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La reacción del gennin cogió por sorpresa a los dos niños, que aunque se esperaban algún tipo de reprimenda, se mostraron sorprendidos ante las palabras del Uzumaki. Tal vez el llevar el mismo apellido que la actual Uzukage fuese mera coincidencia, pero aquel discurso pudo haber salido de los labios de Shiona con la misma efectividad. O casi.
El gordito se frotó las manos y bajó la mirada otra vez, avergonzado, mientras que su compañero se puso en pie secándose las lágrimas. Ralexion pudo ver a un niño menudo, moreno como el otro y de rostro muy infantil con los ojos, grandes, enrojecidos por el llanto.
—Los ninjas resuelven sus problemas... —aventuró Takeshi, aun sin estar muy seguro de lo que decía—. No somos unos acusicas.
El llamado Suneo se sorbió los mocos con un característico y asqueroso sonido.
—Lo... Lo siento, shinobi-kun... —balbuceó, e inmediatamente recibió una mirada reprobatoria de su compañero.
—Yo no quiero que ese sucio kusajin me cubra las espaldas, ni hoy ni nunca —sentenció Takeshi—. No se puede confiar en los lechugos como él... Sólo sirven para aprovecharse de los demás y arruinar nuestra Aldea.
Ralexion le dedicó una sonrisa desafiante al regordete.
—Ya veremos si opinas lo mismo cuando ese "kusajin" te salve la vida alguna vez.
El peso del paquete que llevaba abrazado contra su pecho con el brazo derecho le recordó el motivo por el que había ido hasta allí. Debía darse prisa y entregarlo en nombre de Diamondog. Después de todo, algo le decía que no quería incurrir el desfavor del peculiar jōnin. No podía permitirse el entretenerse más con esa riña entre niños.
—Mirad, chavales, tengo algo que hacer y debo darme prisa, entrenad vuestro respeto por los demás, ¿vale? —se despidió y echó a correr hacia el otro extremo del callejón, la salida que había buscado desde un principio.
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9/03/2017, 18:30
(Última modificación: 9/03/2017, 19:48 por Uchiha Akame.)
El más corpulento de los chiquillos hizo amago de contestar, pero se lo pensó mejor. Tenía los ojos llenos de lágrimas a punto de escapar. Su compañero, ya en pie, seguía emitiendo aquel quejido lastimero y sumamente molesto. Ralexion decidió que ya había perdido suficiente tiempo allí y, paquete bajo el brazo, siguió su camino hacia el Estadio de Celebraciones.
Salió del callejón y dobló hacia la derecha para terminar en una concurrida calle comercial, repleta de establecimientos de toda índole; puestos de verdura y fruta, carnicerías, tiendas de ultramarinos, librerías... Por allí el flujo de gente era considerable —al menos, a aquellas horas del mediodía—, porque los uzureños acostumbraban a hacer sus recados al calor del Sol de Primavera.
Al internarse en un bullicio, Ralexion notó cómo alguien le empujaba apresuradamente desde su espalda. Pudo ver al chico que había chocado con él cuando pasó junto a él, por el lado derecho. Tendría más o menos su edad, era rubio de ojos azules y piel bronceada y llevaba una bufanda amarilla en torno al cuello.
—¡Perdona! Me han empujado desde atrás —se disculpó, sin parar de andar, hasta perderse entre el gentío de la calle.
Ralexion siguió caminando durante unos instantes más antes de darse cuenta de que lo que ahora llevaba bajo el brazo era un jarrón de porcelana blanca.
Las andanzas del genin continuaron. En tal de llegar lo más rápido posible al estadio, tomó una de las calles principales, pero no tardó en arrepentirse de tal decisión. A esas horas la vía estaba más que concurrida, pero ya no le apetecía retroceder y volver a escabullirse por calles secundarias, así que se armó de valor e hizo de tripas corazón.
Se internó en la multitud como un aventurero que se abre camino en la selva. Pero no lo hizo tan bien como le habría gustado, pues se llevó un empujón en la retaguardia a manos de un joven de cabellos dorados.
—No te preocupes —le respondió, cordial, deseando escapar de ese maremoto de gente lo antes posible.
Continuó con su camino, pero instantes más tarde cayó en la cuenta de que lo que llevaba bajo el brazo ya no era el paquete que debía entregar. Se trataba de un jarrón.
—¡¿Ehhh?! —exclamó, incrédulo, sosteniendo el objeto con ambas manos.
¿Había sido aquel chico que le había placado? Maldijo por lo bajo. Volvió sobre sus pasos, tratando de encontrar al rubio. No se podía creer que le estuviera ocurriendo algo así.
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El Uzumaki volvió sobre sus pasos, sorteando a la multitud de uzureños que poblaba la calle. El bullicio dificultaba considerablemente sus intenciones, pero al final, tras buscar durante un rato que a él se le antojó eterno, Ralexion creyó intuir en la lejanía aquella bufanda amarilla que había visto al chico rubio llevando en torno al cuello.
Caminaba tranquilo, con un paquete rectangular envuelto en papel de traza y atado con un cordel bajo el brazo, y silbaba una alegre cancioncilla. Detuvo sus pasos frente a un puesto de dulces artesanos y, con suma tranquilidad, empezó a ojear el muestrario. Al final se decantó por un bollo relleno de crema que el tendero le ofreció con gentileza. El rubio sacó algunas monedas de sus bolsillos y pagó por el manjar.
Luego echó a caminar otra vez, en dirección al centro de la Aldea, mientras comía con gusto su dulce.
Tratando de mantener bajo control su desesperación, el genin buscó con avidez entre la multitud. Debía dar con ese maldito ladrón le costara lo que le costara. Se abrió paso entre la multitud, enarbolando una expresión de descontento bien clara. No quería pensar en las posibles consecuencias en caso de que fallara en su propósito de recuperar el paquete.
Pareció vislumbrar la bufanda de ese maldito rubiales, lo cual le llenó de alivio, mas no lo exteriorizó. Con paso seguro se acercó a la espalda del susodicho, hasta pegarse a él y darle un par de toques en el hombro derecho con una mano libre, todavía sosteniendo el jarrón.
—Oye, creo que esto es tuyo —afirmó, refiriéndose a lo que portaba consigo, fingiendo una sonrisa.
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El muchacho rubio dió un brinco, evidentemente sobresaltado, ante la aparición de Ralexion. Sus ojos azules pasaron rápidamente del rostro del gennin pelirrojo al jarrón que le ofrecía, y luego al propio paquete que llevaba bajo el brazo. Empezó a ponerse pálido, y sus manos temblaron delatoriamente. Con la zurda se ciñó la bufanda para darle otra vuelta más, como si de repente le hubiese entrado un frío glacial a pesar de que a aquellas horas del día el Sol podía rajar las piedras.
—No.. No sé de qué me hablas...
No había caso en disimular, y el chico pareció darse cuenta. Con un gesto rápido se metió la mano en el bolsillo y luego arrojó contra el suelo un pequeño objeto esférico de color negro. Una nube de humo muy oscura y asfixiante cubrió el lugar y pronto el caos se adueñó de la calle. Los lugareños, alarmados, empezaron a correr de un lado para otro entre toses y chillidos. Alguien se tropezó con Ralexion, tirándolo al suelo, y luego otra persona le pasó por encima, dejándole dos pisotones en la espalda como regalo. Doloroso, pero nada incapacitorio.
Mientras, el rubito empezaría su huida calle abajo, corriendo de una forma un tanto cómica, mientras de vez en cuando echaba la vista atrás para comprobar que Ralexion no le estuviese siguiendo. Con el bullicio y caos general, le iba a ser difícil al gennin pelirrojo recortar la distancia que aquel ladronzuelo le había ganado.
Ralexion había barajado que quizás todo había sido un desafortunado accidente, pero la reacción del rubio acrecentó su ira al demostrarle que sus malos pensamientos eran justificados. Ambos jóvenes eran conscientes de que no se había tratado de un malentendido, y el pelirrojo estuvo a punto de decirle cuatro cosas al de la bufanda e incluso arrelarle una buena tunda, pero no dispusto de tiempo suficiente.
Antes de que el genin reaccionara, el ladrón utilizó una bomba de humo, enmascarando su huída y generando un pandemonium en la calle. El muchacho quiso salir detrás de él de inmediato, pero no pudo, ya que la gente alrededor, presa del pánico, lo hicieron caer al suelo. El jarrón también corrió la misma suerte, rompiéndose en incontables pedazos. El pelirrojo se quiso levantar, pero entonces otro transeunte le pasó por encima, literalmente.
—Me cago en... —se alzó, muy cabreado.
Aquella sabandija ya le habría sacado mucha ventaja, sin lugar a dudas, pero echó a trotar igualmente, tratando de dar con ella.
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Ralexion trató, con éxito, de abrirse paso entre la multitud. El humo se iba disipando junto con la confusión de los transeútes que, una vez pasado el susto inicial, comenzaban a entender que aquello se había tratado de una gamberrada más que de un ataque terrorista. El dueño de una frutería al que le habían volcado un par de cajones de naranjas, expuestos junto a la puerta del local, empezó a gritar, iracundo, reclamando la identidad del autor y una compensación por los desperfectos.
Mientras tanto, el Uzumaki trataba de localizar al ladrón. Fue en vano; la calle seguía igual de concurrida, era imposible correr a gran velocidad sin chocar con varias personas y aquel muchacho rubio de ojos azules parecía haberse esfumado con su paquete.
Si no se le ocurría una forma de poder localizar al chico pronto, quizás tendría que explicarle a Diamondog cómo había perdido su merca.
La ruta terrestre no era una opción, demasiada gente, demasiados obstáculos. El tiempo se le escapaba de las manos de la misma manera en la que ese maldito ladrón lo había hecho. Si no podía dar con él desde allí, lo haría desde una posición elevada.
Empujando a varios transeuntes en el proceso, corrió hasta los edificios del extremo izquierdo de la calle. Saltó sobre una pila de cajas de naranjas -para mayor descontento del dueño- y se impulsó hasta la fachada de la frutería. Corrió como, bueno, un ninja, un metro hacia arriba, y entonces continuó avanzando verticalmente y a toda velocidad en la dirección en la que creía que se había escabullido el rubio, atento a todas las personas que veía ir y venir.
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13/03/2017, 21:13
(Última modificación: 13/03/2017, 21:13 por Uchiha Akame.)
¡En buena hora se le había ocurrido aquel cambio de táctica! A Ralexion le costó salir de la multitud y llegar hasta la frutería —donde, para disgusto del frutero, pateó la última caja de naranjas que quedaba en pie—, pero una vez escalada la pared del edificio colindante, no tuvo mayor problema en continuar la persecución con el camino despejado.
Libre ya del molesto bullicio, el pelirrojo sólo tuvo que avanzar unos pocos instantes hasta divisar de nuevo al joven ladrón. Aquel muchacho rubio caminaba delante de él —ni siquiera corría ya—, de seguro convencido de que le había dado esquinazo. Todavía llevaba su paquete bajo el brazo, claro.
Detuvo su andadura al llegar a una esquina, tras la que se extendía un estrecho callejón. El rubio miró a su espalda un par de veces, a los lados, y luego asomó la cabeza tras la esquina. Pareció reconocer a alguien, y se internó en la callejuela.
—¡Por fin, ya empezaba a pensar que habías sido lo bastante tonto como para largarte con el paquete!
Era una voz femenina, y provenía del callejón. Si Ralexion echaba un vistazo, vería a una chica algo mayor que él, con una bandana de Uzu en la frente y vistiendo típicas ropas de kunoichi, de tonalidad pastel.
—Lo... Lo siento, Plum-san... —se disculpó el otro, arrastrando las palabras.
—Bueno, bueno, dámelo ya. ¿Tienes la bomba de humo que te presté? No la habrás usado, ¿no?
El rubio se llevó la mano a la nuca y sonrió con gesto absurdamente bobalicón.
¡Podía ver a su objetivo! Con semblante lleno de determinación siguió al rubio de tejado en tejado. Cuando el susodicho se internó en un callejón, el Uzumaki se subió a la azotea de la fachada a la que estaba colgado en ese momento para poder observar lo que ocurría en las entrañas del hueco entre edificios. Una vez allí se agachó, cual depredador.
«¡Yo les enseñaré bomba de humo...!», pensó, arqueando el gesto en uno de desagrado. Del interior de su portador de objetos sacó una canica explosiva. Era más que consciente de que la mujer del callejón era una ninja de Uzushiogakure como él, dado el protector que llevaba consigo, pero no le parecía bien que le hubieran arrebatado de esa manera el paquete.
Lanzó la bomba de forma que aterrizara entre ambos interlocutores. Entonces el pelirrojo correría verticalmente por la pared del edificio sobre el que había espiado la conversación ajena, queriendo aprovechar la confusión para caer frente al ladronzuello y arrebatarle de un tirón el paquete. Acto seguido, saldría corriendo a toda velocidad por el mismo sitio por el que había entrado el rubio, empujando a este en el proceso.
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El plan que le Uzumaki había elaborado era simple y efectivo, bien compuesto —tal y como le habían enseñado en la Academia— por tres partes; un desafío, una distracción, y un objetivo. El desafío eran, ni más ni menos, que aquellos dos jovencitos que parecían haber cooperado de algún modo para afanarle la dichosa mercancía. El objetivo estaba claro: el mencionado paquete. Y la distracción... La extrajo rápidamente de su portaobjetos.
Sin embargo, aquella estrategia tenía una fisura. Y fue cuando la bomba de humo estalló, llenando el callejón con su opaco contenido, que Ralexion se dio cuenta. No podía ver a sus enemigos. Cuando se lanzó al suelo, internándose de lleno en la nube de humo que él había creado y que ahora le sofocaba los pulmones, oyó un grito a su derecha. Parecía el chico rubio. El Uzumaki se lanzó a por él a ciegas, pero calculó mal la distancia y acabó tropezando con el muchacho. Ambos cayeron al suelo hechos un amasijo de golpes y forcejeos.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Ayuda! —gritaba el chico—. ¡Plum-san! ¡No me dejes aquí! —lloriqueó, con los ojos anegados en lágrimas.
Al final Ralexion acabó tomando la posición de ventaja, colocándose sobre el muchacho a horcajadas. Le tenía a su merced, con los brazos del ladronzuelo atrapados bajo sus piernas, y su rostro bobalicón mirándole con los ojos llenos de lágrimas. Pero no tenía el paquete.
El Uzumaki quiso utilizar la imagen mental de la posición de los dos sujetos para poder guiarse en la ceguera producida por el humo, sin embargo, era más sencillo decirlo que hacerlo. Al aterrizar en el callejón se sintió desorientado, tanteó a ciegas hasta dar con el que parecía ser el muchacho rubio, dada su figura.
—Ya te tengo, cabrón —farfulló entre forcejeos.
Cuando el genin logró inmovilizar al ladrón y el gas alrededor de estos se disipó, pudo cercionarse de que el paquete no se encontraba a la vista.
—¡¿Qué?! —miró al joven de ojos llorosos, miró a sus alrededores, a su espalda.
¿Se lo había llevado la kunoichi, la tal Plum-san? De ser así, había sido extremadamente rápida a la hora de actuar a pesar de que el pelirrojo había contado con el factor sorpresa. Debía tener cuidado, quizás esa mujer era peligrosa.
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Mientras el chico con cara de bobalicón trataba de forcejear para liberarse de la presa a la que le tenía sometido Ralexion, el Uzumaki alzó la vista, buscando a su cómplice. Sin embargo, no halló respuesta; el callejón parecía desierto, a excepción de ellos dos. Era como si la tal Plum se hubiera esfumado por completo. Pero, ¿cómo era posible? Sólo un ninja realmente ágil hubiese tenido tiempo para reaccionar con la suficiente presteza como para huir sin ser visto.
¿Era Plum esa clase de ninja? Por supuesto que no.
¿Entonces? Por más que buscaba, el pelirrojo no hallaba respuesta. Los lloriqueos y balbuceos ininteligibles del niño que tenía apresado bajo su cuerpo eran la única respuesta.
Entonces algo llamó su atención. Una de las paredes del callejón parecía estar... ¿resquebrajándose? Desde su posición, Ralexion era incapaz de determinar exactamente qué era lo que estaba viendo, pero a simple vista parecía como si aquel muro estuviera agrietándose en algún punto de su estructura, a apenas unos seis metros del joven gennin.
—P... Por favor... Yo... Yo sólo quería ser amigo de Plum-san... —gimoteó el chico.
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