7/05/2016, 10:55
El ojo rojo de Katame pareció emitir un destello de furia cuando su antiguo camarada le espetó sin tapujos sus dudas sobre la procedencia de aquel ojo. Katame no era Uchiha; sólo había, por tanto, una forma en que podía haberlo conseguido. Quizás en otro momento, en otras circunstancias, el pelirrojo dueño de aquel local nunca se habría planteado enseñarle aquel Mangekyō a Haskoz. Pero allí, en esa vida, en esa línea temporal, Haskoz era la razón por la que él tenía el ojo derecho bañado en sangre.
—¿A quién más culpar? —replicó el pelirrojo, con aquella voz gutural, casi demoníaca.
Entrecerró los ojos cuando Haskoz pasó al ataque. El veterano shinobi parecía cansado y viejo, pero Katame sabía muy bien que no por ello dejaba de ser una amenaza y un oponente formidable. Le había visto pelear, hace mucho tiempo... Y dudaba que los años hubiesen conseguido erosionar su increíble capacidad para asesinar. Con un hábil juego de pies y manos, Haskoz le lanzó primero su hacha, y luego una de las mesas del local.
Pero Katame tenía ahora un Sharingan, y aquel tipo de ofensiva no iba a funcionar nunca más. Con dos movimientos ágiles y precisos se hizo a un lado, y luego saltó hacia otro, esquivando ambos golpes. De repente, aquel esqueleto fantasmal volvió a materializarse alrededor de la figura de su viejo amigo; el Dios de la Tormenta alargó uno de sus brazos demoníacos con la clara intención de aplastarle por completo. Katame fijó su ojo sano en Haskoz y toda la estancia empezó a vibrar.
Justo un segundo antes de que el enorme puño de Susanoo le golpease...
Desaparecieron. Tal cual. Ambos se esfumaron como si nunca hubieran estado allí realmente.
Anzu, que ya unos momentos antes había dejado de mirar, embelesada, el combate, se volvió al escuchar el silencio penetrante que invadió la estancia. Sus ojos grises buscaron con vivacidad a los monstruosos contrincantes, pero no hallaron sino mesas destrozadas. Ni siquiera sus armas estaban allí.
—¿Qué cojones...?
De repente se recordó a sí misma que aquellos hombres eran tan poderosos que probablemente la situación tenía una explicación lógica, y simplemente una niñata gennin como ella no era capaz de entenderla. Sin pensarlo dos veces, se irguió para correr en toda su estatura, hacia la salida. Ni siquiera el gorila que habían visto antes ocupaba ahora el espacio entre aquel pasillo y la puerta metálica del local...
Al alcanzar por fin la libertad, una ráfaga de aire frío la golpeó en el rostro. Fue como si le metieran la cabeza en un barril de agua helada, pero al menos la ayudó a despejarse. Siguió corriendo hasta internarse en las sombras de un callejón cercano, deteniéndose sólo cuando estuvo segura de que únicamente Datsue la seguía.
—¿A quién más culpar? —replicó el pelirrojo, con aquella voz gutural, casi demoníaca.
Entrecerró los ojos cuando Haskoz pasó al ataque. El veterano shinobi parecía cansado y viejo, pero Katame sabía muy bien que no por ello dejaba de ser una amenaza y un oponente formidable. Le había visto pelear, hace mucho tiempo... Y dudaba que los años hubiesen conseguido erosionar su increíble capacidad para asesinar. Con un hábil juego de pies y manos, Haskoz le lanzó primero su hacha, y luego una de las mesas del local.
Pero Katame tenía ahora un Sharingan, y aquel tipo de ofensiva no iba a funcionar nunca más. Con dos movimientos ágiles y precisos se hizo a un lado, y luego saltó hacia otro, esquivando ambos golpes. De repente, aquel esqueleto fantasmal volvió a materializarse alrededor de la figura de su viejo amigo; el Dios de la Tormenta alargó uno de sus brazos demoníacos con la clara intención de aplastarle por completo. Katame fijó su ojo sano en Haskoz y toda la estancia empezó a vibrar.
Justo un segundo antes de que el enorme puño de Susanoo le golpease...
Desaparecieron. Tal cual. Ambos se esfumaron como si nunca hubieran estado allí realmente.
Anzu, que ya unos momentos antes había dejado de mirar, embelesada, el combate, se volvió al escuchar el silencio penetrante que invadió la estancia. Sus ojos grises buscaron con vivacidad a los monstruosos contrincantes, pero no hallaron sino mesas destrozadas. Ni siquiera sus armas estaban allí.
—¿Qué cojones...?
De repente se recordó a sí misma que aquellos hombres eran tan poderosos que probablemente la situación tenía una explicación lógica, y simplemente una niñata gennin como ella no era capaz de entenderla. Sin pensarlo dos veces, se irguió para correr en toda su estatura, hacia la salida. Ni siquiera el gorila que habían visto antes ocupaba ahora el espacio entre aquel pasillo y la puerta metálica del local...
Al alcanzar por fin la libertad, una ráfaga de aire frío la golpeó en el rostro. Fue como si le metieran la cabeza en un barril de agua helada, pero al menos la ayudó a despejarse. Siguió corriendo hasta internarse en las sombras de un callejón cercano, deteniéndose sólo cuando estuvo segura de que únicamente Datsue la seguía.