28/03/2016, 17:38
—No voy a quedarme al margen ahora. Gilipollas.
La cicatriz de Anzu se retorció cuando en el rostro de su dueña se dibujó una sonrisa áspera. Esa clase de shinobi se correspondía más al Hanaiko Daruu que había peleado con todas sus armas en la arena. Lo que sí está claro es que este tío es un bipolar de cuidado. Tendré que andarme con ojo... Echó un vistazo a Daruu, que ahora estaba a su lado: estatura media, complexión atlética, y vendas por todas partes. A ojos de Anzu, parecía un shinobi de lo más normal.
Al final, la curiosa pareja de ninjas terminó siguiendo, tan discretamente como podían, al mercenario y su 'prisionero'. Avanzaban a paso ligero, aunque era evidente que Satoru no quería estar allí; cuanto más tiempo pasaban caminando, y más cerca estaban de su destino, más nervioso se ponía el joven noble. Salieron de la plaza, bajando por una ancha calle que rebosaba de puestos comerciales y también de clientes. Entre la multitud, Anzu perdió de vista un par de veces a sus objetivos, pero al poco les recuperó la zaga.
De repente, al pasar junto a un puesto de tintes y perfumería, se desató el caos. Satoru tomó un tarro de tinte rojo con un movimiento extremadamente rápido, y antes de que el mercenario pudiera hacer algo, se lo estampó directamente en la cara. El guardaespaldas retrocedió, aturdido y cegado por el tinte. Alrededor se levantaron numerosos gritos, ya fuera de miedo, ira o sorpresa. En medio del tumulto, los gennin alcanzaron a ver cómo Satoru se escabullía doblando una esquina cercana.
—¡Allí! —gritó Anzu, señalando a su compañero la calle que el noble acababa de tomar.
La Yotsuki echó a correr en pos del huído, apartando a gente y saltando por encima de una cesta de manzanas que alguien había tirado por el suelo. Sin embargo, pronto se daría cuenta de que aquella callejuela no tenía salida. Y, sin embargo, Satoru no estaba allí. ¿Dónde demonios se ha metido?
Anzu recorrió el callejón con su mirada grisácea. Era más estrecho de lo normal, franqueado por dos edificios de un par de plantas que parecían residencias particulares. Las únicas ventanas que daban al callejón eran las del segundo piso, una a cada lado, y parecían cerradas a cal y canto. Algunas cajas de madera, quizá de algún comerciante de la calle principal, se apilaban contra la pared izquierda del callejón, y de un cubo de basura metálico ubicado al final del mismo provenía un hedor insoportable.
Pero ni rastro de Satoru.
La cicatriz de Anzu se retorció cuando en el rostro de su dueña se dibujó una sonrisa áspera. Esa clase de shinobi se correspondía más al Hanaiko Daruu que había peleado con todas sus armas en la arena. Lo que sí está claro es que este tío es un bipolar de cuidado. Tendré que andarme con ojo... Echó un vistazo a Daruu, que ahora estaba a su lado: estatura media, complexión atlética, y vendas por todas partes. A ojos de Anzu, parecía un shinobi de lo más normal.
Al final, la curiosa pareja de ninjas terminó siguiendo, tan discretamente como podían, al mercenario y su 'prisionero'. Avanzaban a paso ligero, aunque era evidente que Satoru no quería estar allí; cuanto más tiempo pasaban caminando, y más cerca estaban de su destino, más nervioso se ponía el joven noble. Salieron de la plaza, bajando por una ancha calle que rebosaba de puestos comerciales y también de clientes. Entre la multitud, Anzu perdió de vista un par de veces a sus objetivos, pero al poco les recuperó la zaga.
De repente, al pasar junto a un puesto de tintes y perfumería, se desató el caos. Satoru tomó un tarro de tinte rojo con un movimiento extremadamente rápido, y antes de que el mercenario pudiera hacer algo, se lo estampó directamente en la cara. El guardaespaldas retrocedió, aturdido y cegado por el tinte. Alrededor se levantaron numerosos gritos, ya fuera de miedo, ira o sorpresa. En medio del tumulto, los gennin alcanzaron a ver cómo Satoru se escabullía doblando una esquina cercana.
—¡Allí! —gritó Anzu, señalando a su compañero la calle que el noble acababa de tomar.
La Yotsuki echó a correr en pos del huído, apartando a gente y saltando por encima de una cesta de manzanas que alguien había tirado por el suelo. Sin embargo, pronto se daría cuenta de que aquella callejuela no tenía salida. Y, sin embargo, Satoru no estaba allí. ¿Dónde demonios se ha metido?
Anzu recorrió el callejón con su mirada grisácea. Era más estrecho de lo normal, franqueado por dos edificios de un par de plantas que parecían residencias particulares. Las únicas ventanas que daban al callejón eran las del segundo piso, una a cada lado, y parecían cerradas a cal y canto. Algunas cajas de madera, quizá de algún comerciante de la calle principal, se apilaban contra la pared izquierda del callejón, y de un cubo de basura metálico ubicado al final del mismo provenía un hedor insoportable.
Pero ni rastro de Satoru.