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29/06/2015, 00:15
(Última modificación: 1/07/2015, 14:46 por Aotsuki Ayame.)
El destello del rayo precedió al retumbar del trueno. Y pronto toda Amegakure se vio sumida en una tormenta como jamás se había visto antes. La ciudad, ya de por sí siempre nublada, se vio cubierta por un denso manto de nubes negras como el tizón, y la lluvia cayó como una auténtica catarata en cuestión de segundos. Siendo de día, se hizo de noche en la aldea. Los carteles de neón y el resplandor de los relámpagos constituían las únicas fuentes de luz.
—¡Espabila, niña! ¡Vamos a llegar tarde!
La voz de su padre la sobresaltó. Se había quedado mirando la tormenta desde uno de los sillones más alejados de la ventana, con una aterrorizada fascinación. Detestaba la electricidad, era su mayor debilidad como Hōzuki, y aquellos espectáculos eran la manifestación más pura de aquello que tanto odiaba y temía. Y, sin embargo, todos los habitantes de la aldea habían estado esperando aquella tempestad con ganas. Todos los años y sin margen de error, aproximadamente por las mismas fechas del otoño se producía aquella monstruosa tormenta. Una tormenta que era aprovechada por los aldeanos para exaltar sus sentimientos religiosos hacia el dios de la lluvia que siempre los amparaba; aunque la mayoría de ellos simplemente llevaba a cabo aquel ritual por simple tradición.
—¡AYAME!
La muchacha sacudió la cabeza, asustada. Había vuelto a quedarse embelesada sin darse cuenta de ello.
—¡Ay! ¡Voy, voy!
Se levantó y corrió a la habitación para cambiarse de ropa.
Al cabo de unos diez salió vestida con un precioso kimono de mangas anchas y color violáceo adornado con motivos florales con forma de lirios en color blanco. El obi que lo sostenía se ceñía en torno a su cintura y era de color oscuro. Entre saltitos de ilusión, la muchacha se situó junto a sus dos parientes, que la esperaban ya preparados junto a la puerta. El kimono de Zetsuo era más tradicional, de color negro y sin ningún tipo de patrón. El de Kōri era similar, pero en contraste con la mayoría de los kimonos de hombres el suyo era de un blanco casi resplandeciente con algún que otro motivo de un copo de nieve en un azul muy claro que pasaba casi desapercibido.
—¿Dónde vas con eso? —le espetó Zetsuo, y el gesto de Ayame se congeló al instante. Por un momento pensó que había algo malo con su kimono pero entonces reparó en que los ojos aguamarina de su padre estaban clavados en su frente y reparó en el error.
—¡Ay, la bandana, es cierto! ¡Casi se me olvida! —exclamó, dándose una palmada en la frente en la que aún lucía la bandana. Ante el suspiro de Kōri, la muchacha volvió a meterse en la habitación y salió al cabo de unos segundos como una exhalación—. ¡Ahora sí que estoy lista!
Pero no le había pasado desapercibida la mirada reprobatoria que le había dirigido su padre cuando comprobó que simplemente se había limitado a sustituir la bandana metálica por una sobria cinta de tela de color negro.
Sin embargo, no se habló más del tema en aquel momento. Bajaron a la calle sumidos en un tenso silencio y, cubiertos por sendos paraguas de paja, echaron a caminar con todos los demás aldeanos hacia la orilla del Gran Lago de Amegakure para participar en el famoso ritual.
Otro trueno hizo retumbar la aldea, como una llamada lejana, pero Ayame se encogió sobre sí misma con un gemido de terror.
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Cuando escuchó la voz de su madre que lo llamaba, Daruu dejó de contemplar la tormenta y se dio la vuelta. Levantó una ceja, escéptico.
— ¿Qué haces con eso, mamá? ¿No se supone que es algo religioso? —Su madre iba vestida de forma tradicional con un kimono de color morado con flores rosas, pero arrastraba un carrito con cestas de mimbre llenas de pastelitos listos para vender—. Ni que fuera un espectáculo.
Aunque Daruu debía reconocer que para tratarse de una ceremonia tradicional, se trataba de una especialmente bella. Todos los años, en un día de otoño tan tormentoso como aquél, los aldeanos de Amegakure se reunían a la orilla del lago para introducir en una urna papelillos con deseos. La urna se metía en un barco que se dejaba a la deriva. El mástil puntiagudo del barco atraía a la tormenta y hundía el barco, entregando la urna de los deseos al lago.
Daruu era muy escéptico con las formalidades religiosas, pero aún así escribía el papel con su deseo y lo llevaba frente a la urna. La tradición era bonita, y no hacía daño a nadie. Para esta ocasión, él se había vestido con una camiseta de manga corta blanca, pero la había acompañado con elementos tan tradicionales como un haori de color azul oscuro, y unos hakama del mismo color.
— Este año es diferente —dijo Kiroe—. Se supone que es una sorpresa para los genin, pero no hay más remedio que contártelo. Hay otros tres carros más y nunca se me ha dado bien el Kage Bunshin. Tendrás que llevar al menos uno.
— ¿Qué? ¿Adónde? ¿Qué sorpresa? —Las preguntas de Daruu salían de sus labios a más velocidad que entraban en su cerebro.
— ¡Una cena sólo para los ninjas en un recinto grande! Con música y comida y todo. —Kiroe dio dos saltitos juntando las manos—. No se hace todos los años. Es algo que depende del presupuesto, supongo. O del buen humor de la Arashikage, claro —rió—. El caso es que tenemos que ir llevando estas cosas para allá. Hay que montar el puesto de Kiroe-chan. ¡Vamos!
Daruu sonrió de oreja a oreja. Le gustaba la gastronomía, eso desde lejos. Ahora la celebración era mucho mejor, y eso que ya le gustaba antes.
•••
Después de dejarlo todo preparado y montado en el edificio —que era de un tamaño descomunal—, caminaban bajo la lluvia protegiéndose con sendos paraguas. Se habían unido ya a la gigantesca marea de aldeanos que se encaminaban a la orilla del lago.
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El murmullo de la lluvia se intercalaba en una educada conversación con los enérgicos estallidos de los truenos. Los relámpagos se encargaban de iluminar el ambiente por encima de las luces de neón de los edificios comerciales, y bañaban en una luz blanquecina de manera fugaz toda la aldea. Entre sus calles, un auténtico océano de personas se dirigía al unísono hacia la orilla del Gran Lago de Amegakure como un gigantesco rebaño de ovejas.
Y Ayame no terminaba de adecuarse a aquella sensación. Ajena a las desaprovadoras miradas que le dirigía su padre, cada dos por tres se arreglaba la cinta que llevaba anudada en torno a la frente para asegurarse de que estaba bien fija. Cada dos por tres pegaba un pequeño botecito cuando un trueno hacía vibrar cada fibra de su ser. Cada dos por tres miraba a su alrededor, entre curiosa e intimidada, investigando el mar de gente que la rodeaba mientras hacía girar el paraguas con suavidad en un inconsciente jugueteo.
La travesía continuaba en completo silencio. Un silencio aparte del constante murmullo de fondo de la tormenta que caía sobre los aldeanos. Un silencio de tres personas que se mantenían aparte de las exclamaciones ilusionadas y las risillas de las demás personas que les acompañaban.
—¿Y tú qué deseo vas a pedir?
Oyó que preguntaba alguien a un compañero suyo, y Ayame parpadeó ligeramente.
«¿Y qué voy a pedir yo?» Se sorprendió preguntándose. Otros años no le había costado siquiera imaginarlo: el último año su deseo había sido conseguir graduarse como genin; los anteriores, por lo general, habían sido deseos vanales e infantiles. A excepción de aquel año en el que su deseo fue que el grupo de maleantes dejara de meterse con ella en la academia y de poco le sirvió. Pero aquella vez no había pensado nada.
Y antes de que pudiera siquiera ordenar sus pensamientos se vio de repente plantada cerca de la orilla del lago junto al resto de la multitud. Un pequeño grupo de ninjas, seguramente de alto rango, estaba ultimando los preparativos alrededor de una enorme vasija que ya habían colocado sobre el navío que serviría de mensajero al dios de la lluvia.
«¿Y qué voy a pedir yo...?» Se repitió, y en un gesto inconsciente lanzó una mirada de soslayo a su padre y su hermano.
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Ya estaban al fondo de la cola, esperando para depositar su papelillo con el deseo para el Dios de la Lluvia. Como con otros deseos, aquellos no eran secretos, y la gente pasaba el rato en la cola contándoselos. Daruu no quería contar el suyo, ni siquiera se lo había contado a su madre... Ella había insistido en que se lo contara un montón de veces, y también se había jactado de conocerlo de antemano.
«Puede que otros años conocieras el deseo, pero este... Este no...»
¿Por qué le daba tanta vergüenza reconocerlo? Cerró los ojos, dio un suspiro, y se dedicó a escuchar el sonido de la lluvia, impertérrito, incesante, ajeno a la espera de aquellas hormigas que le rendían homenaje. De vez en cuando, el río de agua era interrumpido por el tambor eléctrico de un trueno, y Daruu disfrutaba para sí de aquél momento. Muchos, sobretodos los niños, daban botes o se echaban a llorar. Desde pequeño, a Daruu le había parecido un sonido relajante, por extraño que eso pudiera parecer. Cuando sonaban muy cerca, el ruido le hacía sobresaltarse, pero cuando estaban lejos... Era como el canto furioso de un Dios. Como un volcán, no dejaba de ser hermoso.
Pero su madre le dio un empujoncito para que retomara la marcha, y no pudo evitar dar un respingo. Ese era el problema de las colas. Si uno permanecía en vigilia, se le hacía eterna la espera. Si uno cerraba los ojos y se dejaba llegar, le interrumpían la relajación para avanzar. Así que se dedicó a lo de todos los años. A intentar reconocer a la gente que volvía de la urna, ya con sus deseos depositados.
«Ahí hay un amigo de mamá, ese estaba en clase... Pero ni rastro de ellos. Si ellos estuviesen aquí, seguro que todo sería más divertido» —se sorprendió pensando en Ayame, Reiji y Kori-sensei, y sacudió la cabeza sonrojado.
Ya casi habían llegado al final, y se acababa de dar cuenta de que eran unos de los últimos en echar el papel. Debían de haber sólo unas 20 personas más detrás.
Después de su madre, Daruu dio un paso y echó el papel en la urna:
Que nunca desaparezcan de mi lado.
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Poco a poco, la cola fue avanzando con lenta parsimonia. Si de verdad existía un dios de la lluvia, debía estar pasándoselo en grande contemplando, montado en su nube de tormenta, cómo una fila de hormigas se dirigía a la urna que habían montado sobre aquel modesta embarcación para abastecerla de sus más ansiados deseos.
Paso a paso, Ayame seguía las difusas siluetas de la gente que se encontraban por delante de ella. Tan absorta estaba contemplando el papel en blanco que sostenía con su mano que ni siquiera se detuvo a intentar reconocer a nadie entre la multitud. Lo protegía de la lluvia, resguardándolo bajo su paraguas, como un tesoro de incalculable valor pero estaba claro que no sabía muy bien qué tenía que hacer. Realmente no se consideraba una persona religiosa, pero de alguna manera aquella ceremonia tenía algún tipo de significado especial para ella. Como una especie de superstición.
Las nubes de Amegakure no dejaban ver las estrellas por la noche, por lo que debía lanzar sus deseos a aquella urna. Ese recipiente era la estrella fugaz de todos los aldeanos, y sólo podían usarla una vez al año. Debían escoger con cuidado qué debían pedir.
Zetsuo arrojó el papel en el arca, y por un momento Ayame se preguntó qué podría pedir una persona como era su padre. Aunque se le encogió el corazón de tristeza al comprender que, lo que más deseaba, ningún dios podría devolvérselo. Kōri se adelantó e hizo lo propio.
«No habrá pedido una bolsa gigante de bollos, ¿verdad?» No pudo evitar reírse para sus adentros, pero enseguida su rostro retornó a su gesto serio.
Tomó la pluma ceremonial pero se detuvo a medio camino. Era consciente de que aún había gente a sus espaldas esperando con impaciencia, pero por increíble que pareciera, ella aún no había terminado de decidirse. Por un momento, miró de refilón a su padre, que la esperaba junto a su hermano unos metros más allá, ya apartados de la cola.
«Por favor, dame poder para sorprenderle... Su mano casi garabateó esas palabras como una autómata. Arrojó el papel a la urna, y después abandonó la fila entre pequeños saltitos.
—¡Ya está! —ni siquiera se molestó en preguntar a sus dos familiares por sus deseos, ella misma no quería comentar el suyo y estaba convencida de que ellos tampoco soltarían prenda por mucho que les insistiera. Iba a añadir algo más cuando vio unos cabellos rubios inconfundibles—. ¡¡Daruu-san!! —exclamó, agitando el brazo por encima de la cabeza para llamar su atención.
—¡Pero no grites, niña! —le recriminó Zetsuo, y le propinó un capón con los nudillos que le hizo gimotear de dolor al tiempo que se llevaba las manos a la coronilla—. ¿Pero no ves dónde estamos o qué?
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Estaba hecho. Cerró los ojos y sonrió, y se echó a un lado, preparándose para ver el espectáculo que se sucedería en unos minutos al lado de su madre. Una vocecilla familiar le sorprendió y, interrogante, alzó en rostro en busca de su origen.
Aquella vocecilla resultó ser la de la encantadora e infantil Ayame, que agitaba el brazo a unos pocos metros de ellos, llamando su atención. Una voz masculina, más potente, que Daruu no había oído con anterioridad se alzó sobre la primera, y acto seguido el shinobi vió un brazo arqueándose y golpeando con sus nudillos la cocorota de la que debía de ser su hija.
¡Donk! Tanto Kiroe como su hijo cerraron los ojos y encogieron los hombros, como si les hubiera dolido el golpe a ellos también.
—¡Venga, venga Daruu-kun, vamos a donde está tu amiguita! —Daruu estaba encantado de juntarse con Ayame, pero allí había demasiada gente como para moverse con total libertad. Entre empujones y quejidos, de todas formas, acabaron llegando donde ellos estaban.
El padre de Ayame tenía una mirada penetrante de ojos aguamarina, y el cabello tan negro como su hija. Una curiosa marca lucía orgullosa en su frente, y su rostro acusaba de algunas arrugas, incipientes pero tan severas como su enjuta y tensa boca.
Daba PUTO miedo.
—Ho... ho.... hola, señor-san...-dono. —La torpeza de Daruu era ejemplar, pero estaba intentando tratarlo con respeto—. ¡Hola, Ayame-chan, Kori-sensei!
—¿Como cada año, Zetsuo-san? —dijo Kiroe, con una sonrisa más triste que otra cosa. Daruu no veía a la madre de Ayame por ningún lado. Ya sabía a qué se refería Kiroe.
Al deseo que quizás compartían.
—Vaya, estás muy... —Iba a decirle a Ayame que estaba muy "guapa", pero inmediatamente se sonrojó, parte por vergüenza, y parte porque, aunque no lo estaba mirando precisamente en aquél momento, sentía de igual forma aquellos ojos de águila furiosa clavados sobre él.
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Entre gemidos de dolor, Ayame alcanzó a ver con los ojos entrecerrados la silueta de Daruu y de su madre acercándose a ellos a través de la multitud. Enseguida volvió a enderezarse, para recibirlos con una resplandeciente sonrisa de ilusión.
—¡Hola, Kiroe-san y Daruu-san! —exclamó, y sin poder evitarlo comenzó a dar saltitos en el sitio—. ¡Qué bien que nos hayamos encontrado los cinco! ¿A que sí? ¿A que sí?
Pero Daruu no parecía tan entusiasmado. Se había quedado inmóvil como un conejo cegado por la luz de un faro, sin saber muy bien cómo dirigirse a su padre. Ayame le dirigió una breve mirada de reojo, y se sorprendió al ver que Zetsuo tenía la mirada clavada en Daruu. Sus ojos aguamarina, ligeramente entrecerrados, le daban un aspecto más siniestro en aquel ambiente tan lúgubre de lo que realmente era. De hecho, al escuchar el torpe saludo del muchacho enarcó una ceja.
—Zetsuo —le corrigió. Su voz era apenas un susurro, pero su tono de voz era tan penetrante que parecía calar en lo más profundo de su mente. Alzó la cabeza cuando Kiroe se dirigió a él, y ante sus palabras un fugaz destello cruzó sus ojos—. Este año no. Tú y yo sabemos que es algo imposible, Kiroe-san. Hay que empezar a mirar hacia el suelo y dejar las estrellas donde están.
Ayame sintió que se le encogía el corazón. Creía saber de qué estaba hablando su padre, pero no alcanzaba a comprender la magnitud de sus palabras. La voz de Daruu consiguió sobresaltarla, y enseguida la muchacha comenzó a agitarse con nerviosismo.
—Q... ¿Qué? ¿Muy qué? ¡¿Tengo algo raro?! —preguntó histérica. Su primer instinto fue alzar las manos para asegurarse de que llevaba la cinta bien anudada en torno a la frente.
A su espalda, y aunque ella no era consciente de ello, el rostro sombrío del Aotsuki Zetsuo había vuelto a clavar una mirada de acero hacia el muchacho de cabellos rubios.
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La mirada nerviosa de Daruu resbaló unas cuantas veces de la pequeña e inofensiva Ayame al rostro, para él cruel, despiadado y aterrador de aquél hombre de aspecto severo. Si sus ojos fueran cuchillos, aquella mirada le estaría sacando las tripas.
—Yo... esto... Estás muy... ¡Elegante! —dijo, sintiéndose como si acabara de agarrarse a un saliente mientras caía de un precipicio hasta una fosa con púas.
Su madre había detectado la situación, y suspicazmente contestó en ese preciso momento a lo que le había indicado Zetsuo.
—Exacto. Por eso este año yo he pedido otra cosa distinta. —echó un rápido vistazo a los infantes que los acompañaban y se sonrojó. Pero sin dejar opción a réplica, dio un saltito mientras señalaba en dirección al lago y emitió un gritito ahogado que podría haber salido perfectamente de labios de Ayame—. ¡Eh, mirad, ya empieza!
Aquello fue todo lo que Daruu necesitaba para salir de la encrucijada en la que él solito se había metido. Se escurrió entre su madre, Zetsuo y Kori para ponerse delante y quedar cerca de la orilla. Allí podría ver la ceremonia con claridad.
Un par de hombres empujaron la urna dentro del bote. En ese momento, se hizo el silencio, y la única que hablaba, gritaba y lloraba era la lluvia. Los demás guardaban el silencio como quien guarda un tesoro. Siempre era así. Unos, por tradición. Otros por religión. Los hay que lo hacían por respeto a los demás. Daruu era de los primeros. Y quizás también por pura y simple fascinación.
El bote recibió un fuerte impulso de los voluntarios de la ceremonia y surcó las aguas del lago. En Amegakure, o al menos en la familia de Daruu, se dice que contra más tarde caiga el rayo sobre el puntiagudo mástil que exhibe el bote ceremonial más deseos de la urna se cumplen.
No tardó ni dos minutos en suceder.
¡Zas! Un destello cegó a los presentes, un estruendo los ensordeció.
Cuando abrieron los ojos, no había bote, ni urna, ni deseos.
Pero sí había lluvia. Siempre había lluvia.
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La mirada de Daruu se cruzó en repetidas ocasiones con la de Zetsuo, y a cada intervalo los ojos del hombre parecían ir entrecerrándose más y más... Hasta el punto de que sus afilados iris aguamarina apenas eran visibles a través de la fina hendidura que habían formado sus párpados. Sus pensamientos eran inescrutables, pero su rostro estaba tenso como una roca de mármol.
Por suerte, Daruu consiguió sortear el obstáculo con rápido ingenio. Aunque aquello no relajó las facciones del viejo águila.
—¡Oh, gracias! ¡Tú también estás muy elegante, Daruu-san! —respondió una atolondrada Ayame, que no se daba cuenta del cargado ambiente que se había formado a su alrededor.
Kiroe salió al paso, volviendo al tema de los deseos. No especificó el suyo, pero a Zetsuo no le pasó desapercibida la fugaz mirada que dirigió a los retoños, y su cuerpo volvió a tensarse de manera imperceptible como los músculos de un felino. Abrió la boca, dispuesto a añadir algo, pero la exclamación de la mujer le pilló por sorpresa.
El ritual había comenzado.
Ayame acompañó las emocionadas exclamaciones ahogadas de Kiroe, pero no se atrevió a abandonar su puesto como lo había hecho Daruu. En su lugar, se mantuvo inamovible en su sitio, poniéndose de puntillas y balanceando el cuerpo de un lado a otro para poder ver mejor.
Poco a poco, el silencio inundó el claro. El murmullo contínuo de la gente fue sustituído por el constante susurro de la lluvia, acompañado por el hipnótico golpeteo de las gotitas contra la tierra y los paraguas que los cubrían. Dos hombres empujaron la urna dentro del bote bajo la atenta y fascinada mirada de los asistentes, y después empujaron el navío hacia las aguas del lago.
Ayame apretó las manos entrelazadas contra su pecho, con la mirada fija en el pequeño bote que se balanceaba sacudida por el viento y el agua. Aguardando la llegada del dios de la lluvia.
«Dame poder para sorprender a mi padre» Repitió para sí, como si aquello fuera a hacer su deseo más fuerte. Después, comenzó a contar... «Uno... Dos... Tres...»
Llegó a cien y un cegador destello, acompañado de manera instantánea por un rugido estremecedor, la hizo encogerse sobre sí misma. Para cuando volvió a abrir los ojos, no había rastro de navío ninguno, siquiera de urna. Como si todo hubiese sido un simple sueño.
—Ha terminado —la voz de Kōri, tras su espalda, la sobresaltó.
Zetsuo gruñó algo ininteligible, antes de sacudir la cabeza y darse media vuelta.
—Niña, despídete de tu compañero. Volvemos a casa.
La muchacha sacudió la cabeza, como si hubiese sido repentinamente despertada de un profundo sueño.
—¿Q... Qué?
En realidad, todos los años había sido así. Nada más terminar la ceremonia, la familia Aotsuki regresaba a su vida cotidiana sin más. Nunca se habían quedado con otras personas a comentar nada, como muchos otros hacían. Y realmente nunca le había importado, porque durante sus años de academia no había hecho amigos. Pero en aquella ocasión era diferente. Había conocido gente. Se había encontrado con Daruu en aquel lugar.
No quería marcharse así como así...
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Kōri, aquél pilar de mármol que en silencio había permanecido desde que se habían encontrado, anunció una obviedad como una casa: la ceremonia había terminado. Pero si Kiroe no le había jugado una mala pasada, la fiesta no había hecho más que empezar.
Sin embargo, el patriarca de la familia Aotsuki había decidido que ya había terminado hacía tiempo.
—¿Queeeé? ¿Pero por qué? La Arashikage-sama ha convocado una fiesta, me lo dijo mamá, ¿no váis a venir? —A pesar del miedo que le tenía a Zetsuo, el pequeño Daruu lo miraba con ojos brillantes como si le estuviera pidiendo permido para coger galletas de un tarro. En el fondo, quería pasar más tiempo con ellos. Incluso con él. Al fin y al cabo estaba cansado de estar a solas con su madre, y si su madre iba a estar ocupándose del puesto de pasteles...—. Estar sólo va a ser un rollo. ¿Ha sido por no saber como llamarle? Lo siento, no quería ofenderle...
A pesar de todo, Daruu era un crío inocente y tímido que no quería llevarse mal con nadie.
Kiroe se dio la vuelta y soltó una pequeña risilla después de revolverle el pelo a su hijo, quien se esforzó porque su quejido sonase bien alto por encima de la lluvia —Daruu odiaba que le tocasen el pelo—.
—Oh, qué dirá la Arashikage, qué dirá la gente... —dejó caer la madre del chaval—. El siempre fiel y siempre cercano a la aldea Zetsuo, no acudiendo a un evento que organiza la aldea para los nuevos graduados... ¡Y encima la graduada es su hija! Nada menos que uno de los orgullos de la aldea... Dirán que no se orgullece de su familia. ¡Qué pena!
Giró la cabeza lo justo para que se pudiera observar la sonrisa maliciosa que esgrimía, sabiéndose vencedora de un pulso.
—Vamos, viejo carcamal, deja que tus hijos disfruten un poco. Es una fiesta formal, no un baile de colegialas, no tienes por qué ponerte a bailar la conga. —Dos chunin que había cerca, y que de sobra conocían a Zetsuo y a su reputación, se quedaron mirando a Kiroe como si acabase de mear encima de un busto de un templo budista—. Además, —Y esto lo dijo mirando a Kori— habrá pastelillos gratis. Invita Yui-sama.
Por la cabeza de Daruu estaban circulando mil y un pensamientos. Cómo se habría tomado Zetsuo sus disculpas. Si habría hecho mucho el ridículo con Ayame. Si Kōri forzaría a su familia a asistir a la fiesta sólo por los bollitos...
Pero Zetsuo no sería capaz de saberlo nunca. Porque Kiroe tenía muchas cosas que esconder, y como toda persona que esconde cosas, sabía construir buenas puertas.
La mente de Daruu estaba cerrada desde que le habían revuelto el pelo. No duraría más que unos días, pero para Kiroe era suficiente.
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Zetsuo se mostró sorprendido ante la repentina exclamación de Daruu, cuando anunció que se marchaban. Incluso Ayame se sobresaltó con su intervención. ¿Cuándo había vuelto? No había percibido siquiera su presencia, pero al escuchar sus palabras alzó la cabeza con repentino interés.
—¿Una fiesta? —repitió, mirando alternativamente a los dos interlocutores, sin saber muy bien de qué estaba hablando Daruu.
Pero su padre no respondió inmediatamente, miraba a Daruu de hito en hito como si le estudiara, como si estuviera midiendo las palabras que debía pronunciar. ¿Le estaba tomando el pelo o el respeto que esgrimía era real?
—Maldito crío. No me has ofendido, Hanaiko —replicó, al fin, y su tono de voz fue como una losa de mármol—. Pero sobre esa f...
No tuvo tiempo de terminar. Tras revolverle el pelo a su hijo, la voz de Kiroe interrumpió sus palabras. Y las suyas crearon una atmósfera cargada de electricidad estática, un silencio tan tenso que a Ayame le pareció sentir que chisporroteaba por su piel en una desagradable sensación que le hizo contener el aliento y cambiar el peso de su cuerpo de un lado a otro. Miró de soslayo a su padre, que había clavado sus ojos en Kiroe en una especie de competición de miradas. Una competición en la que topó con una pared infranqueable que fue incapaz de sobrepasar con su poder mental.
—¿No te sientes org...? —comenzó a decir, con un hilo de voz, pero Zetsuo le dirigió una mirada que no supo cómo interpretar pero que la sobresaltó de igual manera.
Lo que sí estaba claro era que a cada palabra que formulaba Kiroe, más y más se contraía el rostro de Zetsuo. Si antes parecía amenazar a Daruu, ahora se podría decir que prácticamente estaba deseando asesinar a la mujer que se plantaba ante él con los ojos.
La tensión era tan palpable que podría cortarse fácilmente con el filo de un kunai.
Pero Kiroe había formulado las palabras mágicas, y Kōri dio un paso al frente.
—No nos hará ningún daño quedarnos un poco, padre.
Zetsuo dejó escapar un sonoro suspiro, vencido por la impotencia de lo evidente.
Ayame, que observaba la escena desde una posición más rezagada, se atrevió a sacar una cantimplora de uno de los bolsillos interiores de su kimono y le dio un par de tragos, aliviada de que la situación se hubiese resuelto en cierta manera. Sin embargo, sospechaba que su hermano había sugerido aquello sólo para poder atiborrarse de bollitos sin ningún tipo de impedimento, mientras que su padre se había visto entre la espada y la pared para no defraudar a la confianza de la Arashikage.
Pero aún así, no podía sentirse tranquila. Las palabras intercambiadas entre los adultos, la tensión, los sentimientos cruzados que sentía en aquellos momentos... ¿De verdad la odiaba tanto su padre que no se sentía orgulloso de ella?
—En fin, cuanto antes terminemos con esto mejor. ¿Dónde cojones se celebra esa condenada fiesta?
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