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Le dolían todos y cada uno de los músculos del cuerpo. Le dolía la cabeza. Cada paso que daba todo le retumbaba, desde las uñas hasta el cráneo. Por dolerle, podría decir que le dolían hasta la punta de las pestañas. Pero, con un sonoro bostezo, siguió caminando hacia la Plaza del Calabobos. Como cada amanecer desde que había regresado a Amegakure. Con aquellas ojeras que ya se había acostumbrado a ver en el espejo cada mañana.
Su padre se había tomado muy en serio el castigo de la Arashikage de no dejarla salir de la aldea hasta que no reforzara su autocontrol. Vaya que sí lo había hecho. No le había dado tregua ni un sólo día desde entonces. Los primeros días fueron los peores de su vida. Aotsuki Zetsuo era un hombre que no destacaba por su compasión, ni siquiera hacia sus propios hijos. Y de poco le habían servido los lloriqueos o intentar remolonear los días que peor se encontraba, si hacía falta el hombre la sacaba a la fuerza de la cama, se la echaba al hombro y la tiraba sobre la calle encharcada sin importar que aún estuviera en pijama. Y eso por no hablar de aquel día que se durmió sin querer y llegó tarde a la sesión de entrenamiento.
Ahora, como los últimos días, quería creer que estaba mejorando... Pero seguía sin saber si aquel día sería el último de su tortura, no podía ver la luz al final del túnel. La luz de su libertad.
Ayame subió los escalones con la parsimonia de un reo condenado a la horca y los músculos de las piernas gritando a cada paso dado. Subió los escalones de piedra que giraban sobre sí mismos alrededor de la plaza, ascendiendo, y cuando sobrepasó el último lanzó un largo suspiro cargado de cansancio y se sentó en el mismo banco de siempre, bajo el mismo árbol de siempre.
Sólo le quedaba esperar.
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—Llegas tarde, maldita inútil —La voz de su padre retumbó desde detrás y Ayame casi juraría que hizo temblar el banco—. Me ha dado tiempo a irme a tomarme un café y volver. —Rodeó el asiento y lo tomó al lado de su hija, sin mirarla a los ojos—. Ayer te dije que hoy empezaríamos una hora antes. ¿Qué cojones has estado haciendo?
»¿Es que ahora no sabes ni llegar puntual a los sitios? No vales para nada.
Por supuesto, Ayame no recordaba que su padre le hubiera dicho nada sobre quedar en el punto de encuentro una hora antes. Y su actitud era mucho más cruel de lo habitual, incluso para alguien como él.
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—Llegas tarde, maldita inútil —la voz de su padre desde su espalda la sobresaltó. Ayame conocía bien aquel tono de voz, firme y férreo como el mármol, capaz incluso de hacer temblar las piedras. Y ella no era una excepción.
«T... ¿Tarde?» Pensó, con un parpadeo confundido. Estaba completamente segura de haber puesto el despertador en la hora correcta, y se había asegurado de desayunar y vestirse lo más rápidamente que había sido capaz. Ni siquiera se había entretenido por el camino, había acudido directa al lugar como solía hacer. ¿Cómo era posible que llegara tarde? «Maldita sea, empezamos bien.»
El hombre rodeó el banco en el que estaba sentada y la sombra de su presencia se cernió sobre ella antes de sentarse junto a ella sin mirarla directamente.
—Me ha dado tiempo a irme a tomarme un café y volver —repuso, tan severo como el filo de un acero contra su cuello—. Ayer te dije que hoy empezaríamos una hora antes. ¿Qué cojones has estado haciendo? ¿Es que ahora no sabes ni llegar puntual a los sitios? No vales para nada.
Ayame se mordió el labio inferior, con cada palabra clavándose en su pecho como una nueva lanza emponzoñada. Sin embargo se tragó las lágrimas y se puso en pie frente a él.
—L... lo siento —repuso, clavando una rodilla en la tierra en una respetuosa reverencia. Aunque su mente seguía trabajando a toda velocidad: ¿De verdad se lo había dicho? ¿Cuándo había sido eso? ¿Tan cansada estaba el día anterior que no lo había escuchado?—. No volverá a ocurrir.
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Zetsuo suspiró, desilusionado.
—Mal —dijo—. Te tenías que haber visto la cara. Sabes perfectamente que no habíamos quedado una hora antes, y sin embargo te has dejado llevar porque me temes. —Su padre no la miraba. Sus ojos paseaban intranquilos registrando el movimiento de los transeúntes de la plaza—. Y si me temes a mí, ¿cómo no vas a temer a los Uchiha? Si te crees mis mentiras, ¿cómo no te vas a creer las de los Uchiha?
Se levantó, le dio la espalda y echó a andar, sin ningún final claro para el camino elegido.
—A Amedama le sobran las agallas —aseveró—. Y a ti te faltan. —Luego, recordó algo que le hizo sonreír, si bien disimuladamente—. Quizás debieras juntarte más con ese muchacho... ¿cómo se llamaba? ¿Kondo? Ah, Kaido. Eso es. Kaido.
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El suspiro de decepción que exhaló su padre fue la señal para que Ayame levantara la cabeza de golpe.
—Mal —dijo, y ella sintió sus mejillas arder—. Te tenías que haber visto la cara. Sabes perfectamente que no habíamos quedado una hora antes, y sin embargo te has dejado llevar porque me temes.
«Mal empezamos...» Se repitió Ayame, hundiendo los hombros y mordiéndose el labio inferior. Y no encontró la manera de responderle, porque bien era cierto que tenía razón. Como siempre.
—Y si me temes a mí —continuó—, ¿cómo no vas a temer a los Uchiha? Si te crees mis mentiras, ¿cómo no te vas a creer las de los Uchiha?
El hombre se levantó y le dio la espalda. Echó a andar, sin mirarla siquiera, y aquello la alarmó. No la había mirado ni una sola vez desde que había aparecido, y Ayame sabía bien que su padre era de fijar la mirada en quien estaba hablando con él. Muchas veces, incluso demasiado. Quizás era un reflejo de su costumbre de meterse en cabezas ajenas aún cuando no lo estuviera haciendo... Y él no la había mirado ni una sola vez. Más bien al contrario, paseaba sus ojos de forma nerviosa entre la multitud.
¿Su padre? ¿Nervioso?
Allí había gato encerrado...
—A Amedama le sobran las agallas —estaba comentando, mientras Ayame le seguía a una cierta distancia prudencial, sin terminar de alejarse pero sin pegarse a él—. Y a ti te faltan. —Una ligera sonrisa curvó sus labios, y entonces...—. Quizás debieras juntarte más con ese muchacho... ¿cómo se llamaba? ¿Kondo? Ah, Kaido. Eso es. Kaido.
En otras circunstancias, Ayame se habría reído. Habría bromeado diciendo que acababa de averiguar de dónde le venía su problema para recordar nombres. Pero Ayame no se rio. Mas bien al contrario. Se detuvo en seco, mirándole con cierto recelo.
¿Eso había sido un chiste? ¿Su padre... haciendo una broma sin intenciones sardónicas?
—Me siento estúpida preguntando esto... —balbuceó, con la boca seca. En cierta manera era gracioso, quizás ahora se estaba pasando al otro extremo y estaba pecando de cautela pero...—. Pero... ¿De verdad eres mi padre?
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Zetsuo soltó un "ja", incrédulo.
—A este paso, me vas a hacer dudar, porque creía que una hija mía sería un poco más espabilada —gruñó Zetsuo, demostrando efectivamente que sí, que se trataba de él—. ¿Qué te pasa hoy, niña?
Tras la conversación, ambos caminarían en silencio durante un rato. Pasaron por las puertas de Amegakure, donde Zetsuo tuvo que insistir varias veces en que no se alejarían mucho de las murallas. Al parecer, Yui se había esforzado bien para que todos los guardias supieran que Aotsuki Ayame no podía salir de la aldea.
El patriarca de los Aotsuki se subió al muro, ante la incredulidad de Ayame, y saltó a las aguas del lago.
—¡No te retrases! Y como se te ocurra aprovechar para darte un paseo, te corro a hostias.
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—¡Ja! A este paso, me vas a hacer dudar, porque creía que una hija mía sería un poco más espabilada —gruñó él, y Ayame volvió a enrojecer hasta las orejas. Sí, definitivamente era él—. ¿Qué te pasa hoy, niña?
—L... Lo siento... —masculló en voz baja, reanudando el paso tras la estela de su padre.
No volvieron a intercambiar palabra durante el trayecto, aunque Ayame sintió unas terribles tentaciones de preguntar dónde estaban yendo en más de una ocasión. De todos modos, no tardaría mucho en averiguarlo. Después de todo, tenía que ser en cualquier parte en el interior de la aldea. Lo que no esperaba era que la condujera hasta las propias puertas de Amegakure. Incrédula, Ayame aminoró el paso y se quedó contemplando la escena mientras su padre dialogaba con los guardias, como un pajarillo confundido al que le acabaran de abrir la puerta de la jaula.
«¿De verdad vamos a salir de la aldea?» Se preguntaba, con el corazón en un puño.
Su padre se vio obligado a discutir durante largos minutos con los Chūnin que guardaban la entrada y salida de Amegakure. No era para menos, pues tenían órdenes expresas de la Arashikage de no dejarla pasar bajo ningún concepto. Sin embargo, después de un intenso debate y de jurar y perjurar que no iban a alejarse de las murallas, les dieron vía libre.
Para su sorpresa, no atravesaron las puertas. Zetsuo se encaramó al muro utilizando el chakra para adherirse a la resbaladiza superficie y desde él saltó a las aguas del lago que los rodeaban.
—¡No te retrases! Y como se te ocurra aprovechar para darte un paseo, te corro a hostias.
Ayame tragó saliva, pero no se hizo de rogar. Acumuló el chakra en la planta de los pies, como tantas veces había hecho ya, saltó sobre el muro y corrió hasta la parte superior. El viento de la tormenta la recibió en la cima de la muralla, como si le diera la bienvenida al mundo exterior de nuevo, pero Ayame sabía bien que, pese a que lo estaba deseando, no podría refugiarse en aquella arboleda que se veía al otro lado del lago y que la llamaba con intensidad. Por eso, haciendo de tripas corazón, Ayame tuvo que renegar de la libertad y disfrutar de aquel simulacro.
Se lanzó sobre las aguas del lago y aterrizó sobre ellas de cuclillas.
—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó, reincorporándose con cierta lentitud.
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—Entrenar, como todos los días hasta que estés preparada —dijo, y tomó rápidamente la delantera dejándola atrás—. Y he dicho que no te retrases, así que mueve el culo.
»Yui dejó en mi potestad decidir cuándo dejarte salir, y no quiero presentarme ante ella, decirle que lo estás, y traer sobre mí la deshonra enterándome que has vuelto a perder el control frente a ese monstruo —recordó—. Los mayores ataques contra la fortaleza de uno mismo vienen por sorpresa, como bien te expliqué el Hiyōbi de la semana pasada. Eso también quiere decir que los detalles del entrenamiento me los reservo por tu bien.
Siguieron caminando durante unos minutos. Pronto, Ayame pudo deducir que se dirigían a una de las plataformas de entrenamiento.
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—Entrenar, como todos los días hasta que estés preparada —replicó su padre.
«Eso ya lo sabía...» Pensó Ayame, entornando los ojos.
Pero no tuvo mucho tiempo para protestar, pues Zetsuo aceleró el paso y Ayame tuvo que hacerlo también para ponerse a su altura. Ahora el sonido de los acelerados chapoteos acompañaba a sus voces.
—Y he dicho que no te retrases, así que mueve el culo —gruñó el médico—. Yui dejó en mi potestad decidir cuándo dejarte salir, y no quiero presentarme ante ella, decirle que lo estás, y traer sobre mí la deshonra enterándome que has vuelto a perder el control frente a ese monstruo —le recordó, y Ayame hundió los hombros, alicaída—. Los mayores ataques contra la fortaleza de uno mismo vienen por sorpresa, como bien te expliqué el Hiyōbi de la semana pasada. Eso también quiere decir que los detalles del entrenamiento me los reservo por tu bien.
—Hoyōbi. —La corrección salió sola de sus labios, y Ayame se tapó la boca instantáneamente mirándole con temor.
Zetsuo la guió hasta una de las plataformas de entrenamiento que sobresalían de la superficie del lago, y el cemento sustituyó al agua bajo sus pies. Ayame se quedó más o menos en el centro, intercambiando el peso de una pierna a otra.
«¿Me va a hacer combatir contra él? No... ¿verdad?»
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—Pues Hoyoubi, joder, qué coño importa una puta vocal, ¿es que tienes siempre que poner la puntita? Ojalá te fijaras tanto en todo el resto del mensaje, así ni tu ni yo tendríamos que estar aquí —respondió, mordaz, como siempre.
Zetsuo continuó caminando hasta que alcanzaron, en efecto, la plataforma de combate en cuestión. El hombre le enseñó la palma de la mano a su hija en cuanto había caminado un par de metros adentro, indicando que se quedase en el sitio. Él avanzó bastante más, situándose en el otro extremo. Hasta ese momento, las sospechas de Ayame casi estaban por confirmarse. Parecían las posiciones de un combate.
Sin embargo, Zetsuo se giró y dijo:
—Hoy vamos a hacer algo distinto. Quiero que me respondas a dos preguntas muy sencillas.
»¿Quién eres? ¿Qué eres?
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Pero, antes de que pudiera adentrarse demasiado en la plataforma, Zetsuo alzó la palma de su mano, indicándole que se detuviera. Ella lo hizo, inquieta al verle situarse en el otro extremo del cuadrilátero. Volvió a intercambiar el peso de una pierna a otra y ya estaba empezando a prepararse ante un inminente enfrentamiento cuando su voz llegó hasta ella.
—Hoy vamos a hacer algo distinto. Quiero que me respondas a dos preguntas muy sencillas: ¿Quién eres? ¿Qué eres?
Ayame parpadeó, confundida ante lo repentino de la cuestión. En su superficie eran dos preguntas de lo más simples, pero intuía que encerraban algo en su interior y que debía pensar bien en las palabras que iban a formular sus labios. Por eso, tras meditarlo durante unos instantes, respiró hondo y relajó la postura de su cuerpo:
—Soy Aotsuki Ayame. Soy miembro del clan Hōzuki. Soy kunoichi de la aldea de Amegakure; y... —apretó sendos puños a ambos lados de su costado antes de añadir en voz más baja—: La guardiana del Gobi.
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—¿Eso es lo que te consideras? —pronunció Zetsuo, despacho, con una sonrisa esbozada en sus finos y fruncidos labios—. Muy bien. Repítemelo, ¡repítemelo con orgullo!
Zetsuo levantó la mano derecha y formuló el Sello de la Confrontación. Señal aparentemente inequívoca y meridianamente clara para un ninja.
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(Última modificación: 21/09/2018, 13:13 por Aotsuki Ayame.)
—¿Eso es lo que te consideras? —preguntó Zetsuo, y Ayame temió durante un instante haber cometido algún error. Pero su padre había curvado los labios en una sonrisa—. Muy bien. Repítemelo, ¡repítemelo con orgullo!
Y entonces levantó la mano derecha y formuló el Sello de la Confrontación.
—¡Soy Aotsuki Ayame! —repitió ella, aunque en aquella ocasión su voz sonó temblorosa. Tenía los ojos fijos en el Sello de la Confrontación y un extraño cosquilleo recorría todo su cuerpo. Era miedo. Pero también era... excitación—. Soy... Hōzuki. —La tempestad había nacido en el centro de su pecho y se extendía por sus extremidades, revitalizándola. Ella era El Agua, pero se sentía arder...—. Soy kunoichi de la aldea de Amegakure; y la guardiana del bijuu de cinco colas —culminó, con un nudo en la garganta.
Y, al contrario de lo que había sucedido en su enfrentamiento con Uchiha Datsue, alzó su propio brazo y su mano formuló en ceremonial Sello de la Confrontación.
«Que sea lo que tenga que ser.»
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Zetsuo sonrió y formuló una serie de sellos casi imperceptible para ella.
—Muy bien. Espero que sepas decirlo con el mismo orgullo cuando las cosas no salgan como tú quieres. A pesar de recibir duros golpes. En medio de la Tormenta. Eso es una kunoichi de Amegakure. Contra toda la adversidad.
Se inclinó hacia adelante, se llevó las manos a los labios y escupió una bola de cañón acuática directa a Ayame. Cuando la kunoichi tratase de moverse, sus pies quedarían pegados al suelo, y sus brazos, rígidos como atados por esposas metálicas al suelo, no lograrían formular sellos para contraatacar. Sus habilidades de Houzuki no funcionaban, y no podía apartar la mirada del Teppoudama. Ni cerrar los párpados ante el evidente mazazo que...
¡BAM!
La bala la golpeó. Su cuerpo se estremeció de pies a cabeza. Sintió el mazazo, que no pudo transformarse en energía cinética pues sus pies y sus brazos la anclaban, rígida, de pie, como un clavo. Toda la energía del impacto se derramó hasta la punta de los dedos, matándola de dolor.
—¿Quién eres? ¿Qué eres?
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Él sonrió en respuesta, y cuando sus manos se entrelazaron en una secuencia de sellos que Ayame no llegó a descifrar, la kunoichi se preparó para un posible ataque.
—Muy bien. Espero que sepas decirlo con el mismo orgullo cuando las cosas no salgan como tú quieres. A pesar de recibir duros golpes. En medio de la Tormenta. Eso es una kunoichi de Amegakure. Contra toda la adversidad.
Zetsuo se llevó las manos a los labios y de estos brotó súbitamente una técnica acuática en forma de bala de cañón que Ayame conocía muy bien: Suiton: Teppōdama. La muchacha se preparó para moverse hacia un lado y esquivarla, pero entonces se dio cuenta de una cosa. Sus piernas no le respondían. Como plan de repuesto intentó lanzar ella misma una técnica pero comprobó horrorizada que sus brazos tampoco le respondían. Ya sólo le quedaba una opción.
¡BAM!
Fue como si la hubiesen golpeado con un martillo gigante. Todo su cuerpo tembló con violencia y ni siquiera pudo tambalearse, clavada al suelo como estaba por cadenas invisibles. Ni siquiera había conseguido licuar su cuerpo a tiempo de menguar los daños... ¿Pero por qué?
—¿Quién eres? ¿Qué eres?
La voz de su padre inundó sus oídos y la hizo temblar. Empapada como estaba y la mirada hundida en el suelo, Ayame tuvo que respirar hondo varias veces antes de responder.
—Aotsuki... Ayame... —murmuró, sobreponiéndose como bien podía al dolor que atenazaba todos y cada uno de sus huesos—. Soy... Hōzuki... Soy de Amegakure; y... y...
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