que reconocer que aquel cuento tenía algo de cierto.
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Shukaku y Datsue flotaban bocarriba sobre su particular habitación. Ninguno de los dos era capaz de levantarse. Ninguno de los dos era capaz de seguir luchando. Ninguno de los dos era capaz de alzarse victorioso.
Tras varios minutos en un silencio sepulcral, Datsue decidió romperlo con la única salida que se le ocurría.
—¿Juntos?
Datsue oyó algo moverse a su lado. La sombra de un brazo le cubrió el cuerpo. Vio un puño gigantesco acercársele. De manera intuitiva, lo tocó con sus propios nudillos.
—Juntos.
FIN.
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