28/03/2016, 01:01
Zetsuo volvió hacia ella sus ojos aguamarina. Un extraño gesto cruzó su rostro y, entonces, se dio media vuelta y echó a caminar.
Ayame se adelantó un par de pasos.
—¡E...!
—Kōri, explícale todo. —La interrumpió, antes de que pudiera formular ningún tipo de protesta—. Yo tengo que ir a avisar a Arashikage-sama y a buscar hombres para capturar a estos malnacidos antes de que despierten, aunque no creo que lo hagan hasta que salga el sol —aseguró, y Kōri compuso la mueca de fastidio más expresiva que Ayame vería jamás en su marmóreo rostro—. Volveré enseguida. Quedáos ahí.
Zetsuo desapareció con apenas una brisa que se sumó al bramido del viento. Y justo entonces Ayame reparó en algo:
«Espera, ¿¡ha dicho que iba a buscar a la Arashikage?!» Se preguntó, aterrorizada. ¿Pero cómo le iba a explicar lo ocurrido? ¿Cómo iba a explicarle por qué estaba allí, fuera de los dojos, a aquellas alturas de la noche? ¡No se le ocurriría contarle que había descubierto la v...!
La mirada de Kōri al volverse hacia ella logró de alguna manera templar su fuego interno. Bajo la escasa luz de aquella intranquila noche, sus ojos escarchados brillaron de una forma peculiar. Señaló hacia sus pies, y Ayame se miró, confundida. Sólo cuando él se sentó se dio cuenta de que la estaba invitando a acompañarle. Con cierto titubeo, Ayame se sentó con suavidad, cruzando las piernas y observando como su hermano mayor arrancaba una brizna de hierba con sus dedos y después dejaba que la furia del viento se la llevara. No parecía muy predispuesto a hablar, y Ayame comenzó a removerse entre inquieta e impaciente.
Entonces sus ojos se fijaron en un punto sobre sus hombros, la señaló con el dedo índice, y cuando Ayame se puso rígida como una tabla al pensar que comenzaría a responder sus preguntas, fue algo muy diferente lo que salió de sus labios:
—Saca mis bollitos y déjalos entre los dos.
«Lo sabe.» Ayame tensó todos y cada uno de los músculos del cuerpo, preguntándose cómo demonios su hermano había percibido la ausencia de sus bollitos tan rápido.
Se descolgó la mochila de los hombros. Despacio. Como un atracador al que le han ordenado deponer sus armas.
Vamos a tomar algo dulce mientras te cuento todo. Será más agradable.
Con manos temblorosas, Ayame rebuscó en el contenido de su mochila. Tuvo que apartar un mapa y algunas prendas de ropa, pero al fin dio con la bolsa con provisiones que había robado de la habitación del hotel. La dejó en el suelo, entre los dos, pero ella enseguida apartó la mano sin coger nada. No tenía hambre. En su lugar, se acababa de dar cuenta de lo cansada que estaba.
Por el rabillo del ojo percibió que Kōri no le quitaba el ojo de encima, como si fuera a desaparecer de un momento a otro. Su mirada estaba cargada de una intensidad que jamás había visto en él. Era una mirada que no parecía culparla en absoluto y que estaba cargada de preocupación. Y, sin embargo, Ayame se mordió el labio inferior.
—Yo... Lo siento... —balbuceó, con un hilo de voz que amenazaba con nuevos sollozos—. Por lo de los bollitos... Y... Por intentar irme así...
A aquellas alturas era inútil tratar de convencerse de que él no habría leído la carta que había dejado con su desaparición.
Ayame se adelantó un par de pasos.
—¡E...!
—Kōri, explícale todo. —La interrumpió, antes de que pudiera formular ningún tipo de protesta—. Yo tengo que ir a avisar a Arashikage-sama y a buscar hombres para capturar a estos malnacidos antes de que despierten, aunque no creo que lo hagan hasta que salga el sol —aseguró, y Kōri compuso la mueca de fastidio más expresiva que Ayame vería jamás en su marmóreo rostro—. Volveré enseguida. Quedáos ahí.
Zetsuo desapareció con apenas una brisa que se sumó al bramido del viento. Y justo entonces Ayame reparó en algo:
«Espera, ¿¡ha dicho que iba a buscar a la Arashikage?!» Se preguntó, aterrorizada. ¿Pero cómo le iba a explicar lo ocurrido? ¿Cómo iba a explicarle por qué estaba allí, fuera de los dojos, a aquellas alturas de la noche? ¡No se le ocurriría contarle que había descubierto la v...!
La mirada de Kōri al volverse hacia ella logró de alguna manera templar su fuego interno. Bajo la escasa luz de aquella intranquila noche, sus ojos escarchados brillaron de una forma peculiar. Señaló hacia sus pies, y Ayame se miró, confundida. Sólo cuando él se sentó se dio cuenta de que la estaba invitando a acompañarle. Con cierto titubeo, Ayame se sentó con suavidad, cruzando las piernas y observando como su hermano mayor arrancaba una brizna de hierba con sus dedos y después dejaba que la furia del viento se la llevara. No parecía muy predispuesto a hablar, y Ayame comenzó a removerse entre inquieta e impaciente.
Entonces sus ojos se fijaron en un punto sobre sus hombros, la señaló con el dedo índice, y cuando Ayame se puso rígida como una tabla al pensar que comenzaría a responder sus preguntas, fue algo muy diferente lo que salió de sus labios:
—Saca mis bollitos y déjalos entre los dos.
«Lo sabe.» Ayame tensó todos y cada uno de los músculos del cuerpo, preguntándose cómo demonios su hermano había percibido la ausencia de sus bollitos tan rápido.
Se descolgó la mochila de los hombros. Despacio. Como un atracador al que le han ordenado deponer sus armas.
Vamos a tomar algo dulce mientras te cuento todo. Será más agradable.
Con manos temblorosas, Ayame rebuscó en el contenido de su mochila. Tuvo que apartar un mapa y algunas prendas de ropa, pero al fin dio con la bolsa con provisiones que había robado de la habitación del hotel. La dejó en el suelo, entre los dos, pero ella enseguida apartó la mano sin coger nada. No tenía hambre. En su lugar, se acababa de dar cuenta de lo cansada que estaba.
Por el rabillo del ojo percibió que Kōri no le quitaba el ojo de encima, como si fuera a desaparecer de un momento a otro. Su mirada estaba cargada de una intensidad que jamás había visto en él. Era una mirada que no parecía culparla en absoluto y que estaba cargada de preocupación. Y, sin embargo, Ayame se mordió el labio inferior.
—Yo... Lo siento... —balbuceó, con un hilo de voz que amenazaba con nuevos sollozos—. Por lo de los bollitos... Y... Por intentar irme así...
A aquellas alturas era inútil tratar de convencerse de que él no habría leído la carta que había dejado con su desaparición.