3/05/2016, 00:40
—Me lo habías pedido tu —susurró una debilitada Eri, y poco le faltó a Ayame para dar con su mandíbula en el suelo. ¿Que se lo había pedido ella? Recordó entonces a sus clones ilusorios, la frase que repetían sus etéreos labios, y se restregó la frente con la mano. ¡Había sido una forma de hablar!
Entre toses, Eri trataba de levantarse. Una y otra vez. Pero sus piernas le fallaban, y regresaba al suelo. Una y otra vez. ¿Por qué no había utilizado aquella fuerza de voluntad para enfrentarse a ella? La respuesta que escuchó dejó a Ayame aún más helada de lo que ya estaba.
—Esto significa que estoy cansada de luchar contra gente que me importa y quiero, una y otra vez, primero Kazuma, luego Yota, y ahora tú —explicó, con ojos inundados de lágrimas.
Los gritos cobraron intensidad. Los insultos caían sobre ambas como aguijonazos punzantes de una colmena enfurecida ante la acción de las dos muchachas. De vez en cuando, algún que otro objeto caía peligrosamente cerca de su posición y terminaba rebotando en la arena. Ayame agachó la cabeza, profundamente avergonzada, pese a que sabía bien que todo aquello no había sido por su culpa.
«...Los sentimientos nos hacen débiles, por eso debemos construir muros... Los sentimientos nos hacen débiles, el miedo, el que más...»
La voz de su padre resonó en su mente como el eco de un lejano recuerdo.
—Somos kunoichis, Eri... Estamos aquí para servir a nuestros superiores. Esto iba a ser un honorable combate entre dos amigas, no una matanza entre dos enemigos —aquello fue lo único que atinó a decir, con los puños temblorosos y firmemente cerrados a ambos lados de su cuerpo, antes de que dos hombres tomaran a la peliazul de sendos brazos y la invitaran a abandonar la arena entre el rugido de un público que parecía querer despedazarlas con la simple mirada.
Ahogada por la rabia y la impotencia, Ayame se dio la vuelta para hacer lo mismo. El combate había terminado. Se suponía que ella había resultado ganadora. Pero no había sentido aquello como una batalla justa. Ni mucho menos se sentía vencedora de nada. En cualquier momento se habría sentido la muchacha más feliz del universo, pero en aquellas circunstancias ni siquiera el saber que había logrado cumplir la promesa que le había hecho a Daruu le arrancó del corazón más que amargura. Aquel lance había sido incluso más bochornoso que el que había librado contra Haruto. A aquellas alturas, no podía sino preguntarse cómo demonios había conseguido Eri llegar hasta la final del torneo.
—Maldita... ¡sea...! —una lata que alguien había debido lanzar contra ellas tuvo la mala fortuna de cruzarse en su camino y terminó atravesando medio estadio de la patada que le arreó.
Sin embargo, sus pasos se detuvieron bruscamente cuando se dio cuenta de que alguien corría hacia ella a toda velocidad. Durante un instante tensó todos los músculos del cuerpo al pensar que podía tratarse de algún loco de entre el público que venía a cobrarse su venganza contra ella por no poder disfrutar de un combate que debía de haber estado esperando durante semanas. Sin embargo, cuál sería su sorpresa al reconocer al chiquillo de ojos penetrantes, cabellos recogidos en un simple moño y vestimenta tradicional.
Y no fue para bien.
«Tú...» Ayame entrecerró peligrosamente los ojos.
Los pies del muchacho levantaron una sutil nube de polvo cuando frenó bruscamente y clavó una rodilla en tierra. Extendió una mano hacia ella, mostrándole una hermosa flor de tres pétalos púrpura con detalles blanquecinos y estambres amarillos. Un lirio.
—¿Qu...?
—¡Oh, Ayame! ¡Acepta esta bella flor de este pobre admirador tuyo! —exclamó, entonando una voz de poeta, nada más pudo recuperar el aire que había perdido por la carrera—. ¡Una muestra de mí… de mí…! ¡De mi admiración por ti! —gritó, con el sudor perlándole la frente—. ¡Por favor, oh, sólo alguien como tú podría salir ilesa de semejantes... desafíos —los nudillos de Ayame se marcaron de blanco al apretarlos aún más—. Acepta este lirio, oh, campeona, y si tu corazón lo permite, ¡perdona a este pobre diablo por lo ocurrido en el Puente Tenchi!
Oh, por supuesto que no le había olvidado. Era aquel maldito crío del Puente Tenchi que se había estado haciendo pasar por vendedor ambulante y la había abandonado de la manera más ruin y miserable después de haberle ayudado a salvar a su caballo de las garras de la muerte. Ayame tensó las mandíbulas, tratando de contener toda la rabia que desbordaba por los cuatro costados. Y de verdad le estaba costando horrores hacerlo. Tenía ganas de golpearle. Tenía ganas de gritarle. Tenía ganas de lanzarle cualquiera de los objetos contundentes que salpicaban ahora el terreno de combate.
Pero al final fueron las lágrimas las que la traicionaron y rodaron por sus mejillas.
—¿Qué clase de broma de mal gusto es esta, Datsuke? —le espetó, con un hilo de voz—. ¿No tuviste suficiente...? ¿Tenías que volver para tomarme el pelo...? ¿Para hundirme aún más en el barro delante de toda esta gente...?
Se adelantó, ignorando tanto la flor como a él, pero se aseguró de pasar lo suficientemente cerca del Uchiha como para que su pierna chocara con su hombro.
Entre toses, Eri trataba de levantarse. Una y otra vez. Pero sus piernas le fallaban, y regresaba al suelo. Una y otra vez. ¿Por qué no había utilizado aquella fuerza de voluntad para enfrentarse a ella? La respuesta que escuchó dejó a Ayame aún más helada de lo que ya estaba.
—Esto significa que estoy cansada de luchar contra gente que me importa y quiero, una y otra vez, primero Kazuma, luego Yota, y ahora tú —explicó, con ojos inundados de lágrimas.
Los gritos cobraron intensidad. Los insultos caían sobre ambas como aguijonazos punzantes de una colmena enfurecida ante la acción de las dos muchachas. De vez en cuando, algún que otro objeto caía peligrosamente cerca de su posición y terminaba rebotando en la arena. Ayame agachó la cabeza, profundamente avergonzada, pese a que sabía bien que todo aquello no había sido por su culpa.
«...Los sentimientos nos hacen débiles, por eso debemos construir muros... Los sentimientos nos hacen débiles, el miedo, el que más...»
La voz de su padre resonó en su mente como el eco de un lejano recuerdo.
—Somos kunoichis, Eri... Estamos aquí para servir a nuestros superiores. Esto iba a ser un honorable combate entre dos amigas, no una matanza entre dos enemigos —aquello fue lo único que atinó a decir, con los puños temblorosos y firmemente cerrados a ambos lados de su cuerpo, antes de que dos hombres tomaran a la peliazul de sendos brazos y la invitaran a abandonar la arena entre el rugido de un público que parecía querer despedazarlas con la simple mirada.
Ahogada por la rabia y la impotencia, Ayame se dio la vuelta para hacer lo mismo. El combate había terminado. Se suponía que ella había resultado ganadora. Pero no había sentido aquello como una batalla justa. Ni mucho menos se sentía vencedora de nada. En cualquier momento se habría sentido la muchacha más feliz del universo, pero en aquellas circunstancias ni siquiera el saber que había logrado cumplir la promesa que le había hecho a Daruu le arrancó del corazón más que amargura. Aquel lance había sido incluso más bochornoso que el que había librado contra Haruto. A aquellas alturas, no podía sino preguntarse cómo demonios había conseguido Eri llegar hasta la final del torneo.
—Maldita... ¡sea...! —una lata que alguien había debido lanzar contra ellas tuvo la mala fortuna de cruzarse en su camino y terminó atravesando medio estadio de la patada que le arreó.
Sin embargo, sus pasos se detuvieron bruscamente cuando se dio cuenta de que alguien corría hacia ella a toda velocidad. Durante un instante tensó todos los músculos del cuerpo al pensar que podía tratarse de algún loco de entre el público que venía a cobrarse su venganza contra ella por no poder disfrutar de un combate que debía de haber estado esperando durante semanas. Sin embargo, cuál sería su sorpresa al reconocer al chiquillo de ojos penetrantes, cabellos recogidos en un simple moño y vestimenta tradicional.
Y no fue para bien.
«Tú...» Ayame entrecerró peligrosamente los ojos.
Los pies del muchacho levantaron una sutil nube de polvo cuando frenó bruscamente y clavó una rodilla en tierra. Extendió una mano hacia ella, mostrándole una hermosa flor de tres pétalos púrpura con detalles blanquecinos y estambres amarillos. Un lirio.
—¿Qu...?
—¡Oh, Ayame! ¡Acepta esta bella flor de este pobre admirador tuyo! —exclamó, entonando una voz de poeta, nada más pudo recuperar el aire que había perdido por la carrera—. ¡Una muestra de mí… de mí…! ¡De mi admiración por ti! —gritó, con el sudor perlándole la frente—. ¡Por favor, oh, sólo alguien como tú podría salir ilesa de semejantes... desafíos —los nudillos de Ayame se marcaron de blanco al apretarlos aún más—. Acepta este lirio, oh, campeona, y si tu corazón lo permite, ¡perdona a este pobre diablo por lo ocurrido en el Puente Tenchi!
Oh, por supuesto que no le había olvidado. Era aquel maldito crío del Puente Tenchi que se había estado haciendo pasar por vendedor ambulante y la había abandonado de la manera más ruin y miserable después de haberle ayudado a salvar a su caballo de las garras de la muerte. Ayame tensó las mandíbulas, tratando de contener toda la rabia que desbordaba por los cuatro costados. Y de verdad le estaba costando horrores hacerlo. Tenía ganas de golpearle. Tenía ganas de gritarle. Tenía ganas de lanzarle cualquiera de los objetos contundentes que salpicaban ahora el terreno de combate.
Pero al final fueron las lágrimas las que la traicionaron y rodaron por sus mejillas.
—¿Qué clase de broma de mal gusto es esta, Datsuke? —le espetó, con un hilo de voz—. ¿No tuviste suficiente...? ¿Tenías que volver para tomarme el pelo...? ¿Para hundirme aún más en el barro delante de toda esta gente...?
Se adelantó, ignorando tanto la flor como a él, pero se aseguró de pasar lo suficientemente cerca del Uchiha como para que su pierna chocara con su hombro.