19/04/2016, 00:00
La espalda de Datsue chocó contra el suelo, cortándole la respiración. El golpe, sin embargo, le devolvió a la realidad. De pronto, la mayor parte de los efectos de la droga disminuyeron. Ahora lo veía todo mucho más lúcido, con los sentidos más despejados. Especialmente el del dolor.
—Tú… —susurró, al ver a su padre allí plantado, mirándole con una expresión que no era capaz de interpretar.
Sin embargo, no paró demasiado tiempo fijándose en él. Katame había entrado en cólera, exigiendo que todos los clientes se fuesen del local. Era por culpa de Datsue, por supuesto. Aquel día se había empeñado en meter la pata, y ahora acababa de hacerlo hasta el fondo, vomitándole en plena cara al dueño del local. Asustado, pero todavía demasiado adormecido por el omoide como para entrar en pánico, gateó como pudo hasta colocarse detrás de Anzu, poniendo la cabeza a un lado de las rodillas de la kunoichi para ver lo que sucedía a continuación.
Observó de nuevo a su padre, que se miraba pensativo el antebrazo izquierdo, absorto completamente. Datsue no supo de qué se sorprendió. Apostaría un riñón a que el muy cabrón no movería ni un dedo para salvarle. No, de aquella tendría que librarse él solito. Por eso mismo, se infló de valor y dijo:
—Vamos, Anzu. Échale huevos.
¿Qué otra cosa iba a hacer? Lo suyo eran las palabras y las artimañas. La parte de echarle huevos era cosa de Anzu. Al fin y al cabo, ella tenía más que él.
No paraba de observar el tatuaje que tenía en el antebrazo, unas gruesas líneas negras que formaban el kanji de la paciencia. Recordaba porqué se lo había hecho, la razón que le había obligado a recordarse a sí mismo que actuar de forma impulsiva no solía traer buenos resultados. Por eso lo miraba de forma tan concentrada, para no volver a cometer los mismos errores del pasado.
Tenía que hacerlo por las buenas.
Por eso, cuando Katame trató de acercarse a su hijo, Haskoz dio un paso a un lado y su hombro chocó contra el de su amigo, sin intención de golpearle, pero tan firme como un muro de piedra.
—No puedo dejarte hacer eso, Katame.
—Tú… —susurró, al ver a su padre allí plantado, mirándole con una expresión que no era capaz de interpretar.
Sin embargo, no paró demasiado tiempo fijándose en él. Katame había entrado en cólera, exigiendo que todos los clientes se fuesen del local. Era por culpa de Datsue, por supuesto. Aquel día se había empeñado en meter la pata, y ahora acababa de hacerlo hasta el fondo, vomitándole en plena cara al dueño del local. Asustado, pero todavía demasiado adormecido por el omoide como para entrar en pánico, gateó como pudo hasta colocarse detrás de Anzu, poniendo la cabeza a un lado de las rodillas de la kunoichi para ver lo que sucedía a continuación.
Observó de nuevo a su padre, que se miraba pensativo el antebrazo izquierdo, absorto completamente. Datsue no supo de qué se sorprendió. Apostaría un riñón a que el muy cabrón no movería ni un dedo para salvarle. No, de aquella tendría que librarse él solito. Por eso mismo, se infló de valor y dijo:
—Vamos, Anzu. Échale huevos.
¿Qué otra cosa iba a hacer? Lo suyo eran las palabras y las artimañas. La parte de echarle huevos era cosa de Anzu. Al fin y al cabo, ella tenía más que él.
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No paraba de observar el tatuaje que tenía en el antebrazo, unas gruesas líneas negras que formaban el kanji de la paciencia. Recordaba porqué se lo había hecho, la razón que le había obligado a recordarse a sí mismo que actuar de forma impulsiva no solía traer buenos resultados. Por eso lo miraba de forma tan concentrada, para no volver a cometer los mismos errores del pasado.
Tenía que hacerlo por las buenas.
Por eso, cuando Katame trató de acercarse a su hijo, Haskoz dio un paso a un lado y su hombro chocó contra el de su amigo, sin intención de golpearle, pero tan firme como un muro de piedra.
—No puedo dejarte hacer eso, Katame.
¡Agradecimientos a Daruu por el dibujo de PJ y avatar tan OP! ¡Y a Reiji y Ayame por la firmaza! Si queréis una parecida, este es el lugar adecuado