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Otoño-Invierno de 221

Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
#1
Cada día me levantaba pronto, no al amanecer, pero poco después. Me levantaba de la cama sin siquiera plantearme si había dormido bien o mal. Me aseaba, me vestía y salía. Caminaba tranquilamente hasta el mercado. Saludaba a quien me cruzase, a esas horas no me acordaba muy bien de los nombres. Una mujer que estaba subiendo la persiana de su tienda, un hombre cargando un saco de algo que parecían ser verduras, no llegaba a identificarlo, un niño que salía corriendo a despertar a un amigo para jugar antes de ir a la academia y un par de transeuntes que no conocía.

Realmente no había mucha gente a esas horas. En el camino de vuelta del mercado seguramente no se pudiese ni andar de lo abarrotada que estaría la calle. Una vez allí, hacía la ruta habitual por las tiendas. Los tomates estaban realmente bien aquel día, cogí de más, pensando en qué podía preparar con ellos. La carne me hizo dudar, cogí algo de carne picada, la justa para acompañar el tomate. Después harina y sal, que era lo que me faltaba en casa. Y un par de cebollas, yo no era muy fan, pero a la gente le gustaba. Al final, decidí coger algo de ajo, llevaba mucho tiempo evitandolo.

Pasé por la calle sin plantearme siquiera usar los tejados. Yo ya no hacía eso. Veía a algunos ninjas ir y venir desde abajo y volvía a bajar la mirada en silencio, sin pensar en nada en especifico.

Al llegar a casa, me ponía directamente a cocinar. Y en eso dedicaba la mañana. Desde que le echaba tanto tiempo me daba para hacer platos más complejos, probar nuevas recetas por la tarde o cambiar algo en las de la mañana. Me entretenía, me permitía pensar en cosas que no eran importantes y hacer algo de provecho.

En cuanto acababa el plato que fuese, me servía lo justo para probarlo y esperaba unos minutos a que dejase de estar extremadamente caliente. Lo repartía en fiambreras y salía de nuevo a repartirlo. Daba un par de minutos de charla a los ancianos y a los niños que se quedaban en casa mientras los padres trabajaban y seguía mi ruta. Iba por la mitad cuando una pequeña niña castaña apareció dando gritos:

¡Hana-chaaaaaaaaaaaaaaaan! — venía corriendo sin ningún tipo de control, sus dos coletas iban de un lado a otro de la misma forma caotica.

Kaori-chan, te he dicho que no corras así. Un día te vas a hacer daño.

Pero... — se tomó un momento para recuperar el aliento una vez estuvo enfrente mio. — ¡Así corren las kunoichi!

No pude evitar reir ante la proclamación de Kaori. Empecé a caminar de nuevo y la niña se autoinvitó a acompañarme.

Estoy bastante segura de que no es así. ¿No deberías estar en la academia para ser kunoichi?

Hasta este año no podía entrar, pero ya verás. Seré tan buena kunoichi como Hana-chan y Ren-chan.

La comida en mi estomago se transformó en fuego, sonreí a Kaori, ocultando el dolor.

Serás mucho mejor que yo. — le dije acariciandole la cabeza.

No creo que yo pueda convertir el papel en comida.

Si no siguiese sintiendo las punzadas de culpabilidad en el pecho, hubiese reido ante la inocencia de Kaori. Hablaba de mis pergaminos, solo los usaba durante esos diez minutos al día, para no cargar con fiambreras ardiendo. Lo había incorporado a la rutina y ya casi ni le daba medio pensamiento.

Ya verás que sí, ahora portate bien y vuelve a casa antes de que la abuela se preocupe.

¡No quiero! ¡Me aburro en casa! — dijo inflando las mejillas y cruzandose de brazos.

Me acuclillé para estar a su altura.

Si te portas bien, te enseñaré como sacar comida de pegaminos cuando estés en la academia.

Se le iluminó la cara y empezó a dar botes en el sitio.

¿De verdad? ¿De verdad? ¿De verdad? — no dejó de repetirlo hasta que le contesté.

Te lo prometo. — le ofrecí el meñique y lo agarró con fuerza.

Finalmente, se fue corriendo de la misma forma que había venido. La observé irse en silencio y hasta que no desapareció de mi vista no me levanté. Suspiré y volví a ponerme en piloto automatico. Repartí el resto de fiambreras y volví a casa. Tenía el estomago revuelto, la mente empezaba a recordarme cosas que yo no quería recordar y solo abrir la puerta, mi mirada se fue a un cajón. Estaba en un mueble en la esquina opuesta del salón, era un mueble especificamente de cajones de poca altura pero largos, perfectos para guardar hojas y pergaminos.

Abrí el primero, el más alto. Ahí estaba, justo donde lo había dejado. Como las otras mil veces que lo había mirado. Acerqué la mano para cogerlo, pero la aparté de golpe, como si quemase. Cerré el cajón. No. No, no, no.

Respiré hondo. Tantas veces como necesité. Entonces dí una palmada, sacandome a mi misma de ese abismo. Debería hacer una tarta. Tenía los ingredientes, podía pedir huevos a un vecino que tenía un corral con gallinas. Después le daría un trozo y estaríamos en paces. Aunque no tenía azucar. Aún podía acercarme al mercado a conseguir un poco. Así echaría la tarde.

El tiempo que pasé ocupada pasó volando. Apenas había salido de casa a por el azúcar y ya estaba con la media tarta que me correspondía a solas. ¿Y ahora qué? ¿Con qué iba a entretenerme? ¿Qué iba a hacerme olvidar que seguía huyendo? De ser una kunoichi, de mis responsabilidades, de Ren, de Ryu, de Eri, de Datsue, del combate, del enfrentamiento...

Aquel día en el valle de los dojos huí, salí corriendo sin hacer nada al ver como mataban a un guardia. No había dejado de huir desde entonces.

Había salvado a Ren, pero habían cientos de posibilidades más que incluían salvar a Ren y enfrentarme a aquella mole de hombre. Usé a Ren como excusa para salir corriendo. En el momento me dije que era por ella, pero no lo era. Era por mí. Fui una cobarde. Ignoré cual era mi trabajo y murieron cientos de personas por mi culpa. Había puesto mi vida por encima de las suyas y eso era lo contrario a lo que ser una kunoichi significaba.

Nos mandaron a casa de inmediato y ya en el tren pude darme cuenta de lo lamentable que era. Estaba intacta, estaba perfecta, ni una magulladura. Mientras, a mi alrededor todos estaban heridos, algunos habían perdido una extremidad por ayudar, algunos la vida. ¿Y yo? Estaba perfecta. Me senté en una esquina y esperé a que todo pasase. El viaje, la vuelta, los discursos... Muchos superiores alababan la actuación de los participantes, decían que habíamos dejado el nombre de la villa en buen lugar, a pesar de todo.

Incluso un jounin me felicitó por todo. A mí. En el momento simplemente asentí y pasé de largo. Mi mayor logro fue no desmoronarme en el mismo tren, aguantar esas horas sin desplomarme en el sitio en un charco de arrepentimiento y cobardía. Ni siquiera sus caprichos eran capaces de atenuar del todo esa sensación. Era una cobarde. Había jugado a ser kunoichi y ahora estaba recogiendo lo que había sembrado. Entrenar servía de una mierda si en el momento de la verdad no iba a pelear.

En cuanto puso un pie en casa después del Torneo cogí la bandana y la guardé en el cajón más bajo. No me la merecía. Eri y Datsue habían malgastado su tiempo para enseñarle una técnica emblematica de su villa, habían confiado en ella con algo que obviamente no se le debía enseñar a una cria cobarde y ella lo había desperdiciado. Por mucho que ahora dijese que sí iba a pelear, que iba a ser valiente, sabía que volvería a huir dada la situación. Volvería a usar cualquier excusa, incluso a Ren, para salir del peligro.

No podía. No podía volver, no podía ser kunoichi, no podía encararme con Ren. Sería una civil. Ayudaría desde detrás, como tendría que haber hecho desde un principio. En realidad, nunca había querido ser una ninja, había seguido a mis padres. Sí, era eso. Me había obligado y no había funcionado.


Me desperté, un día más. Me aseé y fui para el mercado. No pasé de la primera mujer, que le dijo que el kage iba a dar un importante anuncio.

Deberías ir. Han convocado a todos los ninjas.

¿Qué? Yo no... — era demasiado pronto para que pensase con claridad, pero aquella mujer no podía saber que yo era kunoichi, solo había pasado por ahí a esa hora desde que dejé de serlo.

Te arrepentiras si no vas.

Confundida, decidí que sí debía ir. Si Hanabi-sama daba un anuncio tan importante, pues seguro era algo importante. Ojala volver a dormir bien para tener algo de cerebro al despertar. No iba a ir como siempre, no iba a ir con la bandana, con suerte, podría oirlo desde lejos y sin que nadie me reconociese.

Hacía demasiado calor para echarme un montón de capas de ropa encima. Decidí recuperar mi anterior vestuario, por suerte, no había crecido lo suficiente para que fuese incomodo. Una camiseta de manga larga negra, un chaleco gris encima y un pantalon ajustado con una falda por encima. Me recuerda mucho a mis dias de kunoichi, pero será solo un momento, ir, oir las noticias y volver. Ahora solo faltaba una forma de ocultar mi pelo, sería lo que más me delataría. Lo recogí en un moño y me tapé la cabeza con una gorra.

Bien, ahora solo quedaba ir tranquilamente al edificio del Uzukage. Tragué saliva antes de salir por la puerta, pero salí. Anduve hasta el lugar, con tranquilidad, con naturalidad. Cuando llegué, Hanabi ya estaba fuera y a mitad de discurso por lo que parecía.

— Ahora es el momento de despedir mi era como Godaime Uzukage, y dar la bienvenida a la nueva era: La era del Rokudaime Uzukage.

Volteé a todas partes, sorprendida, ¿tan pronto iba a dejar el puesto Hanabi? Apenas llevaba un año, puede que dos. ¡Shiona se había pasado cientos de años! ¿Qué pasaba? ¿Sabían esto el resto? La sorpresa en los presentes era incluso mayor que yo. Esperaba ver la reacción de alguien conocido pero no reconocía a casi nadie en el lugar. Las cosas cambiaban.

Al menos, cuando salió el Rokudaime Uzukage, supe por qué no había visto a Datsue. Ahí estaba, tan campante, como siempre. Parecía algo nervioso, lo cual solo le daba más veracidad a lo que había dicho Hanabi, realmente era el nuevo kage, Uchiha Datsue. El mismo Uchiha Datsue que unos meses atrás había estado enseñandome el Rasengan. Ese estaba en lo alto de la piramide ahora.

Salió a dar el discurso, nervioso. Apenas balbuceó unas palabras antes de soltar el bombazo.

¡Yui ha muerto!

Quedé helada en el sitio. El tiempo dejó de pasar, mi cerebro entero dejó de procesar información. No conocía de nada a la Arashikage, de hecho, ni siquiera tenía una imagen clara de ella. La había visto, conocía su nombre, pero tampoco era como si su muerte fuese algo que me afectase tanto. Pero lo que suponía eso, sí.

¿Qué había pasado en Amegakure? ¿Estaría Ren bien? ¿Se trataba de Dragon rojo? ¿De Kurama? ¿Qué había pasado? Si había muerto la kage, ¿qué le hubiese pasado a una genin como Ren si habían entrado en la aldea? La muerte solo era una de las opciones malas, podían haberla secuestrado, haberla convertido a su bando o haberla obligado a hacerlo. ¿Y si había caido Amegakure entera? ¡Tenían que hacer algo! Hay... ¡Hay que ayudarles!

Oh... claro... Yo ya no era una kunoichi. Ese pensamiento cayó por mi espalda como una gota de sudor frio. Yo no pintaba nada ya ahí. No debería ni haber salido de casa. No había contestado a Ren, no había seguido entrenando, había huido de mis responsabilidades. No era nadie.

»¡¡¡ESCUCHAD HE DICHO!!!

Di un respingo al oír la voz de Datsue por cada recoveco de mi cabeza. E inmediatamente empezó un discurso del que no pude apartar ni la mirada ni la oreja. Me sentía como una polilla mirando al fuego, hipnotizada por el curioso vaiven de las llamas y su luz. Las palabras de Datsue eran la miel y yo una osa buscando un apetitoso postre, comía y comía y no me saciaba, entraban y se me grababan como si fueran hierro candente.

Entonces, de repente, el discurso acabó. Todos gritaron al unisono que serían su espada mientras que yo aún estaba procesando el discurso. Tenía razón, tenía razón en todo. Entonces una voz se alzó a la contra de los demás, se opuso a Datsue, quien quedó patidifuso por la respuesta de la muchacha. Todo el gentio se giró a mirar a la chica y pronto, empezaron a revolucionarse en su contra. Por puro instinto, llevé mi mano a la cintura y di un paso adelante, dispuesta a intervenir.

Pero en mi cintura no había espada, en mi muslo no había portaobjetos y en mi frente no había una bandana. Me miré las manos, confusa, asustada, perdida. Vi a Datsue aparecer donde la chica y proteger a quien estaba allí, sin embargo, no me quedé para verlo, para escucharlo, salí corriendo. Como siempre. No debería haber ido, no era una kunoichi. No era una kunoichi. No era una kunoichi. No era una kunoichi. No era una kunoichi. No era una espada. No era un escudo. No era nada.

Llegué a casa más rápido de lo pensado, porque iba saltando por los tejados. Entre por la ventana por no pasar por la calle y solo entrar empecé a desvestirme. Tiré la falda a un lado, el chaleco a otro, el pantalon, la camiseta, la gorra... No era una kunoichi. Eso ya no iba conmigo. Debía volver a la rutina. Ignoré la ropa tirada y cogí otra muda, más civil. Un vestido adornado con flores, sin bolsillos y que no dejaba demasiado movimientos a las piernas, completamente disfuncional para pelear.

Cogí mi horno de lava e improvisé alguna receta. Cualquier cosa para quitar de mi mente el discurso de Datsue y funcionó. Entré a la rutina de cabeza y sin frenos. Volví a repartir y volví a casa. Decidí hacer algo de limpieza ya que tampoco tenía más ingredientes y me fui a dormir temprano, había sido un día largo.

¡¿SERÉIS MI ESPADA?!

Salté de la cama. ¿Qué demonios había sido eso? La voz se había oído clara en mis oidos. Más incluso que cuando estaba en el discurso. Miré alrededor. Estaba oscuro, muy oscuro, no podía ser más tarde de medianoche.

¿Datsue? — llamé con la firme esperanza de que no contestase.

Y no contestó. Negué con la cabeza, debía de ser mi imaginación. Me dispuse a volver a tumbarme en la cama... pero miré bajo la misma por si acaso. No, no había ningún Uzukage bajo ésta. Suspiré. Un sueño. Eso había sido todo. ¿O tal vez su sello de comunicación? No podía ser. Solo había tenido uno con Eri y se había desvanecido hace meses ya. Estuve a punto de encender una luz y mirarme bien el cuerpo, pero no podía ser. Tampoco tenía sentido que se dedicase a repetir esa frase a las tantas. Retazos de un sueño, nada más.

Me tumbé y me relajé, como siempre, mi rutina incluía sueños ininterrumpidos.

Nuestros sueños y nuestras esperanzas depositadas en los farolillos flotantes del Año Nuevo que se avecina, ¡nada de eso importará si Kurama termina reinando!

Abrí los ojos pero no me moví. Estaba pasando. Lo oía perfectamente, como si lo tuviese delante. Sus palabras realmente se habían grabado. Cada vez que cerraba los ojos, lo oía. ¿Era esto una tortura? ¿El karma? ¿Un fuinjutsu? ¿Un genjutsu? Datsue no había activado el sharingan, no me había ni mirado. No podía ser. Era solo su discurso, sus palabras calando en mí. Porque sabía que tenía razón. Sabía que podía y debía pelear. Pero... Pero ¿y si volvía a huir? ¿Y si huía en el momento más importante? ¿Y si esta vez moría Datsue por su culpa? ¿Y si volvía dejar cientos de personas a su suerte? Yo no era una kunoichi. No soy una kunoichi.

Yo, Uchiha Datsue, Hijo del Desierto y Rokudaime Uzukage, bajo la atenta mirada de Sarutobi Hanabi y de Uzumaki Shiona allá en el cielo, en el día de mi nombramiento, os prometo una sola cosa: ¡SERÉ VUESTRO ESCUDO!

¿Cómo podía afirmar eso? Shiona... estaba muerta por proteger la villa. ¿Acabaría Datsue igual? Muriendo por la villa. Muriendo por mi. Por mi que no era capaz ni de intentarlo. Apreté los dientes y me llevé las manos a los oídos, algo se removía dentro de mí. Todo lo que había enterrado estos meses. No quería oír más. No quería saber más.

»¡Pero sería un necio si pensase que puedo ganar esta batalla solo! ¡Os necesito! ¡A todos vosotros! A los que creen en mí y a los que no, en el día de mi nombramiento, os pregunto una sola cosa: ¡¿seréis mi espada?!

No, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no. Cerré los ojos con fuerza, apreté más mis orejas, aún sabiendo que no iban a detener la voz de Datsue. Podía huir de Ryu, podía huir de Ren, podía huir de mis responsabilidades, de mis miedos, de mis recuerdos, de mis amigos, de mi bandana, de mis cartas, de mis habilidades, de mis posibilidades. Pero... al final todo acaba volviendo. Sonreí de forma lamentable, viendo la ironia. Mi huida era como una goma elastica, estiraba y estiraba hasta que se suelta y te da en toda la cara.

Mi estomago revuelto decidió subir por mi garganta y salté de la cama directa al baño. Ahí venía... y no hablaba del vomito.

Las imagenes se sucedieron en flashes, Ryu aplastando la cabeza de uno de los guardias, Ryu acercandose, Ren herida, Ranko quedandose atrás.

¡Sácala! Yo debo sacar a alguien también. Intentaré retrasarlo. ¡Corre!

No...

Aguanto el vomito, aguanto las lagrimas, aguanto todo lo que puedo dentro.

¡Todos sabemos desde hace tiempo del peligro que hay ahí afuera! ¡De a lo que nos enfrentamos!

Y entonces, el momento de la verdad, el momento en que volví a ayudar a Ranko. El momento en que decidí huir. Nada había cambiado desde ese momento. Ranko podría haber muerto. Cientos de personas lo hicieron. Y yo no hice nada.

Te... ¿T-Te quedarás aquí conmigo?...

Me doblé sobre el retrete y vomité. Los ojos me ardían. Lo que salía de mi estomago era poco más que fluidos estomacales, no había probado bocado en todo el día. Las lágrimas me quemaban más que el acido en mi garganta. Seguí vomitando durante varios segundos. La boca me salivaba más de la cuenta y la saliva sabía a hierro. Y las lágrimas seguían quemandome más que ningún acido.

Lo siento... lo siento... lo siento... lo siento... lo siento... — estaba completamente destruida.

La rutina se había roto. Lo único que me separaba de la verdad.

Hemos recorrido un largo camino, todos nosotros. Hay heridas que todavía están cicatrizando. Quizá algunas nunca terminen de hacerlo. Y, aún así, nos hemos levantado.

Me levanté del suelo, soltando el retrete y acercandome al grifo para quitarme el sabor de la boca.

Y, aún así, nos hemos levantado.

A pesar de estar en mi peor momento, el mareo, la falta de fuerzas y el sabor a hierro en mi boca, mi mente estaba increiblemente nitida. A cada paso que daba oía una palabra, cada vez a más volumen.

»¡Pero sería un necio si pensase que puedo ganar esta batalla solo! ¡Os necesito! ¡A todos vosotros! A los que creen en mí y a los que no, en el día de mi nombramiento, os pregunto una sola cosa: ¡¿seréis mi espada?!

Mis preocupaciones, mi pasado... se disolvían en el infinito mar de carisma que eran las palabras de Datsue. Había conseguido retrasar lo inevitable, casi durante un día entero. Había puesto mi salud en riesgo intentando huir de la llamada de mi kage. Pero sus palabras, su convicción penetraba más hondo que cualquier barrera que yo pudiese crear.

Abrí el cajón, apenas manteniendome de pie frente al mueble. Ahí estaba. El simbolo de la espiral, tan brillante como el día que la guardé. Ver el simbolo hizo resonar de nuevo las palabras de mi kage.

»¿¡SERÉIS MI ESPADA!?

Pareció resonar por toda la casa, a pesar de estar solo en mi cabeza. Tal vez era la desnutrición, el trauma, una mezcla de ambas y la falta de sueño. Recogí la bandana con ambas manos y la coloqué en mi frente, haciendo el nudo en el más riguroso silencio.


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