28/03/2016, 21:43
Anzu tuvo que reprimir un suspiro de sincero alivio cuando oyó como Datsue se ponía a su lado y tomaba las riendas de una situación que, como un caballo encabritado con una domadora novata, se le escapaba de las manos a ella. Venga, joder, se supone que tú eres el listillo y hablador y todo eso. Claro que, ahora no se trataba de regatear con ningún comerciante de tres al cuarto.
El camarero no mudó su expresión ni un instante ante las palabras del Uchiha. Sólo sus ojos se movieron, y fue para observar de arriba a abajo al hombre: fornido, peinado de mercenario y barba a juego. Ahora que me fijo, ¿de dónde habrá sacado la idea? Su Henge tiene todo lo necesario para encajar en un sitio como este. Los chicos estaban a punto de averiguar hasta qué punto.
—¡Que una rata me arranque los huevos si este no es el mismísimo Haskoz!
Un vozarrón retumbó en el local, alzándose como un trueno furioso por encima de la música ambiente y las conversaciones susurradas de algún grupo de clientes. Anzu fue la primera en reaccionar, aunque sólo lo hizo cuando se dio cuenta de que quien quiera que fuese el dueño de aquel huracán vocal, se estaba refiriendo a ellos. O, al menos, a uno de ellos.
—¡Hay que tener agallas para asomar la jeta por aquí después de lo que hiciste, maldito tarado hijo de perra!
Era un hombre, casi tan alto como Datsue e igual de fornido. Vestía con ropa cara, de colores negros, marrones y rojos; pero su actitud no era en absoluto nobiliaria. Anzu recordó lo que su padre siempre le había dicho acerca de ello.
Sin embargo, lo más llamativo era su rostro: curtido, con una gran cicatriz que le marcaba la cara de arriba a abajo y un parche negro sobre el ojo derecho. Decir que era pelirrojo no hacía suficiente justicia: aquel tipo tenía una melena corta del color de la sangre, y una barba recortada tanto igual. Pese a la cantidad de insultos que salían de la boca de aquel hombre, su tono no parecía indicar que fuese de malas. Se acercó a Datsue y, golpeándole en el hombro, le tendió una mano.
—¡Que mi santa madre me dé un puñetazo si estoy dormido! Nunca creí que volvería a ver esa cara de bastardo.
Anzu, sin entender absolutamente nada, decidió guardar silencio. Luego cayó en la cuenta de que seguía temblando, y trató de recuperar su pose de tipa dura. Mientras, el apático camarero seguía mirándola con fijeza. El cuenco de cristal descansaba sobre la barra de metal pulido.
El camarero no mudó su expresión ni un instante ante las palabras del Uchiha. Sólo sus ojos se movieron, y fue para observar de arriba a abajo al hombre: fornido, peinado de mercenario y barba a juego. Ahora que me fijo, ¿de dónde habrá sacado la idea? Su Henge tiene todo lo necesario para encajar en un sitio como este. Los chicos estaban a punto de averiguar hasta qué punto.
—¡Que una rata me arranque los huevos si este no es el mismísimo Haskoz!
Un vozarrón retumbó en el local, alzándose como un trueno furioso por encima de la música ambiente y las conversaciones susurradas de algún grupo de clientes. Anzu fue la primera en reaccionar, aunque sólo lo hizo cuando se dio cuenta de que quien quiera que fuese el dueño de aquel huracán vocal, se estaba refiriendo a ellos. O, al menos, a uno de ellos.
—¡Hay que tener agallas para asomar la jeta por aquí después de lo que hiciste, maldito tarado hijo de perra!
Era un hombre, casi tan alto como Datsue e igual de fornido. Vestía con ropa cara, de colores negros, marrones y rojos; pero su actitud no era en absoluto nobiliaria. Anzu recordó lo que su padre siempre le había dicho acerca de ello.
"Aléjate de las personas que visten como ricos pero se comportan como pobres."
Sin embargo, lo más llamativo era su rostro: curtido, con una gran cicatriz que le marcaba la cara de arriba a abajo y un parche negro sobre el ojo derecho. Decir que era pelirrojo no hacía suficiente justicia: aquel tipo tenía una melena corta del color de la sangre, y una barba recortada tanto igual. Pese a la cantidad de insultos que salían de la boca de aquel hombre, su tono no parecía indicar que fuese de malas. Se acercó a Datsue y, golpeándole en el hombro, le tendió una mano.
—¡Que mi santa madre me dé un puñetazo si estoy dormido! Nunca creí que volvería a ver esa cara de bastardo.
Anzu, sin entender absolutamente nada, decidió guardar silencio. Luego cayó en la cuenta de que seguía temblando, y trató de recuperar su pose de tipa dura. Mientras, el apático camarero seguía mirándola con fijeza. El cuenco de cristal descansaba sobre la barra de metal pulido.