12/06/2016, 17:56
El gordote soltó una carcajada atronadora ante las palabras del niño-pez. Al reír, la tripa se le movía arriba y abajo con hipnótico vaivén, y la camisa verde oscura que le cubría el torso se arrugaba aquí y allá. Su compañero, sin embargo, permanecía serio, imperturbable. Observaba al chico de piel azul con ojos firmes, analíticos. Quizá valoraba cuánto de verdad podían tener sus palabras, o cuánto dinero podrían sacar exhibiéndolo como el monstruito que era. O puede que estuviese cruzando ambas reflexiones para saber si merecería la pena pegarle cuatro puñaladas al muchacho.
Cuando el más grueso de los dos dejó de reír, el flaco avanzó otro paso adelante y bajó suavemente la mano diestra, apoyándola en la empuñadura del acero que llevaba colgando del cinturón. Sus ojos brillaron con un destello de avaricia.
—Nada de peleas en la cola.
Todo se detuvo durante un instante. La voz, inmensa y fría como un glaciar, provenía de algún lugar detrás de los dos camorristas. Éstos se giraron al momento, tiesos como estacas; parecía que hubiesen reconocido en aquellas palabras una figura de autoridad ineludible —o alguien a quien, con muy buen criterio, temer—. La cuestión es que aquella orden, simple y concisa, provenía de un chiquillo que rondaría la edad de los jóvenes gennin; aunque no aparentaba, en absoluto, ser sólo un niño. Era bajito y delgado, pero vestía con ropas propias de un mercenario veterano, y sus ojos azules eran insondables.
Con la soltura del amo del cortijo, caminó a paso tranquilo hasta colocarse entre el niño-pez y los dos buscapleitos. Examinó primero al gyojin, sosteniéndole la mirada con tanta firmeza que se asemejaba a una estatua de piedra. Luego hizo lo mismo con los dos hombres. Y finalmente habló.
—Se pelea dentro.
Aquel chiquito era tan lacónico como misterioso. Sin decir una palabra más, desapareció entre la multitud de curiosos que se habían congregado allí.
Anzu lo vio todo desde unos cuantos lugares más atrás en la cola. No pudo evitar fijarse en la autoridad que había exhibido aquel chico de ojos azules, que no debía ser siquiera mayor que ella, y se preguntó qué clase de niño imponía semejante respeto en semejante lugar. Sintió la tentación de ir detrás de él, pero se contuvo; si perdía su lugar en la fila, nadie le aseguraba que pudiera recuperarlo.
Así, espero hasta que las puertas del sospechoso local se abrieron y toda clase de malvivientes se pusieron en marcha. Parecía que nadie quería perderse el verdadero Torneo del Combatiente.
Cuando el más grueso de los dos dejó de reír, el flaco avanzó otro paso adelante y bajó suavemente la mano diestra, apoyándola en la empuñadura del acero que llevaba colgando del cinturón. Sus ojos brillaron con un destello de avaricia.
—Nada de peleas en la cola.
Todo se detuvo durante un instante. La voz, inmensa y fría como un glaciar, provenía de algún lugar detrás de los dos camorristas. Éstos se giraron al momento, tiesos como estacas; parecía que hubiesen reconocido en aquellas palabras una figura de autoridad ineludible —o alguien a quien, con muy buen criterio, temer—. La cuestión es que aquella orden, simple y concisa, provenía de un chiquillo que rondaría la edad de los jóvenes gennin; aunque no aparentaba, en absoluto, ser sólo un niño. Era bajito y delgado, pero vestía con ropas propias de un mercenario veterano, y sus ojos azules eran insondables.
Con la soltura del amo del cortijo, caminó a paso tranquilo hasta colocarse entre el niño-pez y los dos buscapleitos. Examinó primero al gyojin, sosteniéndole la mirada con tanta firmeza que se asemejaba a una estatua de piedra. Luego hizo lo mismo con los dos hombres. Y finalmente habló.
—Se pelea dentro.
Aquel chiquito era tan lacónico como misterioso. Sin decir una palabra más, desapareció entre la multitud de curiosos que se habían congregado allí.
Anzu lo vio todo desde unos cuantos lugares más atrás en la cola. No pudo evitar fijarse en la autoridad que había exhibido aquel chico de ojos azules, que no debía ser siquiera mayor que ella, y se preguntó qué clase de niño imponía semejante respeto en semejante lugar. Sintió la tentación de ir detrás de él, pero se contuvo; si perdía su lugar en la fila, nadie le aseguraba que pudiera recuperarlo.
Así, espero hasta que las puertas del sospechoso local se abrieron y toda clase de malvivientes se pusieron en marcha. Parecía que nadie quería perderse el verdadero Torneo del Combatiente.