21/04/2016, 19:14
Katame esbozó una sonrisa de malévola satisfacción cuando su antaño compañero de correrías reaccionó a su ataque tan bien como cualquiera hubiese esperado. Sin embargo, el tuerto era consciente de que nadie conocía la peculiaridad de su wakizashi... «No, nadie no...» El recuerdo de aquella mujer le provocó una rabia ciega, que creció desde su estómago y se extendió hasta la garganta; creyó que iba a ahogarle.
Justo en ese momento, el hábil Uchiha realizaba una maniobra destinada a desarmar a su oponente. Pero cuando la hoja de acero de la nage ono se trabó con el acero de su wakizashi, Katame entrecerró su ojo sano con malicia. No hizo sello alguno, ni dijo una sola palabra, pero el filo de aquella espada, negra como el azabache, se volvió de repente intangible, como una brisa nocturna. Sólo duró un instante, el suficiente para que Katame alzara su wakizashi en una estocada frontal que buscaba herir el hombro derecho de Haskoz. Cuando la hoja voló rauda hacia el cuerpo del Uchiha, ya era de nuevo tan dura y afilada como el acero más corriente.
—¡Mala elección! —rió el tuerto, retrocediendo un par de pasos—. Sólo una persona conocía el secreto de Kanashimi... Y ya hace muchos años que no está entre nosotros.
Escupió las palabras, como si quisiera echarle en cara a Haskoz un veneno que había estado guardando durante años.
—¿Sabes? Cuando vi a ese mocoso entrar en mi local, vestido de ti, por un momento me hizo dudar. Luego le dí la mano... Y me entraron ganas de arrancársela. Pensar que alguien podía imitarte era un insulto... Porque llevo años esperando este momento, Haskoz-san.
Haskoz dejó caer su arma y tan calmo como al principio, entonó una pregunta que más parecía la sentencia del verdugo. A su alrededor, el aire crepitó como las brasas de una hoguera cuando alrededor de su cuerpo se fue formando parte de un esqueleto espectral. Katame no se arrugó, sino que lanzó una carcajada, triunfante.
—¡Eso es! ¡Sácalo todo! Saca toda la mierda que llevas dentro desde el día en que nos jodiste la vida —el tuerto reía, pero parecía estar confrontando al peor de sus demonios.
El Uchiha ofrecía una imagen aterradora, incluso para el guerrero más experimentado.
—Llevo tanto tiempo ansiando este día que me ha parecido una puta eternidad. Pero, por fin ha llegado. ¡Por fin! Por fin... Te haré pagar.
Katame alzó su mano libre y se arrancó el parche negro que le cubría su ojo izquierdo. No, no era el suyo, porque un fulgor del color de la sangre brilló en su rostro. Las aspas se revolvieron dentro de aquel Sharingan, como si se resistieran a someterse a la voluntad de su nuevo dueño. Finalmente, acabaron fundiéndose entre sí, arremolinándose para adoptar la forma de una espiral negra como la noche.
El pelirrojo habló, envuelto en un halo de chakra carmesí, y su voz sonó con un tono gutural, rota, torcida. Era la voz de un ser sin alma.
—Esto es por tí, Yachiru.
—Que mi santa madre me dé dos sopapos.
Anzu estaba paralizada por el miedo, y eso fue lo único que pudo decir ante el comentario atónito de su compañero Uchiha. Sintió como las energías que allí se estaban concentrando la golpeaban en oleadas invisibles, que la obligaban a luchar por mantenerse en sus cabales. De repente, tomó del brazo a su colega ninja.
—Tenemos que largarnos de aquí, y rápido, joder.
Sin atreverse a caminar erguida —aun sabiendo que aquellos dos monstruos tenían un asunto turbio entre manos—, la Yotsuki empezó a gatear entre las mesas y sillas del local, en dirección a la puerta. Haskoz, Katame, Datsue, una traición, un poder inimaginable que acababa de ver con sus propios ojos, viejas rencillas de dos guerreros extremadamente poderosos... «¡Me importa una mierda, joder! ¡Sólo quiero salir viva de aquí!»
Como en las malas novelas, Anzu se había visto atraída, sin comerlo ni beberlo, hasta el ojo de un huracán.
Justo en ese momento, el hábil Uchiha realizaba una maniobra destinada a desarmar a su oponente. Pero cuando la hoja de acero de la nage ono se trabó con el acero de su wakizashi, Katame entrecerró su ojo sano con malicia. No hizo sello alguno, ni dijo una sola palabra, pero el filo de aquella espada, negra como el azabache, se volvió de repente intangible, como una brisa nocturna. Sólo duró un instante, el suficiente para que Katame alzara su wakizashi en una estocada frontal que buscaba herir el hombro derecho de Haskoz. Cuando la hoja voló rauda hacia el cuerpo del Uchiha, ya era de nuevo tan dura y afilada como el acero más corriente.
—¡Mala elección! —rió el tuerto, retrocediendo un par de pasos—. Sólo una persona conocía el secreto de Kanashimi... Y ya hace muchos años que no está entre nosotros.
Escupió las palabras, como si quisiera echarle en cara a Haskoz un veneno que había estado guardando durante años.
—¿Sabes? Cuando vi a ese mocoso entrar en mi local, vestido de ti, por un momento me hizo dudar. Luego le dí la mano... Y me entraron ganas de arrancársela. Pensar que alguien podía imitarte era un insulto... Porque llevo años esperando este momento, Haskoz-san.
Haskoz dejó caer su arma y tan calmo como al principio, entonó una pregunta que más parecía la sentencia del verdugo. A su alrededor, el aire crepitó como las brasas de una hoguera cuando alrededor de su cuerpo se fue formando parte de un esqueleto espectral. Katame no se arrugó, sino que lanzó una carcajada, triunfante.
—¡Eso es! ¡Sácalo todo! Saca toda la mierda que llevas dentro desde el día en que nos jodiste la vida —el tuerto reía, pero parecía estar confrontando al peor de sus demonios.
El Uchiha ofrecía una imagen aterradora, incluso para el guerrero más experimentado.
—Llevo tanto tiempo ansiando este día que me ha parecido una puta eternidad. Pero, por fin ha llegado. ¡Por fin! Por fin... Te haré pagar.
Katame alzó su mano libre y se arrancó el parche negro que le cubría su ojo izquierdo. No, no era el suyo, porque un fulgor del color de la sangre brilló en su rostro. Las aspas se revolvieron dentro de aquel Sharingan, como si se resistieran a someterse a la voluntad de su nuevo dueño. Finalmente, acabaron fundiéndose entre sí, arremolinándose para adoptar la forma de una espiral negra como la noche.
El pelirrojo habló, envuelto en un halo de chakra carmesí, y su voz sonó con un tono gutural, rota, torcida. Era la voz de un ser sin alma.
—Esto es por tí, Yachiru.
—Que mi santa madre me dé dos sopapos.
Anzu estaba paralizada por el miedo, y eso fue lo único que pudo decir ante el comentario atónito de su compañero Uchiha. Sintió como las energías que allí se estaban concentrando la golpeaban en oleadas invisibles, que la obligaban a luchar por mantenerse en sus cabales. De repente, tomó del brazo a su colega ninja.
—Tenemos que largarnos de aquí, y rápido, joder.
Sin atreverse a caminar erguida —aun sabiendo que aquellos dos monstruos tenían un asunto turbio entre manos—, la Yotsuki empezó a gatear entre las mesas y sillas del local, en dirección a la puerta. Haskoz, Katame, Datsue, una traición, un poder inimaginable que acababa de ver con sus propios ojos, viejas rencillas de dos guerreros extremadamente poderosos... «¡Me importa una mierda, joder! ¡Sólo quiero salir viva de aquí!»
Como en las malas novelas, Anzu se había visto atraída, sin comerlo ni beberlo, hasta el ojo de un huracán.