Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
¡Ja! Esa sí que era buena: él con sombrero de Kage. Si Soroku supiese que una vez hasta lo había tenido entre sus manos, se reiría hasta mañana. Había sido justo después de carbonizar a su dueño, Uzumaki Zoku. Y recordaba lo tentado que se había visto de probárselo en la cabeza.
—Oh, Soroku. Si yo me hubiese puesto el sombrero de joven, hubiese revolucionado la Espiral —sonrió, divertido—. No sé si para bien o para mal, pero que la hubiese revolucionado, eso tenlo por seguro.
La pareja siguió caminando, ascendiendo como si quisiesen llegar al mismísimo cielo. El frío viento de las alturas soplaba con gentileza, pero a pesar de ello, el Uchiha se cuidaba de que a Fūjin no le diese por hacerle una jugarreta mientras ponía los pies a centímetros del risco.
Alcanzaron una explanada impropia de aquellas formaciones tan abruptas, seguramente limadas por el ser humano, y unas escaleras de piedra que seguían ascendiendo hasta un gran arco que anunciaba la entrada al templo.
—Tengo que reconocerlo, Soroku. Por malos recuerdos que tenga, este país regala estampas únicas. —Y aquello, probablemente, fue lo último que dijo Uchiha Datsue en un buen tiempo.
Dejó caer sus hombros y agilizó su respiración, como si toda aquella caminata le hubiese agotado. Era hora de convertirse en Gūzen.
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Los peregrinos del Remolino ascendieron por los veintiocho escalones y cruzaron el arco de ébano. Fue entonces cuando realmente se encontraron en la verdadera cima de aquella montaña, que curiosamente, no era sino una de tamaño medio en relación a las otras tantas formaciones que la rodeaban. ¿Por qué el Templo del Hierro había sido construido ahí, entonces? porque el acceso era imposible para aquellos que conocieran los accesos correctos y los puentes adecuados. Porque las montañas aledañas servían de protección natural, como bien lo hacía la zanja que rodeaba a la Aldea de la Hierba, por ejemplo. Y porque aquella cima había sido elegida por el primero de los Tākoizu. El firmante del tratado del Estandarte. El primero de los primeros, en la Roca. Una marea de musgo cubrió la vista de los visitantes, que pisaron una enmarañada red de raíces que se extendían por todo el suelo hasta adentrarse, finalmente, en el corazón del Templo.
Se trataba de una coraza gigante de concreto construida en la cima. La entrada estaba compuesta por una gran plaza encerada con cerámica y piedra caliza, en cuyo centro yacía una enorme estatua de un hombre fornido y de aspecto fútil, que posaba como si estuviera a punto de ir a la guerra. En una mano sostenía un hacha, y la otra vestía su propio puño. Daba la sensación de que aquel hombre, en vida, era tan duro como lo era ahora estando totalmente vestido de piedra.
Los tallados del rostro mostraban facciones bañadas en furia. Dos largos bigotes caían a nivel de su pecho.
Él era quien daba la bienvenida a los aposentos que se encontraban tras sí. La fortaleza estaba construida de ladrillo adobe y los techos de tejas blancas. Algo de nieve adornaba unas cuántas de ellas.
Datsue se quedó maravillado con la estatua de la entrada, de aspecto bravo y fornido y bigote exageradamente largo. «¡Una así debería tener Uzu, de los Hermanos del Desierto! Ahí en la entrada, para imponer a ninjas extranjeros». Ya solo de imaginárselo, se le ponía el vello de punta.
Lástima que sus compatriotas fuesen demasiado tradicionales para una idea tan revolucionaria como aquella.
Hasta entonces, al Uchiha le habían sorprendido dos cosas. La primera, la maraña de raíces que había en la entrada, como si no hubiese personal suficiente para limpiarlo; la segunda, también relacionada y que apuntaba al mismo sitio, que nadie les hubiese recibido hasta entonces. ¿Acaso Lady Tākoizu no tenía ningún tipo de guardia? ¿Datsue sería, en todo momento, el único escudo de sus enemigos?
Supuso que pronto lo comprobaría.
—Es el hogar más grande y espectacular que he tenido en mi vida, Soroku-san —habló, como Gūzen. Dobló el cuerpo en una reverencia hacia él—. Gracias de nuevo por darme la oportunidad.
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11/01/2019, 03:53 (Última modificación: 11/01/2019, 04:11 por Umikiba Kaido. Editado 1 vez en total.)
Una voz le interrumpió la reverencia, sin embargo.
—Ha traído a uno educado. Esa es nueva, Soroku-san —la voz provenía del pasillo principal, donde un hombre de metro setenta y cinco, ligeramente encorvado y con el cabello marrón capuchino, rizado, les saludaba. Vestía un anorak gris, pantalones oscuros y botas de trabajo. Tenía una barba de tres días cubriéndole el rostro y sus ojos rasgados de color avellana les observaba a ambos con añoranza—. ¿qué tal ha estado el viaje? ¿habéis tenido una escalada tranquila? últimamente han estado ocurriendo muchos derrumbes. Lamentamos no haber podido avisarle.
11/01/2019, 04:00 (Última modificación: 11/01/2019, 04:23 por Uchiha Datsue. Editado 1 vez en total.)
Datsue dio un respingo. ¡Vaya susto le pegó el cabrón! ¿Sería aquel el tal Furune, maestresala de Lady Tākoizu? ¿O un empleado cualquiera? Esperaba poder averiguarlo pronto.
—Buenos días —saludó, inclinando la cabeza en señal de respeto. En otras circunstancias, se hubiese apresurado a responderle. Pero él era Gūzen, un cualquiera. Alguien de perfil bajo, diligente y sin ánimo de hacerse ver demasiado. Mejor dejar responder al propio Soroku primero, que era quien llevaba la batuta allí, y mantenerse en un segundo plano.
Como requería su papel.
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Soroku puso su mano derecha en el hombro de su pupilo y le sonrió a Furune con vieja camaradería.
—Buenos días, joven.
—Furune-san, qué bueno verte después de qué, ¿séis años? cuéntame, ¿cómo has estado?
—Fenomenal, Soroku-dono. Disfrutando de la apacible vida en nuestro Templo y trabajando para su preservación, como de costumbre. Discúlpenme el gélido recibimiento, nuestro personal se encuentra trabajando de uno de los pasos de la montaña que se vio afectado por los derrumbes que os comenté. Y Lady Tākoizu está meditando. Bajará pronto, seguramente.
—Esperaremos a que termine. Mientras tanto, te presento a Gūzen, mi prospecto. Gūzen, él es Furune, maestresala de Lady Tākoizu.
—Bienvenido al Templo de la familia Tākoizu, Gūzen-san. El Señor del Hierro Yonkai te da la bienvenida y desea que tu estadía sea placentera y provechosa, por sobre todas las cosas.
¡Bingo! Efectivamente, era Furune, el maestresala. De paso, también averiguó por qué estaba aquello tan vacío. No es que anduviesen cortos de personal —que quizá sí, pero al menos tenían—, sino que estos se encontraban trabajando en los pasos de montaña tras los derrumbes sufridos. Imaginaba, despejando el camino para que los carros y personas pudiesen seguir circulando con normalidad.
Al parecer, además, Lady Tākoizu se encontraba meditando. «Me pregunto a qué estarán las hijas…» Aburridas, seguro. Allí en lo alto, aisladas como quien dice del mundo, no parecía que hubiese mucho para hacer. No para divertirse, al menos.
—Muchísimas gracias, Furune-san. —Y otra reverencia de regalo. En aquella misión iba a tener la espalda caliente de darlas—. Es un verdadero placer y un honor estar aquí. —Datsue se hubiese calentado la boca, elogiándole tanto a él como el lugar. La cuna del acero. El corazón del hierro. Una y mil alabanzas más. Pero, como ya se dijo, él ya no era Uchiha Datsue, el Intrépido. Debía morderse la lengua y adoptar su papel de secundario.
De actor de reparto, como quien dice.
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Oh, claro que era un honor. Después de todo, ¿cuántos aspirantes tenían la dicha de conocer la morada de algún Señor del Hierro, fuera ahí, en el país de la Tierra o en algún otro territorio vecino?
Pocos, por no decir ninguno.
Furune sonrió con cordialidad y se dio vuelta, pidiéndoles que le siguieran con la mano.
La Estatua de Yonkai se despidió de Datsue, permitiéndole a él y a su maestro adentrarse en los aposentos de aquel enorme monasterio. El interior de la casona estaba compuesta de dos grandes pisos superpuestos uno de otro con séis pilares paralelos que hacían la de soporte de toda la estructura. La planta baja era amplia, gozaba de al menos tres pasillos contiguos que se desperdigaban hacia distintas direcciones, aunque su epicentro estaba decorado como lo suele estar una sala de estar. Cuatro sillones de tela marrón caoba rodeaban una amplia mesa de té, y a su alrededor un buen número de mesitas cargaban el peso de la historia con porta retratos, candelabros y artilugios de esa índole.
Una escalera contigua permitía el acceso hasta el piso superior, donde previsiblemente estaban las habitaciones, y algún palco que probablemente tuviera acceso hasta el lado externo de la montaña sobre la que yacían erguidos.
Furune señaló los asientos y les ofreció algo de té. Sirvió cuatro tazas, cogió una para sí y bebió un sorbo. Cruzó las piernas elegantemente y miró al muchacho con una sonrisa divertida.
—Y bien, Gūzen-san, Soroku fue bastante enfático en tus deseos de convertirte en un gran Herrero como él algún día. ¿También te contó lo difícil que fue para él su etapa de adoctrinamiento? ¿no te habrás guardado ese lado de la historia, o sí, Soroku-san?
El Herrero no habló, sólo sonrió con media comisura. Era el momento de que Datsue tomara la batuta.
Datsue se quedó por un momento embobado observando los retratos que poblaban la sala. ¿Retratos de todos los descendientes y herederos del primer Señor del Hierro? ¿Estaría allí también Lady Tākoizu? ¿O lo estaría, cuando muriese? «Por favor que sea dentro de muchos años, no en mi misión», rezó.
Luego se sentó en uno de los asientos que le ofreció Furune. No le pasó desapercibido que aquel hombre sirvió cuatro tazas. Cuatro, y no tres. ¿Esperaba que su jefa acabase pronto de meditar? «Qué más da eso ahora, céntrate.»
—Pues… no, lo cierto es que no me contó nada de sus inicios —dijo, desviando la mirada momentáneamente hacia Soroku. Tomó la taza de té con cuidado y dio un pequeño sorbo—. Lo cierto es que sí, Furune-san, sería una grandísima oportunidad para mí. Le aseguro que daría todo de mí para estar a la altura de semejante honor y no decepcionarles —«Hmm… ¿Quizá demasiado empalagoso? Tengo que rebajar el tono y sonar más a barriobajero que trata de sonar culto para dar buena impresión».
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Furune asintió, como si aquello tuviera todo el sentido del mundo.
—Es que Soroku-san siempre ha sido un hombre bastante reservado, es complicado sonsacarle hasta migajas cuando se trata de su entrenamiento con Nahana-lady-dono. Que por supuesto, llegado el caso, deberás hacerlo mismo, si superas las pruebas del Hierro. Es muy importante que el arte ancestral de Lord Yunkai y sus predecesores se mantenga sólo entre sus pocos elegidos —Datsue pudo notar que, por alguna razón, era Furune el que estaba haciendo la de entrevistador. Con ello podía comprobar que la confianza que podía tenerle Nahana era, desde luego, importante. ¿Le descartaba eso como sospechoso, o no?—. bueno, cuéntanos un poco sobre ti, Gūzen-san. Quiero oír tu historia. ¿Quién eres?
Cuando Furune le hizo ver que era muy importante que el arte ancestral de Lord Yunkai se mantuviese entre sus pocos elegidos —vamos, que no se fuese de la lengua—, Datsue asintió con gravedad.
—Por supuesto —se reafirmó, para tratar de transmitir confianza.
Pronto, sin embargo, llegó su primera prueba. El primer gran obstáculo que tendría que superar si quería que le cogiesen como aprendiz.
—Quién soy… —repitió, dándose un momento, sin soltarle una parrafada de golpe. Tenía que evitar que su historia sonase preparada—. Pues… viví casi toda mi vida en el País del Fuego, en una pequeña aldea no muy lejos de Tanzaku Gai. De pequeño siempre me gustaba visitar el Valle de los Dojos, ¿sabe? Me encantaban los samuráis. Sus armaduras. El respeto por la tradición que mostraban. El honor… Claro que fueron pocas las oportunidades que tuve de ir. Mi casa era una humilde. Mi mamá me tuvo que criar sola, y ahora me doy cuenta de lo duro que tuvo que ser para ella. Nunca me faltó de comer mientras mi mamá estuvo a mi lado, no… —tuvo que parar un momento, emocionado. Se le habían empañado los ojos y tuvo que parpadear varias veces para retener las lágrimas. Se obligó a continuar—. El caso es que cuando mi mamá me faltó, fue cuando de verdad conocí el hambre. Una mujer que había sido amiga de mi mamá me aconsejó ir a la ciudad, donde encontraría más oportunidades para ser alguien en la vida. Para encontrar un oficio.
»Sin nada que perder, me aventuré. No fue fácil. Las primeras dos semanas me las pasé vagabundeando. Sin nadie dispuesto a tenderme una mano. Por momentos, creí que me moriría de hambre. Pero, en el fondo, siempre supe que me llegaría la oportunidad. Una, solo una, y que no debía fallar —esbozó una sonrisa tímida, desviando la mirada hacia Soroku—. Y llegó.
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Takukaru Furune se mantuvo convincentemente atento durante los retazos de historia que Datsue iba contándole. Dejaba escapar un gesto comprensivo, que a veces se transformaba en uno de sorpresa y otras de un sentido entendimiento para con los infortunios de un muchacho tan joven como Gūzen.
—Un existencia dura la tuya, por lo que veo. Eso habla muy bien de tu carácter, del instinto de supervivencia que te permitió sobreponerte a cada golpe que te arrojó el destino. Te entiendo, también he recibido numerosos golpes en la vida. Demasiados diría yo —tenía sesenta y cinco años. Séis décadas y media para besar la lona. Y ahí estaba, de pie, erguido y orgulloso. Un tanto magullado como bien podía esperarse, pero aún haciéndole frente a la vida—. ¿y cómo lo supiste? ¿que querías dedicarte a ésto? no creo que haya sido sólo por tu fanatismo hacia los samurai y sus tradiciones.
Respecto al honor, bueno, tenía sus dudas. Había conocido a grandes samurai sin una pizca de ello.
Datsue dio un pequeño trago al té para ganarse unos segundos adicionales para pensar.
—Si le soy sincero, al principio con la mera oportunidad de aprender un oficio y tener algo que llevarme a la boca me di por satisfecho —¿Quizá demasiado sincero?—. Pero, luego, cuando vi trabajar a Soroku-san… Vi el acero reflejado en mí, ¿sabe? Todos los golpes que recibía… Me sentí identificado con los que recibí yo a lo largo de mi corta vida. Pero cada golpe que recibía el acero, le hacía mejor. Más fuerte, más flexible. Más preparado para recibir el siguiente. ¿Sería así conmigo? En ese momento, decidí que quería que así fuese. Y que quería transmitir también al acero mis vivencias y penurias para hacerlo más fuerte —«¿Me estoy pasando de poético? Mejor ir cortando, por si acaso»—. Además, es un trabajo duro. Constante. Sacrificado. Creo que esas son mis mayores virtudes. Encajamos bien —agregó para finalizar, esbozando una tímida sonrisa.
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12/01/2019, 20:35 (Última modificación: 12/01/2019, 20:36 por Umikiba Kaido.)
Soroku, bien dedicado a escuchar atentamente por si a Datsue se le escapaba algún desliz, se encontraba bastante fascinado. Para él resultaba impresionante la forma en la que el Uchiha era capaz de exteriorizar sus intenciones, de crear una nueva historia y de hacerla sonar tan convincente que él, y en otras distintas circunstancias, probablemente lo hubiera creído todo de cabo a rabo. Datsue tenía muchos dones, pero para Soroku el más importante de todos en su enorme compendio de capacidades era el don de palabra.
El viejo Furune por su parte lució satisfecho. Y nostálgico, también. ¿Qué viejo no lo era?
—Me recuerda bastante a ti de joven, Soroku.
—¿Qué fue lo que me trajiste, Soroku? —soltó una voz, de la nada. Pareció más bien un eco que venía de todas partes. Era fuerte. Áspera. Si el Hierro pudiera hablar, ese sería su tono—. ¿A un herrero, o a un filósofo?
Entonces, súbitamente, el Hierro tomó aspecto y forma, también.
Tākoizu Nahana era tan alta como las Montañas Peregrinas. La patriarca era fornida, esbelta y de músculos tan definidos como la roca. Tenía la piel blanca y vestía un largo hakama de color gris con amplios plegados en degradado que acababan en sus pies, descalzos. El torso lo tenía cubierto por una bata de tela ajustada a las articulaciones de su clavícula, dejando los hombros libres y desnudos. Eso le permitió a Datsue inspeccionar sus largos brazos como quien atraviesa el corredor de un museo de historia. Observó cada quemadura, cada cicatriz. Todas probablemente con una interesante anécdota para contar. A diferencia de su físico, era su rostro el que delataba su edad. Tendría unos cuarenta y tantos, al menos. Un par de arrugas añoras le vestían las patillas y los párpados, que protegían un par de ojos castaños de mirada profunda y férrea. Tenía el cabello negro, aunque los costados y las puntas de unos cuantos mechones enmarañados en una cola parecían consternados por el paso de los años, pues imperaban las canas grises.
Datsue tragó saliva, asustado, al oír aquella voz. Una voz rígida y áspera como el hierro, que no lucía satisfecha. Para nada satisfecha. Y era lo peor que le podía pasar, porque aquella era, sin duda, Lady Tākoizu. «Rebajar mi romanticismo a partir de ahora, apuntado».
Aquella mujer era alta y fuerte, y pedía explicaciones a Soroku. No a Datsue. En otra circunstancia, hubiese respondido igualmente, pero recordó lo que Soroku le había aconsejado: ir con perfil bajo, abandonar cualquier intrepidez y no revolver ningún avispero.
Desvió la mirada hacia Soroku, el interpelado, y descargó la responsabilidad en él. Además, la conocía. Había sido su alumno. Él se desenvolvería mejor en aquella primera toma de contacto.
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