5/07/2016, 00:06
(Última modificación: 5/07/2016, 00:10 por Aotsuki Ayame.)
Kazeyōbi, 7 de Bienvenida del año 202
Amegakure. País de la Tormenta.
Amegakure. País de la Tormenta.
«Ya casi ha pasado un año.»
Aquel fue el primer pensamiento que la asaltó al despertar aquella mañana. Parecía que había pasado una eternidad desde entonces, pero al mismo tiempo era como si hubiera sucedido ayer mismo. Era una sensación muy extraña, pero fácilmente explicable. Era incapaz de olvidar cualquier detalle, por nimio que fuera, de aquel fatídico día.
Había muerto. Había sentido cómo le arrancaban la vida del cuerpo, había sentido cómo todo su cuerpo se desintegraba en una insufrible agonía que se había prolongado una interminable centésima de segundo. Y después había vuelto a la vida sin un sólo rasguño. Como si no hubiera sido más que una terrible ilusión o una terrible pesadilla. Pero no había sido ninguna de las dos cosas. Porque miles de personas habían muerto aquel día. Todas aquellas a las que aquel misterioso Hagoromo no había sido capaz de revivir a través del Ninshū...
Ayame suspiró con pesadez y se levantó de la cama.
Un año ya desde aquella calamidad. ¿Un año era mucho o poco tiempo? ¿Habría cambiado ella mucho desde entonces?
Aparte de su cabello, que se lo había dejado crecer a propósito durante todos aquellos meses, ella se veía exactamente igual... Aunque también era verdad que normalmente uno no se da cuenta de las maneras en las que el paso del tiempo va moldeando su cuerpo y alma.
Se vistió con su nueva indumentaria shinobi: un kimono tradicional de color azul oscuro ceñido que dejaba sus hombros al descubierto y se ceñía en la cintura por su habitual obi negro. Cubriendo sus brazos, dos mangas violáceas que se expandían desde al codo hasta sus muñecas, creando una amplia abertura al final de las mismas. Para terminar, sus pantalones negros ahora se veían acompañados de un faldón también violeta que formaba tres pétalos en su caída y que iba sujeto a la altura de la cadera por un fino cinturón amarillo.
No tenía un destino fijo, pero salió de casa igualmente. No soportaba estar encerrada entre cuatro paredes mientras su padre trabajaba en el hospital y su hermano estaba desempeñando su oficio como shinobi lejos de allí. Simplemente, no podía soportar la soledad.
«Me pregunto cómo le irá...» Un ramalazo de nostalgia apresó su corazón cuando se acordó de su compañero, de su mejor amigo.
Sus pensamientos debieron ser los que guiaron sus pasos inconscientemente, porque Ayame se vio de repente frente a las puertas del Torreón de la Academia. Tras algunos segundos de duda, decidió subir a una de las azoteas. Precisamente, donde había luchado contra él por primera vez.
Y, como aquel entonces, se sorprendió al descubrir que no estaba sola.
Y su corazón se olvidó de latir durante unos instantes.
Le había costado algunos segundos reconocerle. Estaba de espaldas a ella, contemplando la aldea apoyado en la barandilla. La capa que llevaba colgada de los hombros, la mitad de ella de un vibrante color esmeralda y la otra azul, ondeaba al son del viento que soplaba. Y así lo hacían sus cabellos, inconfundibles. Alborotados y rebeldes hacia el lado derecho de su cabeza sin ningún tipo de remedio.
—Da... ¿Daruu-san?
No le había vuelto a ver después de lo que había sucedido en el Valle de los Dojos, y durante unos instantes había entrado en pánico al pensar que podría haber muerto con la explosión, pese a que todos los demás habían revivido con ella. Sin embargo, fue Kiroe la que le comunicó que su hijo había partido definitivamente con Seremaru para llevar a cabo su entrenamiento. Aquella noticia la había aliviado profundamente; pero, al mismo tiempo, creó una dolorosa espina en su corazón.