21/06/2016, 14:46
(Última modificación: 21/06/2016, 14:47 por Uchiha Akame.)
La Yotsuki arrugó la nariz cuando al olor típico de una multitud de hombres de los bajos fondos apilados en un estrecho túnel se le sumó el del moho y la herrumbre. «Joder, esto es asqueroso. Y encima he perdido de vista al tío ese tan raro, el pescao'...» A su alrededor sólo alcanzaba a ver gente —rara, pero no tanto como aquel chico con branquias— que no le suscitaba ninguna confianza. ¿Y si había sido un error venir?
No tuvo tiempo de reflexiones. La luz proveniente de dos grandes faroles la deslumbró por momentos, porque sus ojos claros ya se habían hecho a la oscuridad del túnel. Momentos después pudo examinar la enorme nave industrial a la que había llegado. Le llamó la atención el parco ring, delimitado únicamente por cuerdas elásticas y rodeado de tablas de madera que hacían las veces de asientos igualmente pobres.
Un hombre alto y fornido, nada parecido al chico pálido y menudo de antes, condujo a los participantes hasta una carpa de tela raída, situada a la izquierda del cuadrilátero. Allí Anzu pudo ver una pila de ataúdes mal claveteados; un siniestro recordatorio de con quién se estaba jugando los cuartos. Tragó saliva, apartó la mirada, y...
Allí estaba. El chico-escualo. La kunoichi se abrió paso entre la gente hasta llegar a donde estaba el muchacho; «mi madre, este tío no es que parezca un pez... ¡Es que es un pez!» De repente se dio cuenta de que, a su alrededor, muchos les miraban. Probablemente lo miraban a él, pero ahora también a ella. El hecho de que hubiera allí dos niños era más llamativo si, además, se juntaban en un mismo sitio. Anzu sacó pecho, tratando de ignorar a los demás, y extendió una mano al escualo.
—Eh, tío. Me llamo Anzu —dijo, lacónica—. ¿No eres muy joven para esto?
La pregunta estaba cargada de complicidad; ella no debía sacarle ni dos años de edad.
No tuvo tiempo de reflexiones. La luz proveniente de dos grandes faroles la deslumbró por momentos, porque sus ojos claros ya se habían hecho a la oscuridad del túnel. Momentos después pudo examinar la enorme nave industrial a la que había llegado. Le llamó la atención el parco ring, delimitado únicamente por cuerdas elásticas y rodeado de tablas de madera que hacían las veces de asientos igualmente pobres.
Un hombre alto y fornido, nada parecido al chico pálido y menudo de antes, condujo a los participantes hasta una carpa de tela raída, situada a la izquierda del cuadrilátero. Allí Anzu pudo ver una pila de ataúdes mal claveteados; un siniestro recordatorio de con quién se estaba jugando los cuartos. Tragó saliva, apartó la mirada, y...
Allí estaba. El chico-escualo. La kunoichi se abrió paso entre la gente hasta llegar a donde estaba el muchacho; «mi madre, este tío no es que parezca un pez... ¡Es que es un pez!» De repente se dio cuenta de que, a su alrededor, muchos les miraban. Probablemente lo miraban a él, pero ahora también a ella. El hecho de que hubiera allí dos niños era más llamativo si, además, se juntaban en un mismo sitio. Anzu sacó pecho, tratando de ignorar a los demás, y extendió una mano al escualo.
—Eh, tío. Me llamo Anzu —dijo, lacónica—. ¿No eres muy joven para esto?
La pregunta estaba cargada de complicidad; ella no debía sacarle ni dos años de edad.