6/04/2016, 21:19
(Última modificación: 8/04/2016, 16:26 por Uchiha Datsue.)
Nada más tragar, el Uchiha sintió algo. Algo mucho más sutil que el empalagoso sabor dulzón de aquella pasta, y del frío que se extendía por su garganta subía hasta su cabeza. Intentó aferrarse a aquella sensación, a aquella idea que no terminaba de tomar forma en su mente. Se obsesionó en descifrarlo, en descubrir las palabras que se negaban a salir de su boca. Entonces, por un instante, una pequeña luz iluminó sus pensamientos. Lo que en realidad quería decir era…
… Soy imbécil.
Quiso decírselo a Anzu. Quiso decirle lo imbécil que era. Pero la muchacha tan sólo era una mancha borrosa ante sus ojos, una espiral de cuerpo distorsionado y cabeza alargada que cada vez se retorcía más y más.
—Oie e d-dehendo ol jjjjjjen ajjutsuuuu
Pobre chica, pensó Datsue. Ante la mínima presión se venía abajo y deshacía el Henge no Jutsu. Nada que ver con Datsue, por supuesto. Él seguía manteniendo el suyo propio, además del Inverso. Toda una proeza, desde luego.
Lo que sí empezaba a notar es que el local cada vez se movía más. No, no era el local, sino las luces que brillaban en el techo. Inexplicablemente, se habían separado de sus lámparas y se movían libres, trazando círculos y parábolas complejas alrededor suyo, dejando una estela azulada a su paso como si se tratasen de estrellas fugaces.
El sofá también empezó a moverse. De hecho, parecía estar flotando sobre el mar. Sufrió de vértigo y creyó que de un momento a otro se iba a caer. Quiso agarrarse, pero sus músculos se relajaban cada vez más, al contrario que su mente, y sus manos carecían de fuerza.
De pronto se oyó un petardazo. Seguro que a Anzu se le acababa de caer el omoide. Menudo desastre de chica…
Vio una sonrisa dibujada en el aire. Era una sonrisa perversa, que intimidaba y enfurecía a partes iguales. Quiso gritarle, pero algo se lo impedía. Entonces escuchó un sonido, como el de un leño al partirse, y su mundo dejó de ser el que era...
Escuchaba sus gritos a través de las paredes. Estaban discutiendo. Últimamente lo hacían mucho. Dinero, deuda… aquellas palabras solían ser las más repetidas.
De pronto, oyó un portazo. Se aproximó a la ventana y se puso de puntillas para asomar la cabeza: su padre, Ryouta, se iba cojeando calle abajo. El miedo que comprimía el corazón de Datsue y no le permitía casi ni respirar se aflojó un poco. Seguramente estaría yendo a casa de Akira, donde se suponía que debía estar él.
Correteó hasta la cama y se escondió de nuevo bajo ella, hecho un ovillo. Datsue tenía un plan. Un plan para que sus padres no discutiesen: permanecer en casa. Había notado que en su presencia lo evitaban, y por eso se había escaqueado aquel día de su niñera. Sin embargo, el plan no estaba saliendo según lo previsto.
[…]
Tac, tac, tac. Los muñecos luchaban en una encarnizada batalla. El de la derecha, de pelo azul y ojos dorados, parecía que perdía el combate ante un muñeco viejo y decrépito con bastón. Pero sólo era en apariencia. Datsue lo elevó hasta el colchón que tenía sobre la cabeza e hizo que cayese en picado contra el viejo, asestándole el golpe final.
—¡Ueeeee! —jaleó en susurros—. ¡Yubiwa-sama gana el combate! ¡Adiós a la malvada Kusa! ¡Ueeeee…!
Entre los ruidos del combate le llegó el sonido de una puerta abriéndose abajo. Era su padre, lo más probable, que al ver que Datsue no estaba en casa de Akira había vuelto, preocupado. Las escaleras del pasillo crujieron, y el pequeño se abrazó las piernas con los brazos, temeroso de la bronca que estaba a punto de caerle…
… pero los pasos siguieron más allá de su puerta. Datsue suspiró de alivio. Todavía no le buscaban. ¿Y si aprovechaba ahora que estaban sus padres en la habitación para irse? Quizá todavía estaba a tiempo de llegar junto a Akira y fingir que no había pasado nada.
Con ese propósito, salió de debajo de la cama haciendo el mínimo ruido posible y salió al pasillo. Estaba a punto de bajar por las escaleras cuando oyó unos ruidos extraños.
—¿Mamá...? —susurró, al creer haberla oído.
Volvió sobre sus pasos y se dirigió de puntillas hacia la habitación de sus padres. Alguien estaba… gritando. Era un chillido, más bien. Un chillido débil y agudo, pero que persistía de forma intermitente.
La mano de Datsue, temblorosa, bajó milímetro a milímetro el picaporte de la puerta, atrayéndola hacia sí lo justo y necesario como para ver por una rendija con uno de sus ojos.
—¿Papá...? —susurró con voz queda.
No, no era papá. La espalda de un hombre obeso se contorsionaba de adelante hacia atrás, en un movimiento que hacía tambalear cada pliegue de su grasa. Estaba desnudo, de rodillas sobre la cama. La cabeza del hombre se giró, y Datsue pudo captar una sonrisa lasciva dibujada en su boca… Entonces se dio cuenta de quién era.
Okura, el hombre al que debían dinero.
Crac. Como un leño al partirse, algo en su interior se rompió.
Agachó la cabeza, abatido, dejando caer la mano del picaporte y deambulando por el pasillo como un muerto viviente. Sus pasos, lentos y pesados, le condujeron escaleras abajo hasta salir de casa.
Entonces se tapó los oídos y gritó. Gritó y gritó, todo lo alto que pudo, hasta que los gemidos de su madre quedaron eclipsados por su llanto.
El cuenco de cristal con el omoide había caído de sus manos. El Henge hacía tiempo que había desaparecido de su cuerpo, y un sudor frío empapaba su camiseta interior y le bañaba el rostro. Tenía los labios azules, temblorosos, de donde salía una pequeña babilla. Sus pupilas, dilatadas, miraban al infinito...
… Soy imbécil.
Quiso decírselo a Anzu. Quiso decirle lo imbécil que era. Pero la muchacha tan sólo era una mancha borrosa ante sus ojos, una espiral de cuerpo distorsionado y cabeza alargada que cada vez se retorcía más y más.
—Oie e d-dehendo ol jjjjjjen ajjutsuuuu
Pobre chica, pensó Datsue. Ante la mínima presión se venía abajo y deshacía el Henge no Jutsu. Nada que ver con Datsue, por supuesto. Él seguía manteniendo el suyo propio, además del Inverso. Toda una proeza, desde luego.
Lo que sí empezaba a notar es que el local cada vez se movía más. No, no era el local, sino las luces que brillaban en el techo. Inexplicablemente, se habían separado de sus lámparas y se movían libres, trazando círculos y parábolas complejas alrededor suyo, dejando una estela azulada a su paso como si se tratasen de estrellas fugaces.
El sofá también empezó a moverse. De hecho, parecía estar flotando sobre el mar. Sufrió de vértigo y creyó que de un momento a otro se iba a caer. Quiso agarrarse, pero sus músculos se relajaban cada vez más, al contrario que su mente, y sus manos carecían de fuerza.
De pronto se oyó un petardazo. Seguro que a Anzu se le acababa de caer el omoide. Menudo desastre de chica…
Vio una sonrisa dibujada en el aire. Era una sonrisa perversa, que intimidaba y enfurecía a partes iguales. Quiso gritarle, pero algo se lo impedía. Entonces escuchó un sonido, como el de un leño al partirse, y su mundo dejó de ser el que era...
*** *** ***
Escuchaba sus gritos a través de las paredes. Estaban discutiendo. Últimamente lo hacían mucho. Dinero, deuda… aquellas palabras solían ser las más repetidas.
De pronto, oyó un portazo. Se aproximó a la ventana y se puso de puntillas para asomar la cabeza: su padre, Ryouta, se iba cojeando calle abajo. El miedo que comprimía el corazón de Datsue y no le permitía casi ni respirar se aflojó un poco. Seguramente estaría yendo a casa de Akira, donde se suponía que debía estar él.
Correteó hasta la cama y se escondió de nuevo bajo ella, hecho un ovillo. Datsue tenía un plan. Un plan para que sus padres no discutiesen: permanecer en casa. Había notado que en su presencia lo evitaban, y por eso se había escaqueado aquel día de su niñera. Sin embargo, el plan no estaba saliendo según lo previsto.
[…]
Tac, tac, tac. Los muñecos luchaban en una encarnizada batalla. El de la derecha, de pelo azul y ojos dorados, parecía que perdía el combate ante un muñeco viejo y decrépito con bastón. Pero sólo era en apariencia. Datsue lo elevó hasta el colchón que tenía sobre la cabeza e hizo que cayese en picado contra el viejo, asestándole el golpe final.
—¡Ueeeee! —jaleó en susurros—. ¡Yubiwa-sama gana el combate! ¡Adiós a la malvada Kusa! ¡Ueeeee…!
Entre los ruidos del combate le llegó el sonido de una puerta abriéndose abajo. Era su padre, lo más probable, que al ver que Datsue no estaba en casa de Akira había vuelto, preocupado. Las escaleras del pasillo crujieron, y el pequeño se abrazó las piernas con los brazos, temeroso de la bronca que estaba a punto de caerle…
… pero los pasos siguieron más allá de su puerta. Datsue suspiró de alivio. Todavía no le buscaban. ¿Y si aprovechaba ahora que estaban sus padres en la habitación para irse? Quizá todavía estaba a tiempo de llegar junto a Akira y fingir que no había pasado nada.
Con ese propósito, salió de debajo de la cama haciendo el mínimo ruido posible y salió al pasillo. Estaba a punto de bajar por las escaleras cuando oyó unos ruidos extraños.
—¿Mamá...? —susurró, al creer haberla oído.
Volvió sobre sus pasos y se dirigió de puntillas hacia la habitación de sus padres. Alguien estaba… gritando. Era un chillido, más bien. Un chillido débil y agudo, pero que persistía de forma intermitente.
La mano de Datsue, temblorosa, bajó milímetro a milímetro el picaporte de la puerta, atrayéndola hacia sí lo justo y necesario como para ver por una rendija con uno de sus ojos.
—¿Papá...? —susurró con voz queda.
No, no era papá. La espalda de un hombre obeso se contorsionaba de adelante hacia atrás, en un movimiento que hacía tambalear cada pliegue de su grasa. Estaba desnudo, de rodillas sobre la cama. La cabeza del hombre se giró, y Datsue pudo captar una sonrisa lasciva dibujada en su boca… Entonces se dio cuenta de quién era.
Okura, el hombre al que debían dinero.
Crac. Como un leño al partirse, algo en su interior se rompió.
Agachó la cabeza, abatido, dejando caer la mano del picaporte y deambulando por el pasillo como un muerto viviente. Sus pasos, lentos y pesados, le condujeron escaleras abajo hasta salir de casa.
Entonces se tapó los oídos y gritó. Gritó y gritó, todo lo alto que pudo, hasta que los gemidos de su madre quedaron eclipsados por su llanto.
*** *** ***
El cuenco de cristal con el omoide había caído de sus manos. El Henge hacía tiempo que había desaparecido de su cuerpo, y un sudor frío empapaba su camiseta interior y le bañaba el rostro. Tenía los labios azules, temblorosos, de donde salía una pequeña babilla. Sus pupilas, dilatadas, miraban al infinito...
¡Agradecimientos a Daruu por el dibujo de PJ y avatar tan OP! ¡Y a Reiji y Ayame por la firmaza! Si queréis una parecida, este es el lugar adecuado